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Lo niego. Este espectáculo del individualismo, de la soltería y la carencia de hijos, de tratar de encontrar sustitutos de una vida plena y satisfactoria en "carreras" y realizaciones personales o en campañas para impedir la crueldad con los animales, me ha sorprendido siempre como algo tonto y cómico. Esto es fisiológicamente sintomático en el caso de esas viejas solteronas que tratan de procesar al gerente de un circo por su crueldad con los tigres, porque han despertado sus sospechas las marcas de latigazos en el lomo de los animales. Estas protestas parecen provenir de un instinto maternal mal dirigido, aplicado a una especie que no corresponde, como si los tigres verdaderos jamás se hubieran ocupado de unos pocos latigazos. Estas mujeres tantean vagamente en busca de un lugar en la vida y tratan con mucho empeño de parecer convincentes, ante sí mismas y ante los otros.

Las recompensas de las realizaciones políticas, literarias y artísticas producen en sus autores solamente una risita pálida, intelectual, en tanto que son imposibles de describir con palabras, e inmensamente reales, las recompensas de ver crecer hijos fuertes y sanos. ¿Cuántos autores y artistas están satisfechos con sus realizaciones cuando llegan a viejos, y cuántos las consideran sólo simples productos de un pasatiempo, justificables sobre todo como medios de ganarse la vida? Se dice que pocos días antes de su muerte Herbert Spencer hizo apilar sobre su falda los dieciocho volúmenes de La filosofía sintética y que, al sentir su peso frío, se preguntó si no habría sido mejor tener un nieto en lugar de esa obra. ¿No habría cambiado la sabia Elia todo el conjunto de sus ensayos por uno de sus "niños de ensueño"? Ya es malo tener azúcar- Ersatz, manteca-Ersafz, y algodón-Ersafz, ¡pero debe ser deplorable tener hijos-Ersafz! No pongo en duda que hubo una satisfacción moral y estética para John D. Rockefeller en la idea de que había contribuido tanto a la felicidad humana en tan vastas regiones. Pero, al mismo tiempo, no dudo de que esa satisfacción moral y estética fue sumamente débil y pálida, tanto, que sería fácilmente contrarrestada por un golpe estúpido en la cancha de golf, y que su satisfacción verdadera, perdurable, era John D. (hijo).

Si miramos desde otro lado, la felicidad es sobre todo cuestión de encontrar un trabajo en la vida, el trabajo que uno quiere. Dudo que el noventa por ciento de los hombres y mujeres ocupados en una profesión hayan encontrado el trabajo que en realidad les gusta. Sospecho que la tan repetida declaración de "Adoro mi trabajo", debe ser tomada con un grano de sal. Nadie dice "Adoro mi hogar", porque es cosa que se da por sentada. El hombre de negocios común va a la oficina casi con el mismo espíritu con que las mujeres chinas producen hijos: todo el mundo lo hace, ¿qué otra cosa puedo hacer yo? "Adoro mi trabajo", así dicen todos. Tal declaración es una mentira en el caso de los ascensoristas y las telefonistas y los dentistas, y una burda exageración en el caso de periodistas, agentes de bienes raíces y corredores de bolsa. Con la excepción del explorador del Ártico o el hombre de ciencia que está en su laboratorio, dedicado a la labor de descubrimiento, creo que lo mejor que podemos esperar es que nos guste nuestro trabajo, que nos sea llevadero. Pero aun admitiendo una figura de lenguaje, no hay comparación entre el amor por el trabajo y el amor de la madre por sus hijos. Muchos hombres tienen dudas acerca de su verdadera vocación, y cambian de una a otra, pero jamás hay una duda en el ánimo de una madre con respecto al trabajo de su vida, que es cuidar y guiar a sus pequeños. Algunos políticos triunfantes han abandonado la política, algunos redactores afamados han abandonado el trabajo en su revista, algunos aviadores conocidos han dejado de volar, algunos boxeadores adinerados han dejado el ring, y algunos actores o actrices triunfantes han abandonado las tablas, pero, ¡ imaginad a una madre, triunfante o no en su trabajo, que renuncie a la maternidad! Es inaudito. La madre tiene la sensación de que se la necesita; ha encontrado un lugar en la vida y tiene la honda convicción de que nadie en el mundo puede ocupar su lugar, una convicción más profunda que la de Hitler de que debe salvar a Alemania. ¿Y qué puede dar al hombre o a la mujer una felicidad mayor, más honda, que la satisfacción de saber que tiene un lugar definido en la vida? ¿No es cosa de sentido común decir que en tanto que menos del cinco por ciento de la gente tiene la fortuna de encontrar y dedicarse al trabajo que ama, el cien por ciento de los progenitores encuentra que el trabajo de cuidar de sus hijos es el más hondo y el más cautivador de los motivos de la vida? ¿No es cierto, entonces, que la probabilidad de encontrar la verdadera felicidad es más segura y mayor para una mujer si está dedicada a ser madre que si está dedicada a ser arquitecto, por cuanto la naturaleza jamás falla? ¿No es cierto que el matrimonio es la mejor profesión para las mujeres?

Mis lectores feministas deben haber presentido esto hace mucho, y poco a poco han comenzado a temblar de rabia, al entusiasmarme yo más y más por el hogar, sabiendo que la cruz del hogar debe ser llevada eventualmente por las mujeres. Tal es, exactamente, mi intención y mi tesis. Queda por ver quién es más bueno con las mujeres, porque nos interesa solamente la felicidad de las mujeres, no la felicidad en términos de realizaciones sociales, sino en términos de profundidades del ser personal. Aun desde el punto de vista de la aptitud y la competencia, no tengo dudas de que hay menos presidentes de banco realmente aptos para sus funciones que mujeres aptas para la maternidad. Tenemos jefes de departamento muy incompetentes, gerentes de negocio incompetentes, banqueros incompetentes, y presidentes incompetentes, pero rara vez tenemos madres incompetentes. De modo que cuando las mujeres son aptas para la maternidad, la necesitan y lo saben. Entiendo que ha habido un movimiento en la buena dirección, en la dirección opuesta al ideal feminista, entre las niñas universitarias norteamericanas del día, de modo que ahora la mayoría de ellas pueden mirar a la vida con suficiente cordura como para decir abiertamente que quieren casarse. La mujer ideal, para mí, es la que ama sus cosméticos junto con sus matemáticas, y que es más femenina que feminista/ Que tengan sus cosméticos, y si todavía les queda energía, como diría Confucio, que jueguen también con las matemáticas.

Debe entenderse que hablamos del promedio ideal del hombre o mujer promedios. Hay mujeres distinguidas y talentosas, como hay hombres distinguidos y talentosos, cuya capacidad creadora es la causa de los verdaderos progresos del mundo. Si pido a la mujer común que considere el matrimonio como profesión ideal y que tenga hijos y quizá también que lave platos, también pido al hombre común que olvide las artes y gane para el pan familiar, cortando cabellos o lustrando zapatos o capturando ladrones o remendando ollas o atendiendo comensales. Como alguien tiene que tener los hijos y cuidarlos y ver que pasen el sarampión y criarlos para que sean buenos y sabios ciudadanos, y como los hombres no sirven para nada si se trata de tener hijos y son terriblemente torpes para alzarlos y bañarlos, pienso naturalmente en las mujeres para hacer ese trabajo. No estoy tan seguro de cuál es el trabajo más noble -comparando los «^promedios-: si el de criar niños o el de cortar el cabello de los demás o luStrar los zapatos de los demás o abrir puertas en las tiendas. No veo por qué tienen que quejarse las mujeres de lavar platos, si sus maridos tienen que abrir puertas para que pasen unos extraños en las tiendas. Los hombres solían estar detrás de los mostradores, y ahora las jóvenes han corrido a ocupar sus lugares, mientras los hombres abren las puertas, y bienvenidos sean si creen que es un trabajo más noble. Considerado como medio de vida, ningún trabajo es noble y ningún trabajo es innoble. Y rio estoy tan seguro de que cuidar sombreros de hombres desconocidos sea necesariamente más romántico que remendar las medias del marido. La diferencia entre la joven del guardarropa y la zurcidora de medias en el hogar es que la zurcidora de medias tiene un hombre cuyos destinos es su privilegio presidir, en tanto que la chica del guardarropa no lo tiene. Es de esperar, por consiguiente, que quien usa las medias merezca el trabajo de la mujer, pero también sería un pesimismo injustificado establecer como regla general que sus medias no merecen los zurcidos de la mujer. No todos los hombres son tan poco como eso. Lo importante es que no puede denominarse una actitud social cuerda a la presunción general de que la vida hogareña, con su tarea importante y sagrada de criar e influir a los jóvenes de la raza, es demasiado baja para las mujeres. Tal presunción es posible solamente en una cultura en que no se respeta suficientemente a la mujer, al hogar y a la maternidad.

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