Por cierto que creo que la razón por la cual los chinos no han desarrollado la botánica y la zoología es que el estudioso chino no puede mirar fríamente, sin emoción, a un pez, sin pensar inmediatamente qué sabor tendrá y sin querer comerlo. La razón por la cual no confío en los cirujanos chinos es que temo que cuando un cirujano chino me corte el hígado, en busca de un cálculo, se olvide del cálculo y ponga mi hígado en una sartén. Porque veo que un chino no puede mirar a un puercoespín sin pensar inmediatamente medios y modos de cocerlo y comer su carne sin emponzoñarse. No emponzoñarse es para los chinos el único aspecto práctico, importante. El sabor de la carne de puercoespín es de importancia suprema, si ha de sumar un nuevo matiz a los que conoce nuestro paladar. Las púas del puercoespín no nos interesan. Cómo nacieron, cuál es su función y cómo están unidas a la piel del puercoespín y se hallan dotadas del poder de erguirse al aparecer un enemigo, son cuestiones que para los chinos parecen eminentemente ociosas. Y también con todos los demás animales y plantas: el punto de vista adecuado es el de cómo podemos gozar de ellos los humanos, y no qué son en sí. El canto del pájaro, el color de la flor, los pétalos de la orquídea, el sabor de la carne de pollo son las cosas que nos interesan. Oriente tiene que aprender de Occidente todas las ciencias de botánica y zoología, pero Occidente tiene que aprender de Oriente cómo gozar de los árboles, las flores y los peces, aves y animales, lograr una plena apreciación de los contornos y gestos de diversas especies y asociarlos con modos o sentimientos diferentes.
La comida, pues, es una de las pocas alegrías sólidas de la vida humana. Es un hecho feliz que este instinto del hambre está menos rodeado de tabús y códigos sociales que el otro instinto, el sexual, y que, en términos generales, no se plantea ninguna cuestión moral en relación con la comida. Hay mucha menos mojigatería acerca de la comida que acerca del sexo. Feliz estado de cosas es el de que los filósofos, poetas, comerciantes y artistas puedan unirse en una comida, y cumplir sin un sonrojo la función de alimentarse en público, aunque se sabe de ciertas tribus salvajes que han logrado un sentido de la modestia acerca de la comida, y sólo comen cuando cada individuo está solo. El problema del sexo entrará en consideración más adelante, pero aquí tenemos, por lo menos, un instinto que, por ser menos contenido, produce formas más escasas de perversión, demencia y comportamiento criminal. Esta diferencia entre el instinto del hambre y el instinto de la reproducción, en sus inferencias sociales, es muy natural. Pero sigue en píe el hecho de que tenemos aquí un instinto que no complica nuestra vida psicológica, sino que es una dádiva pura a la humanidad. La razón es que se trata de un instinto acerca del cual la humanidad es bastante franca. Como aquí no hay problema de modestia, no hay psicosis, neurosis o perversión vinculada con él. Del plato a la boca se pierde la sopa, pero una vez que está la comida en la boca hay, comparativamente, pocos desvíos. Se admite abiertamente que todo el mundo debe comer, caso que no se da con el instinto sexual. Y una vez complacido, aquel instinto no conduce a ningún mal. A lo sumo, algunas personas comen hasta producirse dispepsia, o úlceras en el estómago, o inflamaciones del hígado, y unas pocas cavan sus tumbas con los propios dientes -hay casos de dignatarios chinos entre mis contemporáneos que así lo hacen-, pero aun así no se avergüenzan de ello antes de sus bodas, pero ¿en qué otra parte del mundo se hace tal cosa? El tema de la comida goza la luz del sol del conocimiento, pero el sexual está todavía rodeado de cuentos de hadas, mitos y supersticiones. Hay luz de sol en torno al tema de la comida, pero muy poca en torno al tema del sexo.
Por otra parte, es una gran desventura que no tengamos molleja, ni buche, ni cuajo, como las aves. En ese caso, la sociedad humana quedaría alterada hasta ser irreconocible; a la verdad, tendríamos una raza de hombres enteramente distinta. Una raza humana dotada de gaznates o molleja, ya lo veríamos, tendría el carácter más pacífico, contento y dulce, como la oveja o el pollo. Podría crecernos un pico, lo cual alteraría nuestro sentido de la belleza, o tal vez nos bastaría con abandonar los incisivos y los caninos. Podrían.ser suficientes las semillas y las frutas, o acaso podríamos pastar en las verdes colinas, porque la Naturaleza es tan abundante… Como no tendríamos que luchar por nuestro sustento, ni clavar nuestros dientes en la carne del enemigo vencido, no seríamos las terribles criaturas belicosas que hoy somos.
Hay una relación más estrecha entre comida y temperamento -en términos de la Naturaleza- de lo que pensamos. Todos los animales herbívoros son pacíficos de carácter: la oveja, el caballo, la vaca, el elefante, la golondrina, etc.; todos los animales carnívoros son peleadores: el lobo, el león, el tigre, el halcón, etc. Si hubiéramos sido una raza herbívora, nuestro carácter habría sido más elefantino, por cierto. La Naturaleza no produce un temperamento pugnaz cuando no se necesita combatir. Los gallos pelean aún unos con otros, pero no pelean por la comida, sino por las hembras. Seguiría habiendo algo de lucha de esta suerte entre los machos en la sociedad humana, pero sería sumamente diferente de la lucha por comidas envasadas de exportación que vemos en la Europa del presente.
Nada sé de monos que coman monos, pero sí sé de hombres que comen hombres, porque todas las pruebas de la antropología señalan ciertamente a una práctica muy universal del canibalismo. Eso se debe a nuestra ascendencia carnívora. ¿Es de extrañar, pues, que todavía nos comamos uno al otro, en más de un sentido: individual, social e internacionalmente? Hay esto que decir en favor de los caníbales: que son sensatos en esta cuestión de matar. Admiten que matar es un mal indeseable pero inevitable, y proceden a sacar algo de ello, comiendo los deliciosos lomos, costillas e hígados de sus enemigos muertos. La diferencia entre los caníbales y los hombres civilizados parece ser que los caníbales matan a sus enemigos y los comen, en tanto que los hombres civilizados matan a sus enemigos y los entierran, ponen una cruz sobre sus cadáveres y ofrecen plegarias por sus almas. Así sumamos la estupidez al envenenamiento y al mal humor.
Comprendo que estamos en el camino a la perfección, lo cual significa que somos excusablemente imperfectos por ahora. Eso, creo, es lo que somos. Mientras no desarrollemos un temperamento de buche no podremos llamarnos verdaderamente civilizados. Veo a la vez animales herbívoros y carnívoros en la actual generación de hombres: los que tienen temperamento amable y los que no lo tienen. Los hombres herbívoros hacen su camino por la vida interesándose por sus cosas, en tanto que los hombres carnívoros se ganan la vida metiéndose en las cosas de los demás. Si abjuré de la política hace diez años, después de conocer su sabor durante cuatro meses, fue porque hice muy pronto el descubrimiento de que no era, por carácter, un animal carnívoro, aunque me gusta un buen bife a la plancha. La mitad del mundo pasa el tiempo haciendo cosas, y la mitad pasa el tiempo haciendo que los demás hagan cosas para ellos, o haciendo imposible que los demás hagan algo. La característica del carnívoro es cierto deleite agudo en el pugilismo, en los malos manejos políticos, en tirar de las cuerdas de los títeres, en las traiciones, en la hazaña de ser más astuto que el enemigo, todo ello con un interés genuino y una verdadera capacidad, para la cual, lo confieso, no tengo el menor aprecio. Pero todo es cuestión de instinto; los hombres que nacen con este instinto pugilístico parecen gozarlo y usarlo con placer, en tanto que la verdadera capacidad creadora, la capacidad para realizar sus tareas o conocer sus asuntos, parece sufrir por lo común una falta de desarrollo. ¡Cuántos profesores, buenos y tranquilos profesores herbívoros carecen totalmente de rapacidad y de capacidad para ir adelante en la competencia con los demás, y, sin embargo, cuánto los admiro! Por cierto que yo podría aventurar la opinión de que todos los artistas creadores del mundo son mucho mejores cuando se fijan en sus cosas que cuando se fijan en las de los demás, y son, por consiguiente, de la especie herbívora. La verdadera solución de la humanidad consiste en la multiplicación del homo sapiens herbívoro en mayor proporción que la variedad carnívora. Por el momento, sin embargo, los carnívoros deben ser todavía nuestros jefes. Así debe ser en un mundo que cree en los músculos fuertes.