Pensar era siempre peligroso en aquel entonces. Más aún, pensar era siempre aliarse con el diablo. Durante mi período de colegial-adolescente que, según es costumbre, fue mi período religioso, ya ocurría el conflicto entre un corazón que sentía la belleza de la vida cristiana y una cabeza que tendía a razonarlo todo. Curiosamente, no puedo recordar momentos de tormento o desesperación, como los que casi llevaron a Tolstoi al suicidio. En cada etapa me sentía un cristiano unificado, armonioso en mi creencia, pero un poco más liberal que en la etapa anterior, y aceptando menos algunas doctrinas cristianas. De todos modos, siempre podía volver al "Sermón de la Montaña". La poesía de un dicho como "Considerad los lirios del campo" era demasiado buena para no ser cierta. Esto, y la conciencia de la íntima vida cristiana, fue lo que me dio fuerzas.
Pero las doctrinas se alejaban terriblemente. Primero comenzaron a molestar las cosas superficiales. La "resurrección de la carne", desmentida mucho tiempo ha, cuando no se produjo la esperada segunda aparición de Cristo en el siglo I y cuando los Apóstoles no se levantaron de sus tumbas, estaba todavía en el Credo de los Apóstoles. Esto era una de esas cosas.
Después, enrolado en una clase teológica e iniciado en lo más sagrado de lo sagrado, supe que otro artículo del credo, el parto de la Virgen, estaba en duda, pues diferentes deanes de seminarios teológicos occidentales sostenían criterios distintos. Me enfureció que se exigiera a los creyentes chinos la categórica creencia en este artículo antes de ser bautizados, en tanto que los teólogos de la misma iglesia lo consideraban en duda. No me pareció sincero, y no me pareció bien.
Otros estudios sobre comentarios sin significado, como el paradero de la "puerta de agua" y otras minucias así, me relevaron completamente de la responsabilidad de tomar en serio esos estudios teológicos, y tuve malas clasificaciones. Mis profesores consideraron que yo no estaba hecho para el ministerio cristiano, y el obispo opinó que bien podría marcharme. No iban a desperdiciar en mí su instrucción. También esto me parece una bendición disfrazada. Dudo que si hubiera seguido adelante y hubiese vestido el ropaje clerical me habría sido tan fácil ser honesto conmigo mismo más tarde. Pero ese sentimiento de rebelión contra la discrepancia de creencias que se exigía al teólogo y al converso común, fue la sensación más cercana a la "revuelta" que tuve jamás.
Para entonces ya había llegado a la posición de que los teólogos cristianos eran los mayores enemigos de la religión cristiana. Jamás pude pasar por encima de dos grandes contradicciones. La primera era que los teólogos habían hecho que toda la estructura de la creencia cristiana dependiese de la existencia de una manzana. Si Adán no hubiera comido una manzana no habría pecado original, y si no hubiera pecado original no habría necesidad de redención. Esto me resultaba claro, cualquiera fuese el valor simbólico de la manzana. Pero me pareció absurdamente injusto con las enseñanzas de Cristo, que jamás dijo una palabra acerca del pecado original o la redención. De todos modos, por seguir estudios literarios, siento, como todos los occidentales modernos, que no tengo conciencia del pecado, y no creo en él, sencillamente. Todo lo que sé es que, si Dios me ama apenas la mitad de lo que me ama mi madre, no me enviará al Infierno. Este es un acto final 'de mi conciencia íntima, y por ninguna religión podría yo negar su verdad.
Aun más absurda me pareció otra proposición. Se trata del argumento de que cuando Adán y Eva comieron una manzana durante su luna de miel, se enfureció tanto Dios que condenó a su posteridad a sufrir de generación en generación por ese pequeño pecado, pero que cuando la misma posteridad mató al único Hijo del mismo Dios, Dios quedó tan encantado que a todos perdonó. Por mucho que me expliquen y me discutan, no puedo eludir esta sencilla falsedad. Esta fue la última de las cosas que me turbaron.
Pero aun después de recibirme, yo era un celoso cristiano y dirigía voluntariamente una escuela dominical en Tsing Hua, un colegio no cristiano en Pekín, con gran desmayo para muchos miembros de la facultad. La reunión de Navidad en la escuela dominical era una tortura para mí, porque impartía a los niños chinos el cuento de los ángeles que cantaban a medianoche para pregonar el acontecimiento, y yo no lo creía. Todo había desaparecido con el razonamiento y sólo quedaban el amor y el temor: una especie de pegadizo amor hacia un Dios omnisapiente, que me hacía sentir feliz y pacífico, y sospechar que no habría sido tan feliz y pacífico sin ese amor confortante; y el temor de entrar en un mundo de huérfanos.
Finalmente vino mi salvación.
– Es que -razoné con un colega- si no hubiera Dios, la gente no haría el bien y el mundo se trastornaría.
– ¿Por qué? -respondió mi colega confuciano-. Viviríamos una decente vida humana, sencillamente porque somos seres humanos decentes.
Este llamamiento a la dignidad de la vida humana cortó mi último lazo con el cristianismo, y desde ese momento he sido pagano.
Ahora todo me resulta muy claro. El mundo de la creencia pagana es una creencia más sencilla. Nada postula, y "no está obligado a postular nada. Parece hacer más inmediatamente atractiva la buena vida, porque apela a la buena vida por sí sola. Justifica mejor el bien, pues hace innecesario, para hacer el bien, justificarlo de algún modo. No alienta a los hombres, por ejemplo, a hacer un pequeño acto de caridad mediante una serie de postulados hipotéticos -pecado, redención, la cruz, hacerse un lugar en el cielo, obligación mutua entre los hombres a causa de la relación con un tercero en el cielo- que son innecesariamente complicados y ninguno puede ser demostrado con la prueba directa. Si se acepta la afirmación de que hacer el bien lleva en sí la justificación, no puede uno dejar de considerar que todos los cebos teológicos para la buena vida son redundantes y tienden a nublar el lustre de una verdad moral. El amor entre los hombres debería ser un hecho final, absoluto. Deberíamos poder mirarnos y amarnos, sin recordar a un tercero en el cielo. El cristianismo, me parece, hace que la moralidad se presente como cosa innecesariamente difícil y complicada, y el pecado como cosa tentadora, natural, y deseable. En cambio, el paganismo es lo único que parece capaz de rescatar a la religión de la teología y restaurarla en su hermosa sencillez de creencia y dignidad de sentimiento.
En verdad, me parece poder ver cuántas complicaciones teológicas surgieron en los siglos I, II y III, y convirtieron las simples verdades del Sermón en la Montaña en una estructura rígida, total, para sostener a un conjunto de sacerdotes como si fuera una institución becada. La razón está contenida en la palabra revelación: la revelación de un misterio especial o un plan divino, hecha a un profeta y mantenida por una sucesión apostólica, que se consideró necesaria en todas las religiones, desde el mahometanismo y el mormonismo hasta el lamaísmo del Buda Viviente, y la ciencia cristiana de Mrs. Eddy, a fin de que cada uno de ellos manejara exclusivamente un monopolio especial y patentado de la salvación. Todos los sacerdotes viven de la comida común de la revelación. Las sencillas verdades de las enseñanzas de Cristo en la Montaña deben ser adornadas, y el lirio que tanto le maravilló debe ser dorado. Por eso tenemos el "primer Adán" y el "segundo Adán", y así todo lo demás.
Pero la lógica paulina, que parecía tan convincente e incontrovertible en los primeros días de la era cristiana, parece débil e inconvincente a la moderna conciencia crítica, que es más sutil; y en esta discrepancia entre la rigurosa lógica deductiva asiática y la más flexible, más sutil apreciación de la verdad del hombre moderno, reside la debilidad del atractivo de la revelación cristiana, o cualquier revelación, para el hombre moderno. Por lo tanto, sólo con un retorno al paganismo y la renuncia a la revelación puede uno volver al cristianismo primitivo (para mí más satisfactorio).