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– Oh, sí.

– No me cabe la menor duda, Irma: desde luego que el mundo es así. Sí que lo es, si aceptamos que está lleno de personas que, al igual que tú, suelen comportarse como fieras -concluyó Vili lentamente.

Cuando el dinosaurio se extinguió, la cucaracha ya estaba allí. Parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde entonces y el inmundo parásito aún siguiera aquí, impasible, estático y repugnante testigo de la brumosa historia de la Tierra. ¿Nos vería desaparecer también a nosotros, los humanos, como ocurriera en su día con los grandes saurios? Irma no lo dudaba ni por un momento. Contempló con asco el oscuro ejemplar de cucaracha madrileña. Coleaba nerviosa por el suelo de la cocina, sorprendida entre las migas caídas de algún emparedado de marisco que Andros, su novio griego, se habría preparado con precipitación para merendar.

– Tú, por lo menos, no lo verás -dijo, sonriendo con crueldad hacia el desconcertado insecto-. No verás el fin de la especie humana. Ni siquiera el mío.

Cuando la aplastó con su bota de cuero sevillano (tacones de diez centímetros) oyó una especie de lamento apagado -aunque es posible que sólo fueran imaginaciones suyas-, seguido de un débil «crachs». Quedó un rastro húmedo pegado al pavimento, algo así como una papilla entre negruzca y azafranada, igual que si se tratase de los restos de un pequeño membrillo sollozante pisoteado con violencia en plena maduración.

Lo limpió todo con unas servilletas de papel que después arrojó a la basura. Se lavó las manos con cuidado. No le gustaba matar, ni siquiera a las moscas. La muerte le parecía a Irma algo demasiado subrepticio para la dignidad humana. Pero no podía soportar a las cucarachas. Y entre la muerte y una cucaracha elegía siempre la muerte, sobre todo porque se trataba de la muerte de un insecto y ella tenía la sensación de que el acto de la muerte era, en tal caso, algo diminuto, sin la más mínima importancia.

No obstante, no siempre estaba segura de eso. No, no siempre.

¿Era comparable la muerte de un bicho y la de una persona? Podría apostar a que la muerte de un gusano, por ejemplo, carecía de… trascendencia, digámoslo así, al lado de la de un niño.

Sin embargo, a veces…

Irma no sabía si era posible equiparar la muerte animal con la muerte humana, o si debía hacerse a la inversa. Por un lado se corría el riesgo de santificar la vida hasta lo ridículo, y por la otra de profanarla de la manera más abyecta e impúdica posible.

No, no, no. No había lugar a dudas: entre un irrisorio hecho luctuoso -la defunción de un insecto-, y tener que soportar al insecto, prefería usar sus tacones sobre el espinazo del sujeto en cuestión y olvidarse de pamplinas animistas. Lo mismo que no dudaba si tenía que elegir entre Shakespeare y Walt Disney.

Prefería al último normalmente, claro. Aunque, a veces…

Ah, qué terriblemente variadas son las exigencias de nuestra ignorancia. Tal vez Irma hubiera podido compartir su cocina con una cucaracha. Tal vez la cucaracha hubiese sido una buena compañía después de todo, quién sabe. Por lo menos está claro que las cucarachas saben cuidar de sí mismas desde su más tierna edad, al contrario que un hijo.

Y ya que el tema salía a relucir, a Irma le hubiera gustado tener un hijo. Todavía le gustaría tenerlo. A pesar de que, bien mirado, estaba hasta el gorro de los niños que se veía obligada a cuidar diariamente en la guardería donde trabajaba de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Pero un hijo propio, estaba segura, sería distinto. Pequeño, desvalido, precioso. Todo suyo.

Pensar en la muerte y los hijos le hizo rememorar a su propia madre. Desde hacía un par de semanas hasta aquella noche mientras discutía con Vili, no se había acordado de ella. Se sirvió una copa de agua mineral, que enfrió con unos hielos hechos con agua del grifo, y le añadió un limón exprimido.

Fue al salón, se quitó las botas y se tumbó en el sofá sin encender las luces siquiera. Se sintió bien en la penumbra de la habitación únicamente interrumpida por el resplandor blancuzco de los rayos, que zigzagueaban sobre los tejados de los edificios, cada vez más desanimados y pálidos, a medida que se alejaba la tormenta.

Su madre había influido mucho en la vida de Irma. Sí, una madre siempre es importante en la biografía de cualquiera, incluso cuando es una madre ausente, porque está muerta o simplemente porque abandonó a su progenie. Pero a Irma le parecía que la suya había sido especial, incluso un caso clínico.

Se encogió sobre el sofá y trató de evocar su cara ceñuda, agresiva, de miradas rápidas y severas. Ella, su mamá, había cogido su infancia y la había descarnado hasta los huesos. Irma todavía se sentía magullada.

Cuando era pequeña y rezaba en silencio nunca decía, como el resto de los niños, «Señor, ten piedad», sino que solía concentrarse y pedir temblorosamente: «Madre, ten piedad». Pero la piedad no era la principal virtud de su madre. Es cierto que nunca la castigó con golpes, o encerrándola en una habitación tenebrosa, ni con ningún otro tipo de anticuados correctivos sádico-pedagógicos.

No era esa clase de persona, menos mal.

No: era peor, sonrió Irma en la nebulosidad de la noche que anegaba su casa.

El primer recuerdo que tenía de su madre era una impresión vieja, tan desgastada como un jersey después de incontables lavados con detergente barato, lleno de oscuridad y adornado de palabras que se habían encaramado a su memoria al estilo de una parra que trepa desordenadamente por la indefensa pared de la consciencia. Era el de una mujer seria que agarraba con fuerza un cazo de hierro repleto de judías verdes mientras se acercaba peligrosamente a la niña que Irma había sido, que permanecía a su vez muy quieta, sentada en una silla de la cocina. A aquella niña le gustaba jugar al fútbol, aunque todos dijeran que era un deporte de chicos y ella un chicazo por practicarlo, y aquella tarde, durante uno de sus partidos improvisados en medio de la calle, había resbalado, se había caído y se había despellejado la rodilla derecha.

«Te podías haber roto la pierna, ¿me oyes?, ¿sabes las complicaciones que trae una pierna rota? ¡No tienes ni idea!, ¡te podías haber quedado coja para siempre! -le dijo su madre mientras movía el cazo arriba y abajo delante de sus ojos espantados-, preferiría enterrarte antes que verte con una pierna rota» -concluyó la mujer, y por fin dejó el cazo de nuevo sobre el fuego de la cocina.

Irma había sido una niña delicada y sensitiva, a pesar de su afición al fútbol, y tampoco le hizo ningún bien oír a su madre cuando, a los trece años, tuvo su primera regla y la mujer le explicó escuetamente lo que significaba aquel malestar ensangrentado entre sus piernas: «Preferiría verte muerta antes que embarazada», fue su resumen del doloroso y crucial acontecimiento femenino. Mientras la escuchaba, Irma se mordía las uñas y pensaba que el flujo que le había estropeado las braguitas nuevas era rojo y terrible, casi tanto como los ojos de su mamá.

En fin, podía ser que el hecho de que Irma aún no tuviera hijos, a pesar de haber estado casada durante tres años, se debiera a que su madre aún estaba viva.

La señora era, y seguiría siendo mientras viviese, triste y dramática igual que una catástrofe natural. Producía en su hija el efecto de un terremoto en la India, o que la visión inesperada en la televisión de un feto muerto arrojado a la basura dentro de una bolsa de El Corte Inglés que aún conservaba el ticket de la última compra. Su madre era monocromática como la visión de un ciego. Era un pájaro que nunca había sido capaz de volar. Lo único que había aportado al mundo era su cara avinagrada, por no hablar de esa aterradora extravagancia de elegir la muerte de los demás antes que cualquier acontecimiento que implicase algo de cambio, de contrariedad, de alegría o de simple vida en la vida.

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