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Tomás tenía trece años cumplidos cuando hizo un descubrimiento: a una auténtica aflicción suele seguirle una auténtica alegría, y entonces uno olvida cómo era el mundo cuando esa alegría no existía.

La escarcha cubre las flores de los coronados. Un herrerillo levanta el vuelo desde una ramita, en cuyo extremo se insertan unas bolitas blancas, y la deja oscilando. Frente a la ventana de la habitación que antes ocupaba la abuela Dilbin, Tomás está sentado debajo de un peral y aspira el perfume de las peras marrones, arrugadas, caídas a tierra: olor a jardín que se marchita. Miró las contraventanas. No, era todavía demasiado pronto. Aún debe estar dormida. ¿Y si ya estuviera despierta? Se acercó a la contraventana y levantó con precaución la falleba, pero en seguida retiró la mano.

Su nueva inquietud: ¿acaso la merecía realmente, pese a todo lo que se ocultaba en él? Si entre ellos había una cesta de frutas, elegía la peor para que ella no la cogiera. Cuando ponía la mesa, vigilaba que a ella no le tocaran platos desportillados (casi todos lo estaban); colocaba el tenedor y se detenía a pensar, pues le parecía que el suyo era demasiado bueno y a ella le habían dado uno más usado, y lo cambiaba rápidamente. Despertarla, sí, ¡cuánto le habría gustado hacerlo!, pero sería egoísmo de su parte.

El eco traía desde detrás del estanque el ruido irregular de la trilladora. Dio la vuelta a la casa, subió corriendo la escalera que conducía al porche, en el que secaban semillas de capuchina, y tropezó con Antonina en la cocina. Las tablas del pasillo se habían gastado por tantos años de uso continuo. Echó una ojeada en el «vestuario». Podría, por ejemplo, pesar aquel hato de lana e ir después a escuchar a su puerta. Descolgó de la pared la pesa, enganchó las cuatro puntas del hato en el gancho y corrió la barra de latón. Por un instante, consiguió distraerse, pero de pronto lo dejó todo. Acercó la oreja a la puerta. No podía aguantar más; apoyó la mano en el pomo de la puerta, suavemente, sin hacer el menor ruido, sólo para poder echar una ojeada por la rendija. Pero el gozne rechinó y, desde adentro, se oyó su voz: «¡Tomás!».

Aquella vez, a la vuelta de la cacería, había caído enfermo. Ya por el camino, sintió escalofríos. Al llegar a casa se desnudó, castañeteando los dientes, y se introdujo entre las frías sábanas. La abuela Misia le dio frambuesas secas para que sudara. Ya llevaba dentro la enfermedad, y seguramente la engañosa exaltación en la que había caído por la mañana anunciaba ya la fiebre; ¿o es que ya entonces necesitaba ponerse enfermo? Tocando con la barbilla sus rodillas dobladas, sentía un único deseo: esconderse en lo más hondo posible de su madriguera y sentir sobre sí el peso de la colcha y de la pelliza. Aquello había ocurrido hacía unas semanas, pero parecía muy remoto. Ahora, ella trenzaba su pelo castaño, desparramado en la almohada, cuando Tomás se acercó a ella en la penumbra; estaba sentada ante el espejo, con la cabeza ladeada. Pero, antes, Tomás había rozado su mejilla con los labios y se había sentado en la cama, en el mismo borde, en el madero duro que sobresale del colchón. Una aguja en la mesilla de noche, o cualquier otro objeto que no podía distinguirse bien, brillaba misteriosamente. Cuando abrieron las contraventanas, Tomás la contempló por la espalda y vio sus ojos en el espejo: eran un poco oblicuos, grises, o quizás con un destello que impedía adivinar su color exacto. Sus cejas espesas cedían cuando se reía, de modo que los ojos quedaban ocultos tras las rendijas que se formaban entre ellas y las mejillas.

Relacionados con su madre, Tomás conocía tan sólo dos hechos que le habían contado de su primera infancia, y en los que pensaba con frecuencia; tanto, que le parecía incluso recordar algunos detalles, aunque eso era imposible dada su temprana edad.

«La bañera» sobre el Issa es un pequeño espacio abierto entre los árboles de la orilla, siempre a la sombra, al que se llega campo a través. Su madre lo había dejado en el sendero y ya estaba en el agua cuando vio, galopando hacia ellos por los rastrojos, un perro con la lengua fuera y el rabo entre las piernas (en la región, había habido varios casos de rabia). Saltó fuera del agua, cogió a Tomás, y subió corriendo la cuesta desnuda, en dirección al parque. Tomás no sabía de dónde había salido aquella toalla que ella había recogido al vuelo al último momento y que flameaba detrás de ella, ni cómo sentía la angustia que la invadía, el aliento que faltaba en sus labios y los latidos apresurados de su corazón. Recordaba también al perro: rojizo, con los costados hundidos; sentía su jadeo a sus espaldas. Quizás todo proviniera de un sueño, pues esa clase de sueños, en los que salía huyendo, le atormentaba a menudo. Paralizado, a la merced de su velocidad, se moría de miedo de que ella no pudiera seguir, de que se cayera. «Ella» no era, por lo demás, más que un signo, incluso distinto a su retrato, así como a la persona real que ahora podía tocar cada día. En sus charlas con ella, volvía obstinadamente a aquel episodio y, cuando terminaba de contárselo todo, preguntaba: «¿Y la toalla? Había también una toalla». «¿Pero a qué toalla te refieres?», contestaba ella.

Del segundo incidente nunca habló con ella. Tenía entonces un año y medio y enfermó de difteria. Estaba agonizando, y su madre, según Antonina le había descrito con todo detalle, golpeaba la cabeza contra la pared y se arrastraba de rodillas, gritando e implorando misericordia. Levantó las manos y juró que, si Tomás se salvaba, iría a pie en peregrinación a la Virgen Milagrosa de Ostra-brama, en Vilna. Y, al instante, Tomás empezó a mejorar. Los mayores, cuando él les hablaba de aquella promesa, se escabullían: «Ya sabes, en los tiempos que corren, con la guerra y tanto desorden, es imposible». De modo que Tomás tuvo que aceptar el hecho de que su madre no había hecho el peregrinaje. Ahora, aquello se relacionaba con las conversaciones que mantenían ella, Helena y Misia, generalmente en su habitación. Su madre sabía contar de un modo muy emocionante sus viajes durante la guerra, en las proximidades del frente y su paso por la frontera, atravesando bosques salvajes, de noche, y sola con un contrabandista. Éste le indicó el sendero que había que seguir, pero era una noche tan oscura que se equivocó de camino; tenía miedo de seguir y caer en manos de los guardias, de modo que se escondió en la espesura del bosque y aguardó a que amaneciera. Helena intercalaba a veces, con admiración: «¿Qué dices, Tecla, de veras?». Pero, si se quedaba a solas con Misia, decía con aire condescendiente: «Por supuesto, ya conoces a Tecla…», lo cual quería decir que Tecla no era una persona seria y que era un poco inconsciente: aventuras extraordinarias, sí, pero sin nunca un céntimo en el bolsillo. Misia, desde su estufa, disfrutaba incitando a Helena a que siguiera desgranando sus acarameladas quejas, y ésta no se daba cuenta, la muy tonta, de que la abuela le tomaba el pelo. Pero a Tomás las observaciones de su tía le herían profundamente, quizás porque aún quedaba la sombra de aquella promesa incumplida. ¿Quién sabe si su madre era realmente una persona ligera? De algún lugar, en lo más hondo de su ser, emergía aún cierto rencor contra ella por haberle dejado tanto tiempo solo. Cuando, cierto día, se sorprendió a sí mismo pensando así, reconoció inmediatamente su grave error. Buscó un castigo y se infligió el más severo: se prohibió ir a su habitación a darle los buenos días, durante tres mañanas consecutivas; el más severo, en efecto, porque ella podría pensar que él no le hacía caso y prefería dedicarse a otra cosa. Si alguna vez sentía la tentación de juzgarla, cerraba los ojos y trataba de imaginar lo hermosa y valiente que era.

Las hojas habían enrojecido, el Issa corría humeante entre ácoros oxidados. A veces, enganchaban el caballo e iban por las aldeas a visitar a los amigos de su madre, de cuando era soltera: jarras de cerveza en la mesa, pipas humeantes, vasos que brindaban, y niños y perros y arcas verdes con sus flores pintadas de colores; en los vestíbulos de las casas, olía a queso, suero y manzanas; las gallinas aleteaban ruidosamente, encaramadas en sus perchas; la pereza se instalaba en las casas de pueblo, en aquella época del año, en que las tareas del campo ya habían terminado y las alquerías se replegaban sobre sí mismas, en el rectángulo del corral. El barro en las carreteras silbaba suavemente en los rayos de las ruedas. Se encendían las estufas y, al anochecer, era agradable contemplar el fuego y no pensar en nada. Se deseaba que aquella cálida luz rosada perdurase, pero las brasas se apagaban lentamente, ya nada era lo mismo; se hizo de noche, y daba pereza moverse.

Había que recortar con frecuencia la mecha del quinqué, cuya pantalla era blanca de un lado y verde del otro, para que no manchara de negro el cristal. Tomás hacía sus deberes. Ella dejó a un lado las agujas de hacer punto y humedeció con la lengua el lápiz para corregirle una palabra. Acercó su silla a la de Tomás hasta que sus hombros se tocaron. Los dos, allí sentados, quedaron iluminados por el círculo de luz de la lámpara. Afuera, en el vergel, ululaban las lechuzas.

A pesar de todo, no es fácil deshacerse del pasado. Cierta vez, ella le preguntó qué querría ser de mayor. Se puso colorado y bajó la cabeza.

– Yo… seguramente sacerdote.

Lo observó, divertida.

– ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué precisamente sacerdote?

– Porque yo… porque yo…

Se tragaba las lágrimas, pero no pudo retenerlas. No pudo articular: «Porque fallé con el gamo, y porque estaba disgustado porque no cumpliste tu promesa», lo cual tampoco habría sido toda la verdad.

– Porque… porque soy malo.

Un sacerdote, por el hecho de llevar sotana, tiene derecho a ser distinto de los demás hombres. Lo que se les exige a éstos, a él no le concernía. Es lo que trataba de explicar.

Por la expresión de la cara de su madre, le pareció que tenía que insistir:

– Sí, así es.

– ¡Pero si no sabes ni cómo eres!

Se volvió y dijo entre dientes:

– No quiero estar solo.

– No, nunca más.

La puerta no podía abrirse así más que una vez: por encima del jersey gris de cuello alto, el rostro desconocido deslumbró, llamó, esperó, atrajo; él, tenso, no comprendía y, de pronto, con un grito, un salto, sus brazos le rodearon: era ella. «No, nunca más.»

Su sueño era tranquilo. Ella lo cubrió con el edredón, y su beso le acompañó suavemente en la espesa profundidad de la noche. Sus pasos se alejaron. Hundiendo la nariz en la almohada, Tomás se preguntó qué podría ofrecerle. ¿El cuaderno de los pájaros? No, aquello era otra cosa. «Pero la quiero.»

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