En el cielo, por encima de la tierra sobre la que todo ser viviente perecerá, avanza Saulé (el Sol), con su resplandeciente vestido. Los pueblos que ven en ella rasgos masculinos suscitan el asombro. Su ancho rostro es el de la madre del mundo. Su tiempo no es nuestro tiempo. De ella tan sólo conocemos lo que es capaz de captar la mente sometida al miedo de la propia soledad. Ahí está, en la inmutabilidad de sus apariciones y desapariciones: pero Saulé posee, ella también, su propia historia. Como cuenta la vieja canción, hace mucho, mucho tiempo, cuando se produjo la primera primavera (antes, seguramente no existió más que el caos), tomó por marido a la Luna. Se levantó temprano y se encontró con que el marido había desaparecido. Anduvo solitario y fue entonces cuando se enamoró de la Aurora. Viendo esto, Perkunas, el dios de los rayos, se encolerizó y con su espada partió en dos a la Luna.
Es posible que el castigo fuera justo, porque la Au rora es hija del Sol. La ira de Perkunas, que se volvió contra ella más tarde, puede explicarse por el hecho de que quizás no rechazara con suficiente firmeza las atenciones de su padrastro. Los cantos, compuestos por aquellos que han perpetuado el recuerdo de estos hechos tan lejanos, no explican los motivos. Únicamente puede afirmarse que, cuando la Aurora celebraba su boda, Perkunas entró por la gran puerta y partió en mil pedazos un roble verde. La sangre manó del roble y salpicó su vestido y su corona virginal. La hija del Sol lloraba y preguntaba a su madre: «¿Dónde, querida madre, podré lavar mi vestido, dónde podré limpiar esta sangre?». «Vé, hija mía, vé hasta el lago en el que caen nueve ríos.» «¿Dónde he de secar mi vestido?», preguntaba la Aurora. «Oh hija mía, en el jardín donde florecen nueve rosas.» Y, por fin, la última temerosa pregunta: «¿Cuándo será la boda en la que me pondré el vestido blanco?». «Hija, el día en el que lucirán nueve soles.»
¡Sabemos tan poco acerca de las costumbres y los problemas de los seres que se mueven por encima de nosotros! El día de la boda aún no ha llegado, a pesar de que cada milenio que transcurre no dura necesariamente más que un instante. Ciertas vagas noticias nos fueron transmitidas por la muchacha que perdió una oveja. Esto ocurrió en una época en que los mortales se comunicaban más fácilmente con los dioses del cielo: «Fui a ver la Aurora», canta la niña, «y ésta me contestó: "Muy de mañana, debo atizarle el fuego al Sol" (de ello se desprende que la Aurora no se ha casado y vive en casa de su madre). Fui a ver la Estrella de la noche» -sigue hablándonos la niña de sus infructuosas gestiones- «y ésta me dijo: "Por la noche he de ir a prepararle la cama al Sol"». La Luna también le negó su ayuda: «Me han partido con una espada, mira, tengo la cara triste». (Por fin, fue el Sol el que le indicó que la ovejita se había extraviado en algún lugar muy lejano, en tierras polares, quizás al norte de Finlandia.)
¿Era el padre Monkiewicz un planeta? Lo era sin duda para la mariposa que revoloteaba en el parterre lleno de capuchinas y reseda. La calva del cura relucía al sol, ¿quién sabe qué clase de embriaguez le producía a la mariposa la visión de aquella cima lisa que se reflejaba en sus múltiples ojos? Apenas unos días de vida, pero era imposible afirmar con certeza si aquella existencia efímera no se sentía plenamente recompensada por un éxtasis de formas y colores, inaccesibles para nosotros.
El padre Monkiewicz: una superficie debajo de la cual trabajan máquinas planetarias, la circulación de la sangre y la vibración de miles de nervios. Evidentemente, para según quienes, el padre Monkiewicz no tenía más importancia que una hormiga, y se reirían si vieran sus calzoncillos y lo que, en otros tiempos, había sido una bata (en casa procuraba no gastar la sotana). Se balanceaba al andar, leyendo el breviario, pero igual podría estar moviendo una guadaña, si su madre no hubiera decidido que al menos uno de sus hijos escaparía a la suerte del campesino. Las circunstancias, más fuertes que su querer o no-querer, habían hecho de él un fiel servidor de la Iglesia. Cumplía diariamente con su obligación que consistía en exhortar a las personas a que se valoraran a sí mismas más que a una montaña, a un planeta, o al universo entero. Los recién nacidos, concebidos con placer, babeaban y aullaban cuando él les daba la sal que simboliza las amarguras que les esperan en la vida; de los productos de la Naturaleza, él creaba moradas para el Espíritu Santo y, con el agua del bautismo, les imprimía el sello del Verbo. A partir de ese instante, arrancados al orden de la inmutabilidad, tenían el derecho a descubrir la oposición que existe entre ellos y la Naturaleza. Y, más tarde, cuando esa residencia corpórea se desmoronaba, y se detenían los movimientos del corazón, el padre Monkiewicz (u otro que poseyera el mismo poder) los purificaba de todo pecado, trazando cruces con el óleo sobre los miembros que al polvo volverán: en aquel instante, se rompía el contrato entre la materia y el soplo.
Sin embargo, el padre Monkiewicz no empleaba todo su tiempo en pensar en esas obligaciones. Ahora, por ejemplo, había ahuyentado una mariposa en la hierba, para ver cómo volaba; observaba una abeja, cuyas alas vibraban en el cáliz de un lirio blanco y, presionando con el dedo un papel, exclamó: «¡Miserables!». Se refería al último bautismo. Le habían pagado demasiado poco. Se defendían alegando que no tenían dinero, pero habrían podido dar un poco más. Estaba furioso consigo mismo por haberse dejado ablandar y haber rebajado la tarifa habitual.
Tomás se quitó la gorra mientras abría la portezuela del jardín. Se acercó al cura, consciente de la importancia de su misión. Las palabras que pronunció sonaron profunda y trágicamente, como correspondía.
– La abuela Dilbin, padre, está muy débil. Ha venido a verla el doctor, y dice que no sobrevivirá.
– ¡Ah! -exclamó el sacerdote, para expresar su preocupación-. Bueno, bueno, ya voy, en seguida estaré.
Y se dirigió hacia la escalera a pasos menudos.
– He traído la carreta. El caballo está atado allá abajo.
– Muy bien. Espérame aquí.
Parecía correcto mandarle la carreta, aunque estuvieran a dos pasos. La expresión del rostro de la abuela Misia, que hablaba entre susurros, sus conciliábulos con el abuelo y Helena y el cambio radical en su comportamiento ante la proximidad de Aquello llenaron a Tomás de orgullo por participar, él también, en lo que de más serio puede ocurrir. Puesto que todos estaban muy ocupados -era la época de la siega del centeno-, le encargaron a él ir a buscar al cura. En principio, sabía enganchar un caballo, pero siempre se le enredaban las correas, por lo que el abuelo le ayudó. Para ir a la parroquia pasando por la Muralla Sueca no hay carretera; hay que pasar por abajo, junto a la cruz, tirando las riendas con todas las fuerzas, apoyando los pies contra la parte delantera de la carreta y bajar así, despacito, tanto más cuanto que, al llegar abajo, en seguida hay una curva. No se pueden aflojar las riendas hasta después de la cruz, en parte porque no hay otra manera de retener al caballo y en parte por seguir el reglamento que lo permite.
La abuela Dilbin, que yacía inmóvil en la penumbra, como disminuida, obligaba a Tomás a andar de puntillas; en cuanto a sus sentimientos, el hecho de desempeñar un papel en el drama -y un papel de protagonista: de nieto y de hombre de la casa, exento ya del consabido «¿qué sabrás tú de eso?»- le absorbía totalmente. Se imaginaba el tintineo de la campanita, los rostros que asomaban por detrás de los cercados, las cabezas devotamente inclinadas y a él mismo montado en el pescante.
Hasta aquel momento, todo estaba ocurriendo tal como se lo había imaginado. El párroco mandó llamar a un niño a la casa más cercana, quien se encaramó a la banqueta delantera, junto a Tomás, y se puso a tocar la campanita. Conduciendo con precaución (pensaba en su responsabilidad), echaba de soslayo miradas a los lados, para ver si los miraban. Desgraciadamente, las casas estaban vacías en su mayoría, todos habían ido al campo; sólo de vez en cuando aparecía, en algún corral, una viejita, o un abuelo, quienes se persignaban y, con los codos apoyados en la cancela, acompañaban con la mirada a aquel quien para ellos era -¿dentro de un mes, o un año?- el pasajero más importante.
El sol de la tarde calentaba a placer, y, en la calva del párroco, aparecieron unas gotitas de sudor. En realidad, ni el sol, ni la luna, ni la aurora pueden igualar al padre Monkiewicz. Él es un Hombre y, por si a alguien no le pareciera suficiente, lo que sostiene en sus manos hará inclinar el platillo de la balanza: las estrellas y los planetas no pesarán más que la arena del camino. Su camisa de tela de algodón grueso, con manchas húmedas en las axilas, despedía un olor animal, pero gracias a él se cumplirá la promesa: «Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta en cuerpo espiritual».