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La marcha de Tomás y de su madre quedó aplazada hasta junio. Ella hizo colocar en el carro unos arcos de avellano sobre los que tendió un toldo, como en los carros de los gitanos. Cien kilómetros les separaban de la frontera, y, al otro lado, les esperaban cuarenta más, de modo que, en caso de lluvia, les sería útil y, además, les serviría para poder dormir durante el viaje. Preparó también muchas provisiones: quesos secos con comino, salchichas y jamones ahumados, casi negros, tal como le gustaban al padre de Tomás.

La noche anterior, el abuelo hizo entrar a Tomás en su habitación, cerró la puerta y carraspeó. Luego, empezó a decir que, en las ciudades, había mucha gente corrompida y que debía evitar el caer en malas compañías; pero en seguida volvió a resoplar, tj, tj, y pareció de pronto avergonzarse de algo cuando Tomás le preguntó cómo de distinguían las malas de las buenas compañías. «Pues, verás, el vodka, las cartas…» Lo atrajo hacia sí, y Tomás se sintió embargado de una violenta emoción mientras besaba sus mejillas que picaban, hasta que, de pronto, el abuelo lo apartó y rebuscó un pañuelo en sus bolsillos.

Aquella mañana, Tomás desayunó pronto, quemándose los labios con el té y se levantó de la mesa sin terminar de bebérselo. Frente a la ventana, veía el blanco toldo del carro. Todo estaba cargado y se oían las últimas conversaciones rápidas, de modo que corrió hacia la terraza, y más lejos aún, por el césped inclinado, más allá de las peonías en flor. Entre los árboles del parque, se vislumbraba parte del valle, envuelto en la niebla matinal; por encima del verdor cubierto de rocío, el día aparecía entre tonos rosados y cantaban los pájaros. Quería poder recordarlo. «Te olvidarás de nosotros, ay, te olvidarás», decía Antonina, cuando se reunieron todos en las escaleras, y le cogió con tristeza la cara con las dos manos. Las mejillas de la abuela Misia olían a reinetas húmedas. Lucas lloriqueaba, le besuqueaba, le aplastaba contra su pecho. Bendiciones y cruces trazadas en el aire. «Vamos, Tomás», dijo su madre, seriamente. Se persignaron. Apretaba entre las manos el cuero duro de las riendas. En separaciones como aquéllas, debe haber alguien que corte en seco las despedidas, y si lo hace de improviso, mejor. Tomás hizo restallar el látigo, las ruedas chirriaron, oyeron gritos y, mirando hacia atrás, más allá del toldo, en la abertura cada vez más pequeña del túnel verde de la alameda, vio pañuelos agitándose en el aire y manos levantadas.

Las riendas se tensaron: bajaban con precaución el camino lavado por las lluvias. El Cristo, cariacontecido, apareció un instante entre las hojas espesas. Por detrás, el muro blanco del henil. Tomás puso los caballos al trote, y así pasaron junto a los robles del cementerio, bajo los que quedaban para siempre Magdalena, la abuela y Baltazar. Ginie desapareció detrás de una curva; ante ellos, lo desconocido.

Más tarde, mientras los caballos subían pesadamente por la empinada cuesta, el Issa brilló por última vez, serpenteando por los prados. El río familiar, su agua dulce al recuerdo. Los músculos de los caballos se estremecían bajo su piel, mientras subían la colina. Una vez en el llano, Tomás hizo restallar el látigo y los amenazó: «¡Eh, tú, Birnik, cuidado con lo que haces!».

Los caballos, que atravesarían la frontera y se encontrarían lejos de los lugares donde habían nacido, se llamaban Smilga y Birnik, nombres que conservarían el recuerdo de los dueños a los que habían pertenecido. Smilga tenía fama de honrado y trabajador, se esforzaba al máximo para tirar del carro y, por eso, nunca engordó. Birnik, en cambio, insensible a los golpes, redondo como un pepino, tan sólo hacía ver que tiraba, dejando todo el esfuerzo a su compañero. En cambio, en las cuestas, se entregaba con todas sus fuerzas; el obstáculo ofendía su pereza y se esforzaba por vencerlo.

La madre llevaba un pañuelo estampado con flores multicolores. Debajo de ellos, el heno se hundía ya, aunque el viaje acabara de empezar. Se oía tintinear el cubo para abrevar los caballos, pese a que estuviera fuertemente atado. La volea del vehículo no está en el estado que debiera. Avanzaban por calveros, donde los caballos agitaban la cola para ahuyentar los avispones, en dirección de los grandes lagos, por la misma carretera que una vez había recorrido Magdalena, encerrada en su ataúd. Se detuvieron debajo de un roble para comer, después de extender un mantel en la hierba. Hacia el atardecer, se abriría ante ellos otro paisaje, en el que, tan lejos como abarcaba la vista, habría más agua que tierra, lagos y más lagos, penínsulas que no se distinguen de los istmos que separan unas de otros, y archipiélagos de verdes islas. Luego, bajarían por las colinas, entre enormes piedras verticales que parecen animales petrificados. En los prados, estaban precisamente segando el heno, y una hilera de menudas figuras humanas oscilaban al mismo ritmo. Pasaron la noche en una aldea pesquera; silencio, barquitas que huelen a brea, el sonido de los caballos tascando la avena.

No queda más que desearte buena suerte, Tomás. Tu futuro será siempre una incógnita, nadie podrá adivinar lo que hará de ti el mundo hacia el que te diriges. Los demonios del Issa te han trabajado tanto como han podido, lo demás ya no depende de ellos. Ahora, ¡cuidado con Birnik! Está a punto de dormirse, indiferente a todo, sin saber que, gracias a ti, un día alguien escribirá su nombre. Levantas el látigo, y la narración toca a su fin.

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El Valle del Issa - pic_2.jpg
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