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Cuando iba a la biblioteca se ponía la pelliza, porque allí no había calefacción y se le quedaban las manos amoratadas cuando rebuscaba entre los viejos pergaminos con la esperanza de encontrar algo sobre animales o plantas. Acostumbraba a llevarse unos cuantos tomos y corría a sentarse en algún lugar caliente para hojearlos. Uno de esos libros tenía el título escrito en letras retorcidas como serpientes y, con dificultad, pudo deletrear: De la Sociedad que usa la espada, pero no pudo seguir, de modo que fue a ver al abuelo para que le dijera de qué trataba el libro. El abuelo se colocó las gafas y empezó a leer despacio aquel texto escrito en polaco antiguo: «Profesión de Fe de la Hermandad de Nuestro Señor Jesucristo / en Lituania /, recogida y resumida conforme las Sagradas Escrituras, ítem, defensa de esta comunidad contra todos sus enemigos, escrita por Simón Budne. Y también, clara demostración, según las Sagradas Escrituras, de que un cristiano puede tener como siervos a hombres libres y no libres, mientras haga uso de ellos en el temor de Dios. Año del nacimiento del Señor 1583».

Golpeó con la funda de piel de las gafas la cubierta polvorienta del libro y fue pasando las hojas. Al final, carraspeó.

– No es un libro católico. Ves, hace muchos, muchos años, vivió aquí Jerónimo Surkont. Seguramente este libro era suyo. Él era calvinista.

Tomás sabía que eso de «calvinista» servía para designar a alguien muy malo y que era incluso un insulto. Pero esa gente sin Dios, que no iba a la iglesia, sino a kirches, pertenecía al mundo lejano de las ciudades, los ferrocarriles y las máquinas. ¿Cómo, aquí, en Ginie…? Apreció el honor de haber sido admitido a compartir semejante secreto.

– ¿Era un hereje?

Los dedos del abuelo guardaron las gafas en la funda. Miraba la nieve detrás de la ventana.

– Hum, sí, sí, un hereje.

– ¿Y ese Jerónimo Surkont vivía aquí?

Parecía como si el abuelo despertara de un sueño.

– ¿Si vivía aquí? Seguramente, pero sabemos poco de él. Solía pasar largas temporadas en Kiejdany, junto al príncipe Radziwill. Los calvinistas tenían allí su comunidad y su escuela.

Tomás intuyó en el abuelo una especie de reserva, o resistencia, esa habilidad que tienen los mayores para, al hablar de ciertas personas de la familia, hacerlo a media voz, o callarse cuando uno entra de pronto en la habitación. Era imposible imaginar los rostros de aquellas personas, se perdían en la sombra, como en los retratos ennegrecidos: apenas si la línea de una ceja, o la mancha de una mejilla. Sus culpas, lo suficientemente graves como para que los mayores se avergonzaran de ellas, los tiempos en que vivieron y los grados de parentesco, todo eso se desvanecía en susurros, o en amonestaciones por suscitar temas que no eran de su incumbencia. Aquella vez, en cambio, todo fue distinto.

– Una rama de los Surkont es alemana. Precisamente la de Jerónimo. Hace casi trescientos años, en el año 1655, llegaron aquí los suecos. Entonces, Jerónimo se pasó al bando del rey sueco, Carlos Gustavo.

– ¿Fue un traidor?

El abuelo tenía costumbre de pellizcarse entre dos dedos la punta de su nariz surcada de venitas violetas y, cuando súbitamente la soltaba, producía un sonido parecido a un tj, tj.

– Sí, lo fue -y otra vez el tj, tj-. Sólo que, si hubiera luchado contra los suecos, habría también traicionado al príncipe a cuyo servicio estaba. De todos modos habría sido un traidor. Radziwill se alió con Carlos Gustavo.

Tomás frunció las cejas y se quedó meditando sobre aquel complicado dilema.

– Así que el culpable fue Radziwill -sentenció al fin.

– Sí, así es. Era un hombre lleno de orgullo. Creyó que recibiría de Carlos Gustavo el título de Gran Duque y que así dejaría de ser vasallo del rey polaco. Hubiera podido reinar sobre Lituania y obligar a todos a aceptar la religión de Calvino.

– Si todo le hubiera salido bien, ¿nosotros ahora seríamos calvinistas?

– Seguramente sí.

Ahora el abuelo observaba a Tomás con atención, y era difícil saber a qué se debía su sonrisa, quizás al hecho de que adivinaba el pensamiento que iba conformándose en aquella rápida sucesión de preguntas. ¿A qué se debe que seamos lo que somos? ¿De qué depende? ¿Y quién sería él si fuera otro?

– Pero Jerónimo Surkont no fue, en realidad, calvinista, sino sociniano. Es otra modalidad religiosa entre aquellos que no reconocen al papa.

Y le habló de los socinianos, es decir, los arrianos, que inventaron una nueva doctrina: según ellos, no podían aceptar cargos, ni ser gobernadores, jueces o soldados, porque Cristo lo había prohibido. Tampoco podían tener súbditos. Pero se producían grandes discusiones sobre este tema, y muchos de ellos decían que las Sagradas Escrituras sí lo permitían con toda claridad; el abuelo creía que aquel libro hablaba precisamente de eso. Jerónimo Surkont, cuando echaron de Lituania a los suecos, se marchó y no volvió nunca más. Se estableció en Prusia, en algún lugar cerca de Kónigsberg.

Así fue cómo quedó echada la semilla, y el abuelo jamás sabría cuánto tiempo permanecería envuelta en el sueño vegetal de todas las semillas que esperan pacientemente a que llegue su hora. Recogidos en un hatillo, ya estaban allí los crujidos del entarimado bajo los pasos que avanzan a lo largo de las estanterías, en las que destacan unos recuadros blancos con una cifra sobre las oscuras hileras de encuadernaciones, y, los codos apoyados en la mesa, el círculo de luz cae de una pantalla verde; la mano balancea el lápiz en el aire al compás de la idea que, al principio, no es más que una niebla, sin líneas ni contornos. Nadie vive solo: cada uno habla con los que ya han pasado, cuyas vidas se encarnan en él, sube los peldaños y, siguiendo su huella, visita los rincones del edificio de la historia. De sus esperanzas y frustraciones, de los signos que han quedado tras ellos, aunque no sea más que una letra esculpida en una piedra, nacen la serenidad y la moderación para poder emitir luego un juicio sobre uno mismo. Pueden considerarse afortunados los que llegan a conseguirlo. Nunca y en ningún lugar se sienten solos y aislados, les fortalece el recuerdo de todos los que, al igual que ellos, tendieron hacia un objetivo inalcanzable. Tomás alcanzaría o no algún día aquella felicidad, pero momentos como aquéllos en compañía del abuelo perduraron en él, a la espera de la edad en que las voces apagadas por la distancia recobran su valor.

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