Domcio, debemos confesarlo ahora, era un rey disfrazado. Gobernaba con la ayuda de un silencioso terror y observaba cuidadosamente ese silencio. Llegó al cargo de rey gracias a su fuerza física y a su vocación para el mando. Los que recibían palizas de sus fuertes puños acataban la prohibición y nunca se atrevieron a acusarle delante de sus padres. La corte que le rodeaba en los pastos que circundaban el pueblo, se componía, como suele ocurrir, de confidentes más próximos, o ministros, así como de vulgares aduladores, utilizados para servicios secundarios como, por ejemplo, perseguir las vacas cuando entraban en terreno vedado. Para los experimentos serios que llevaba a cabo, se rodeaba tan sólo de sus confidentes.
Su mente crítica, que no aceptaba nada sin una comprobación científica, observaba atentamente todo lo que corre, vuela, salta y repta. Cortaba patas y alas y, de este modo, procuraba profundizar en el misterio de las máquinas vivientes. Sus experimentos abarcaban también a las personas; en estos casos, sus ministros sujetaban fuertemente por las piernas al objeto, es decir a Verónica, de trece años de edad. También le intrigaban los productos de la técnica, y estuvo mucho tiempo observando la construcción del molino, hasta que él mismo construyó un modelo exacto, al que incluso aportó mejoras, y lo instaló luego en el lugar donde el torrente irrumpe en el Issa.
Imponiendo su voluntad a los chicos de su misma edad, Domcio se vengaba de todo lo que había sufrido de los mayores. Desde pequeño, sólo humillaciones: tanto él como su madre trabajaban en tierras ajenas, generalmente para ricachones, amos de sesenta u ochenta hectáreas, que eran sin duda los peores. Su vida consistía en mirarles a los ojos, adivinar sus deseos, adelantarse y ejecutar rápidamente lo que le ordenaran hacer poco después, simulando hacerlo alegremente y por propia voluntad, temblando de miedo si, llegado el momento, le negaban la medida de centeno prometida, o el par de zapatos viejos: así nace el odio, o bien la duda de si todo este mundo no se asienta en alguna mentira.
A principios de verano, antes de instalarse en la cabaña del vergel, en la vida de Domcio ocurrió un hecho importante. Tanto cumplió y corrió tras los caprichos ajenos, tanto hizo y tanto insistió que, al fin, consiguió que uno de los antiguos soldados le prestara, de vez en cuando, su carabina. Esto era, además, una recompensa por su silencio sobre ciertos asuntos.
Por aquel entonces, se presentó un caso de rabia en la región, y corrió la sospecha de que uno de los perros del pueblo había sido mordido por un perro rabioso. Decían que convenía matarlo, pero nadie se decidía a hacerlo, hasta que Domcio lo supo y se ofreció para sacrificarlo. Se lo entregaron de mala gana, porque, a lo mejor, ni siquiera había sido mordido. El perro, grande, negro, con el rabo levantado y pelos blancos en el hocico, daba saltos de alegría junto a él, contento de que le soltaran y de salir al campo, en vez de bostezar y buscarse las pulgas. Le dio de comer y, luego, lo condujo junto al lago situado en medio de un pequeño promontorio en un tranquilo recodo del Issa. Este laguito era alimentado por un riachuelo que recogía el agua de los deshielos primaverales a través de un canal; poco profundo y cálido, constituía un remanso ideal para los lucios: en verano, se secaba casi del todo y quedaba en él más lodo que agua: habitaban allí permanentemente tan sólo las epinochas. Lo rodeaba un tupido muro de juncos, altos como un hombre a caballo.
En una orilla, dentro de este círculo de juncos, crecía un peral. Domcio ató allí al perro, con una soga gruesa. Él se sentó a poca distancia, con la carabina en la mano. Sacó las balas del cargador y colocó en su lugar unos balines de madera que él mismo había tallado. El perro meneaba alegremente la cola y soltaba pequeños ladridos. Había llegado el momento: podía disparar, o no disparar; se acercó la culata al hombro, retardando el instante para poder deleitarse con la posibilidad misma. Era precisamente eso: el perro no sospechaba nada, y él, Domcio, tenía en su mano la elección, era él quien decidía. Y, más aún, por un movimiento de su dedo, el perro pasaría en seguida a ser otra cosa: ¿pero qué cosa? ¿Caerá muerto, o seguirá saltando? Y, al mismo tiempo, bajo el peral y en los alrededores, todo cambiaría. Nada es comparable al poder mortífero de una bala; aquella paz, aquel silencio, como si el hombre no estuviera allí. Y, sin ira ni esfuerzo, decir: ya.
Se oía tan sólo el ruido de los juncos movidos por el aire; la lengua colorada y húmeda del perro colgaba del hocico abierto. Lo cerró de golpe con un ruido seco: había atrapado una mosca. Domcio apuntaba a su brillante pelaje.
Ya. Durante una fracción de segundo, el perro quedó como atónito. Y, en seguida, se lanzó hacia delante, con un ladrido ronco, tensando la cuerda. Enfadado por esta actitud hostil, Domcio disparó la segunda bala. El perro cayó, se levantó y, de pronto, comprendió. Con el pelo erizado empezó a retroceder ante la visión aterradora. Recibió otros balazos, pero espaciados, para que no muriese demasiado aprisa; y después de cada disparo, el espectáculo variaba, hasta que el perro no pudo más que arrastrarse por el suelo con la parte trasera, entre gemidos y convulsivos movimientos de patas, caído ya sobre un costado.
De vuelta a su cabaña, junto al fuego, Domcio reflexionó sobre temas teológicos, basados en el recuerdo de aquellos instantes. Si él estaba tan por encima del perro, hasta el punto de poder disponer de su destino a su antojo, ¿acaso Dios no hacía lo mismo con los seres humanos?
Sentía rencor contra Dios. Sobre todo por su insensibilidad ante sus más sinceras súplicas de ayuda. En cierta ocasión, en vigilias de Navidad, les faltó en casa incluso el pan, y su madre lloraba y rezaba arrodillada ante una imagen santa: él pidió un milagro. Subió al desván, se arrodilló y, después de persignarse, dijo con sus propias palabras: «Es imposible que no veas la tristeza de mi madre. Haz un milagro y me entregaré a Ti; mátame en seguida; después, permíteme tan sólo ver el milagro». Saltó de la escalera, seguro de que sería escuchado, se sentó tranquilo en el banco y esperó. Pero Dios se mostró totalmente indiferente, y madre e hijo se fueron a dormir hambrientos.
Además, Dios, que tiene en su mano el rayo, un arma aún mucho más eficaz que el fusil, está claramente de parte de los mentirosos. En domingo, éstos se visten de fiesta, sus mujeres se engalanan con corpiños de terciopelo verde y bajo la barbilla se atan pañuelos de colores recién sacados de los baúles. Cantan a coro, levantan los ojos en alto y juntan las manos. ¡Pero, en cuanto vuelven a casa, tienen de todo! Aunque uno reviente junto a su puerta, no son capaces de dar nada, mientras ellos se hartan de buñuelos y nata. Saben pegarte, no sin antes encerrarte en el granero para que nadie lo oiga. Se odian los unos a los otros y se dedican a hablar mal de todos. Son malos y tontos, y sólo una vez a la semana hacen ver que son buenos. ¿Y cuál es el premio de semejante conducta? Dios dispuso que el más rico del pueblo fuera el que se acuesta con su propia hija; Domcio una vez les espió: por la rendija, vio una rodilla desnuda y oyó los jadeos del viejo y los quejidos amorosos de la joven.
El cura enseña que hay que ser pacífico. Pero la realidad es que todos los animales persiguen y matan a otros animales, y todos los hombres oprimen a otros hombres. Cuando era pequeño, a Domcio lo zarandearon todos. Empezaron a respetarle tan sólo cuando se hizo mayor y fuerte, y pudo hacer sangrar bocas y narices. Dios cuida de que los fuertes estén bien y los débiles, mal.
¡Si pudiera volar hasta los cielos y tirarle de la barba!
Los hombres han inventado ya máquinas que vuelan, y seguro que inventarán otras aún mejores. Mientras tanto Domcio se perdía en aquel laberinto de preguntas. ¿A quiénes se llevan los demonios al infierno? A lo mejor, Dios simula que nada le importa y astutamente vuelve la cabeza, como el gato, que suelta al ratón para volver a cazarlo en seguida. De no ser por el miedo al infierno, se podría vivir de otro modo muy distinto, tú a lo tuyo y, al que se interponga en tu camino, un disparo.
Sentado en cuclillas, escuchando con indulgencia las explicaciones de Tomás, trataba de encontrar una salida entre aquellos intrincados caminos. De pronto, le deslumbró una nueva idea: ¿no serán los curas unos cuentistas? ¿No se habrá Dios despreocupado del mundo? ¿Y si fuera mentira que Dios lo ve todo, simplemente porque no le apetece hacerlo? Desde luego, el infierno existe en algún lugar, pero éste es un asunto entre hombres y demonios, y éstos -al igual que la transparente bruja Laurae, que puede cambiar de figura a su antojo- suelen atrapar a los incautos que quieren tener tratos con ellos. ¿Y si Dios no existiera y el cielo no estuviera habitado? ¿Cómo podría comprobarlo?
La mente de Domcio, como hemos tenido ocasión de observar, sabía apreciar el valor de un experimento. Y, lentamente, llegó a la siguiente conclusión: si el hombre es para el perro lo que Dios para el hombre, cuando el perro muerde a un hombre, éste agarra un palo, al igual que Dios, mordido por el hombre, se enfada y castiga. El truco está en saber encontrar algo tan insultante para Dios que se vea obligado a servirse de sus rayos. Si entonces no ocurriera absolutamente nada, quedaría por fin demostrado que no vale la pena preocuparse por Él.