Las nubes forman panzudas figuras, un dragón avanza por el cielo, con la cola torcida y las aletas erguidas, poco a poco su morro va dispersándose, estirándose siempre más, hasta que se desgaja de él un pequeño ovillo blanco empujado por su soplo. Por sobre el dragón, pasa una cruz de brazos finos, sostenida por el sacristán, al que sigue el párroco y el féretro, llevado por Baltazar, Pakienas, Kielpsz y el joven Sypniewski. Desde la Muralla Sue ca, ante la que pasa el cortejo, se distinguen claramente unas figuritas que se mueven, entre las diminutas gavillas que puntean las inclinadas laderas de la otra orilla del Issa, y carros cargados de trigo.
Lucas Juchniewicz, quien había llegado el día anterior con Helena, corrió para reemplazar a Pakienas; se le abrieron los faldones del gabán, dejando al descubierto unos pantalones a cuadros oscuros. Al doblar la cabeza bajo el peso, el féretro se inclinó y se tambaleó; con sus menudos pasos, estorbó a los demás. De modo que, una vez más, Lucas demostraba que sólo sabía ponerse en ridículo, y Tomás se sintió decepcionado. Por lo menos, era tozudo, eso sí: hacía muecas como si estuviera a punto de llorar, pero seguía cargando con el ataúd. Szatybelko se había puesto su levita azul marino, y su mujer un pañuelo de seda con flores negras. En la iglesia, una vez que estuvieron todos sentados, Tomás trató de rezar, pero pensaba en la fosa, ya excavada. En el panteón familiar, habían quedado sólo dos sitios vacíos (el de la abuela Misia y el del abuelo), de modo que la enterrarían, en otro lugar, muy cerca de allí. Toparon con las raíces de un roble, lo cortaron con un hacha y ahora las blancas manchas de sus heridas sobresalían de la arcilla. Las raíces envolverían el ataúd, se introducirían quizá incluso en su interior, y la abuela quedaría atrapada como entre las garras de un pájaro.
Cuando los demás empezaron a salir de la iglesia, Tomás ya se había deslizado por entre las tumbas. Sí, era allí. Para poder enterrarla cerca de los Surkont, habían elegido un lugar al borde mismo del cementerio; apenas a unos pasos, lavada por las lluvias y cubierta de matas de hierba rala, se alzaba el pequeño túmulo de una persona a la que Tomás conocía muy bien, Magdalena. No es fácil imaginar lo que ocurre después de la muerte, pero él aseguraría que, de un modo o de otro, ellas dos se encontrarían. ¿Pero cómo? Se darían las manos, la cabeza cortada de Magdalena volvería a su cuello, y las dos mujeres se pondrían a llorar: ¿Por qué nos preocupábamos tanto? ¿Acaso valía la pena? ¿Por qué no nos conocíamos, y sufríamos, cada una por separado? «Habrías podido vivir conmigo», diría la abuela, «te habría encontrado un buen marido, y tú me habrías ayudado a vivir, porque eres valiente. Es triste que las personas se amen tan sólo después de la muerte. ¿Es difícil envenenarse? Me gustaría saberlo.» «Sí, es difícil», suspiraría Magdalena. «Recé para que Dios me perdonara y, así, de rodillas, me tragué el veneno, pero en seguida me asusté y pedí ayuda.» Las dos serían jóvenes; la abuela estaría como en sus fotografías de antaño, cuando llevaba un vestido muy entallado. Y las dos se tutearían. «¿Pero por qué asustabas a la gente?», preguntaría la abuela. Magdalena sonreiría. «¿Por qué preguntas, si ahora ya lo sabes?» «Sí, es verdad, ahora ya losé.»
Tomás se negaba a situarlas en dos mundos distintos, porque le parecía imposible que Magdalena hubiera sido condenada. No pueden ser condenados sino aquellos que no despiertan en nadie ni piedad ni amor. Los demás se agrupaban alrededor de la tierra recién movida, mientras Tomás, allí, rezaba un Ave María, tratando de pronunciar las palabras con tanto ardor que hasta se clavaba las uñas en la piel de la mano. Confiaba Magdalena a la Virgen María.
Bajaron el féretro con la ayuda de unas correas; por unos instantes, quedó balanceándose, pues se había enganchado con una raíz cortada; luego, siguió hasta detenerse en el fondo, inmóvil; Tomás miró hacia abajo mientras el padre Monkiewicz rezaba. A los muertos los depositan así en la tierra, desde hace cientos, miles de años; si todos se levantaran de pronto, serían muchos millones y deberían quedar de pie, uno junto a otro, tan apretados que no cabría entre ellos ni una aguja. Todo ser humano sabe que va a morir; el abuelo decía que ya le esperaban las cadenas del panteón de los Surkont. Los hombres lo saben y lo soportan con indiferencia. Por supuesto no hay otra salida, pero, en realidad, deberían gritar, arrancarse los cabellos de desesperación. La muerte -el solo paso de una vida a otra- es terrible. Nada. Su calma, su «porque es así», tanto si se trataba de la muerte como de cualquier cuestión, era para Tomás totalmente incomprensible. Creía en un secreto que Dios revelaría a los hombres, si ellos lo desearan con todas sus fuerzas: que la muerte no es imprescindible y que todo es distinto a lo que ellos creen. ¿O acaso sabían más de lo que decían y, por eso, se comportaban con tanta tranquilidad? Es decir, Tomás les concedía su confianza, como lo había hecho con Lucas, quien, si no ocultara en su ser a otro más inteligente, haría tambalear el orden de las cosas: los adultos, en tal caso, no serían más que unos niños disfrazados y grotescos. Lo que parece simple no puede ser tan simple.
A Tomás, también lo bajarán un día con unas correas, encerrado en un ataúd. ¿Incluso si llegara a ser papa? Incluso en ese caso. Pero, si aquel día hubiera explotado la granada, no se habría enterado de que moría, se habría despertado y preguntado: «¿Dónde estoy?». El urogallo que mató Romualdo no tuvo tiempo para el terror. «¡Dios mío» haz que yo no muera lentamente, como la abuela!»
«Echa tú el primer puñado», le dijo en un susurro la abuela Misia. A él, el nieto, el más próximo y, en realidad, el único pariente. Cogió un terrón de tierra amarillenta y la echó; el terrón cayó y se deshizo, otros lo siguieron, golpeando con un ruido hueco la tapa y, poco después, el contenido de una pala dejó caer sobre la tabla superior una fina capa de arena. Trabajaban aprisa; habían llenado ya el espacio comprendido entre los costados del ataúd y las paredes de la tumba, aún se veía la madera barnizada de color marrón y, pronto, tan sólo el vivo color de la tierra. Si la caja, una vez cerrada, incitaba a imaginar su contenido (pues el cuerpo se convertía en-algo-del-inte-rior) tanto más lo hacía ahora: un espacio vacío, un poquito de aire, separado del resto del aire, un fragmento de túnel.
Arriba, los robles. Algunos, muy viejos, ya estaban allí cuando Jerónimo Surkont pasaba por la carretera. Abajo, al final de la ladera inclinada, cubierta de hierba espesa, corre un riachuelo que desaparece bajo un pequeño puente y se precipita más adelante en el Issa. Al otro lado del barranco, árboles frutales y chozas. Esta vista determina el final del viaje. «Hemos de encargar sin falta la placa con la inscripción», dijo el abuelo. Tomás intervino: «Habría que poner: Viuda de un insurrecto del año 1863». Esto la llenaba de orgullo. Antonina prometió: «Tomás y yo plantaremos las flores».
Kielpsz sostenía su cruz con tejadito, y la clavaba con fuerza, rodeándola de tierra y apisonando la tumba rectangular. Aquí, el cronista detiene la pluma y trata de imaginar a las personas que visitarán aquel lugar un día, muchos años después. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? Su automóvil reluce allá abajo, junto al puentecillo: suben hasta allí paseando. «¡Qué vieja cruz tan curiosa!» «Valdría la pena cortar esos árboles, aquí no sirven para nada.» Sin duda no les gusta la muerte, recordarla rebaja su dignidad, golpean la tierra con el pie y dicen: «Vivimos». Sin embargo, en su pecho también late un corazón, a menudo enloquecido de terror, y el sentimiento de superioridad ante los que ya han pasado no les protege de nada. Unos líquenes azulados cuelgan del tejadito de Kielpsz, y ha desaparecido toda huella de nombre. Las nubes forman panzudas figuras, como entonces, el día del entierro.