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Las calderas para la destilación clandestina del alcohol estaban situadas en el bosque, en un lugar de difícil acceso, e incluso si la policía apareciera por allí sería tan sólo para poder luego probar en casa de Baltazar el producto obtenido. Se marcharían con algunas botellas bajo el brazo, por declarar en sus actas que no habían encontrado nada. Baltazar necesitaba el vodka no sólo para su uso particular (la cerveza no le bastaba), sino también para venderla. Desde que una comisión había visitado el bosque, a la que él mismo había acompañado, la hostilidad entre el pueblo de Pogiry y él había ido en aumento. La verdad es que los tres funcionarios, después del buen trato que habían recibido en casa de los Surkont, volvieron a subir a sus carros de muy buen humor, con la cara muy roja y cantando durante el viaje. Uno de ellos estuvo incluso a punto de caerse, cosa que no pasó desapercibida para muchos. Acabaron de animarse en la casa forestal, de modo que árboles no debieron ver muchos, sí, más bien, mucha hierba. Por motivos que habían sido muy debatidos, los habitantes de Pogiry preferían que el bosque pasara a ser propiedad del Estado, a pesar de que perderían alguna ventaja, como la de poder llevarse de vez en cuando algún árbol, cosa que Baltazar les permitía. Nadie, excepto José, sabía exactamente cuál era la fecha de la partición entre Surkont y su hija, pero intuían que el bosque desempeñaba un papel de suma importancia en lo que se refería a los pastos en litigio entre ellos y la propiedad de los Surkont. Acusaban a Baltazar de estar de parte de Surkont en ese asunto, y el alcohol clandestino servía para regar las gargantas más vocingleras. Además, si Baltazar se negaba a repartir gratuitamente, podían vengarse conduciendo a la policía hasta el lugar donde se ocultaba el alambique.

En aquellos tiempos, junto al muro de la iglesia de Ginie, los hombres se reunían después de misa en pequeños corros y hablaban a menudo del bosque.

– Es muy astuto -decía el joven Wackonis.

Hacía tiempo ya que no usaba el blusón militar; vestía ahora, como José el Negro, una especie de casaca de paño casero, cerrada hasta el cuello. Cuando se encontraban, simulaban no acordarse del episodio de la granada. Pertenecía al pasado y se había hundido en él como una piedra en el agua.

– El -y su lengua humedecía el papel de un cigarrillo que acababa de liar- no entregará su tierra a nadie.

Lo decía en un tono indiferente, y ni la mirada ni un sólo movimiento de su rostro delataban su verdadera intención. Pero José sabía que les tomaba el pelo por su credulidad.

– Quizás ahora no la entregue -asintió-. Pero lo hará dentro de un año, o dos.

– Baltazar está de su parte.

– Se está poniendo la soga al cuello.

– Sí, se la está poniendo. Dicen que la Juchniewicz va a echarlo.

– ¿Quién lo dice?

– Hoy, en la kumietynia. Ella estuvo allí y le buscaba una casa. El aquí, y ella en la casa de él.

José escupió en señal de disgusto.

– ¿Van a tenerlo ahora como jornalero? No creo que sea tan tonto.

– ¿No lo es ya?

– ¿Quién puede obligarle a dejar el bosque? Si él no quiere, no pueden hacerle nada. Lo mandarán ante los tribunales, pero podrá seguir con esa historia diez años más.

– Pero ya sabéis que Baltazar es miedoso. Se cae una piña, y él cree en seguida que se caerá el cielo detrás.

– Hay que ver lo que la bebida puede hacer de un hombre.

La opinión de Wackonis, según la cual, para apreciar a los hombres, hay que partir de la observación, expresaba una actitud bastante común entre los habitantes de Pogiry en lo que se refería a Baltazar: una gran hostilidad, pero también mucho desprecio. Para decirlo de otra manera: consideraban que, mientras cualquier persona podría dar cien pasos sin problema alguno, Baltazar se agotaba dando vueltas y aporreando con los puños paredes inexistentes. Pero él no sabía que tenían de él esa opinión y que al desprecio iba unida también cierta dosis de compasión. La prisión en la que se debatía le parecía a él real y, si hubiesen tratado de explicarle que era víctima de una alucinación, habría ignorado sus argumentos, seguro de que los demás estaban ciegos y no entendían nada. Les llenaba de vodka para que se alegraran los rostros por unos instantes y para oír, sentado entre ellos, algún elogio que le demostrara a sí mismo que «Baltazar es bueno». Nunca hasta entonces, inmerso como estaba en sus problemas íntimos, había tenido que ocuparse de lo que los demás pensaran de él. Las cosas le iban bien, algunos hasta le envidiaban un poco, pero nada más. Ahora, en cambio, esa maldita comisión y las maquinaciones de los señores, y, como si todo eso ya no le apartara lo bastante del pueblo, Surkont había aludido tímidamente a algo referente a su hija: una sola frase, pero fue suficiente para poner a Baltazar sobre aviso.

El líquido de la cocción borboteaba trabajosamente en la caldera y el reflejo de las llamas iluminaba aquel rostro de mejillas redondas. Toda la instalación se encontraba debajo de él, en un hueco excavado en la tierra. Baltazar está sentado en el borde; a sus espaldas, la oscuridad, de la que emergen las relucientes hojas de los avellanos. ¿Por qué alguna mano tendida por encima de los bosques, ocultando estrellas, no llegaba, guiada por la luz de la luna sobre las olas del Báltico, hasta aquel punto diminuto de la tierra que gira y, agarrando al pobre Baltazar, no se lo llevaba? Hacia dónde, daba lo mismo; podría, por ejemplo, dejarlo caer en medio de una orquesta, durante un concierto, en alguna gran ciudad; los atriles se caerían, cundiría el pánico, y él se arrastraría a gatas, moviendo pesadamente los pies enfundados en sus largas botas, hasta que, por fin, se levantaría, tambaleándose, despeinado.

– ¡Grita!

Y Baltazar, obediente a la orden de su perseguidor, arrojaría a la sala la confesión del mal secreto que consume a tantos de los que hemos nacido junto a las orillas del Issa.

– ¡No basta! No basta. ¡Vivir no basta! -¡Grita! Un aullido salvaje: -¡Así no! ¡Así no!

Contra el hecho de que la tierra es la tierra, el cielo es el cielo, y nada más. Contra los límites que nos ha impuesto la naturaleza. Contra la necesidad de que el yo sea siempre el yo.

Pero ninguna mano se lo llevará, y Baltazar tenía hipo. Se rascaba el pecho, introduciendo los dedos por la camisa desabrochada; se cubría la espalda con una pelliza, la noche era transparente y fría.

El desprecio colectivo del pueblo de Pogiry se explica fácilmente, porque aquel hombre no sabía lo que quería. Se complicaba la vida y se enredaba, quizás únicamente para no quedarse a solas con aquel terror suyo, sin forma ni nombre. Pero no sería inverosímil creer que, desde el principio del mundo, lo esperaba, en algún lugar, ese destino que sólo él podía cumplir y que no cumplió, y que, en el lugar donde debía crecer un roble, había tan sólo un espacio vacío y el esbozo apenas perceptible de unas ramas.

Se deslizaba desde el borde al fondo de aquel agujero, se ponía en cuclillas, colocaba su cubilete debajo del tubo.

Bebía. En las profundidades del bosque, resonaba el lamento de un pájaro despedazado. Otra vez el silencio y el crepitar del fuego. El cielo empezaba a palidecer; una estrella fugaz trazó, al caer, una línea allí donde aún estaba oscuro.

– Matar.

– ¿A quién?

– No lo sé.

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