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Romualdo Bukowski, en camisa y calzoncillos, terminó por la tarde de segar el trébol, dejó la guadaña junto a la cuneta y fue a bajar al riachuelo. Descansó unos minutos, se desnudó y, con el agua hasta la rodilla, se lavó a conciencia; al inclinarse, le colgaba, bamboleando, el cordoncito negro con la medalla. Se enjabonó con satisfacción la barriga hundida y los muslos: aún no se sentía viejo. Volvió a ponerse la ropa sobre el cuerpo mojado y se dirigió hacia su casa, a través del huerto, con la guadaña al hombro. Barbarka, que traía una vasija llena de leche cuajada de la fresquera, le propinó un codazo debajo de las costillas: en público, no se permitían estas familiaridades. El le correspondió con una sonora palmada en el trasero, a lo que ella se puso a chillar diciendo que le haría tirar la leche.

Los perros ladraban en el corral, y, como se sentía de buen humor, Romualdo fue a buscar el cuerno de caza que colgaba de la pared, debajo de la escopeta y las fustas, cuya empuñadura terminaba en una pezuña de cierva. Volvió a la terraza con el cuerno y sopló: los perros comenzaron a gemir y llorar, reclamando libertad y cacerías. Luego, ya en su alcoba de solterón, abrió un cofre y se afeitó ante un espejito (tenía la barba dura y oscura) y se peinó el bigote. Su rostro enjuto estaba quemado por el sol, y unos hilitos blancos asomaban en el negro bigote, pero eso no le importaba.

Se puso las botas de caña alta y brillante, y se abrochó bajo la barbilla el cuello de la chaqueta color azul marino. «¿Adonde va?», preguntó Barbarka. «Y a ti ¿qué te importa? Más vale que me traigas algo de comer, en vez de tanto charlar.» De entre unas correas amontonadas en un rincón sacó dos sillas de montar: «Corre, llama a Pietruk y dile que ensille a Kary y a Kasztanka». Compareció Pietruk con sus pecas, rascándose, como tenía por costumbre, por el agujero de los pantalones; Romualdo le siguió para asegurarse de que las cinchas quedaran bien ajustadas. Montó ágilmente a Kary, las ruedas de las espuelas tintineando, y condujo al otro caballo de la brida. Tras atravesar la pequeña hondonada, empezó a subir por el pedregoso caminito que atraviesa el bosquecillo. Súbitamente, un grévol arrancó el vuelo, el hombre se recostó sobre el cuello del caballo y esperó a ver dónde se posaría.

En el dedo de Romualdo, brillaba un anillo con escudo, pero no de oro, sino de hierro. La casaca era de paño casero, teñido de oscuro. Los príncipes Radziwill, ya a principios del siglo dieciséis, atraían colonos al valle del Issa, y los Bukowski, procedentes del lejano Reino, llegaron con sus carros encapotados, tras atravesar bosques, vados y zonas despobladas, y se quedaron en aquellos bosques inmensos. Estos hombres corrieron distintas suertes. Muchos de ellos quedaron tendidos en los campos de batalla contra los suecos, los turcos y los rusos, batallas próximas o lejanas a los lugares donde se habían establecido. Algunas ramas de la familia Bukowski se habían empobrecido, convirtiéndose en artesanos o campesinos. Pero Romualdo conservaba las tradiciones. Su padre administraba una hacienda propia cerca de Wedziagola; luego, vinieron las particiones, las ventas, las compras y se trasladaron allí. Perdieron su fortuna, pero lo que se es no depende del dinero que se tiene.

Después del bosquecillo, el camino baja hacia unos prados entre un laberinto de cercados hechos de ramas secas sostenidas con varas de madera. El brocal del pozo, los tejados de las primeras viviendas; cuando pasó frente a la casa, ambos se saludaron con un gesto de la mano.

Masiulis, el brujo, estaba sentado de espaldas contra la pared, fumando su pipa. No se tenían mucha simpatía. Poseía tanta tierra como Romualdo, pero ¡vaya vecino!, campesino y lituano por más señas. Acompañó al jinete con una mirada oblicua de sus ojos entornados, aspiró una bocanada de humo, tosió y escupió.

Era un hermoso atardecer. Quedaba aún algo de claridad, que se volvía ligeramente rosada detrás de la negra masa del horizonte, claramente delimitado por las afiladas copas de los abetos; en lo alto, la oblea de la luna y el lejano eco de la melodía de un pastor que tocaba una larga tuba de madera, cubierta de corteza de abedul. Puso el caballo al trote. La tierra ondula, no se piensa en nada, tan sólo se siente la alegría del movimiento, la alegría de la pierna que percibe el calor y la belleza del animal. Pronto, aparecen los pastos llanos y los campos cultivados; a un lado, la mancha oscura del parque y, más allá, en un espacio vacío, envueltas en una niebla azulada, se dibujan suavemente las colinas al otro lado y por encima del valle del río.

A la linde misma del parque, sentada en un banquito cubierto de blancas barbas de musgo, Helena Juchniewicz contemplaba la luna que iba adquiriendo fuerza por momentos. Había salido para descansar y respirar el aire puro de aquel atardecer estival, y que a nadie se le ocurra pensar que lo hizo para ir de paseo con el señor Romualdo (en tal caso se hubiera puesto pantalones, ¿no es así?). No, en realidad, había olvidado por completo que, así, bromeando, lo había citado; ningún deseo pecaminoso había guiado sus pasos. Cuando Romualdo, que había dejado los caballos atados a un árbol, más abajo, junto al camino, empezó a subir hacia el banco, exclamó: «Oh», sorprendida. La saludó con galantería, inclinándose y besando la punta de sus dedos. Hablaron del buen tiempo, de la hacienda, él le dijo unas cuantas ocurrencias divertidas, y ella rió a gusto. Cuando le propuso un paseo, primero se negó afirmando que había perdido la costumbre de montar y que, además, no llevaba un traje adecuado. Pero, al fin, accedió y puso el pie en el estribo como una amazona nata. «¿Adonde iremos?», preguntó. «Probaremos por allí», señaló él hacia adelante, «¿le parece bien?»

El camino, blanco de polvo, conduce desde Ginie, a lo largo del Issa, donde los campos en terrazas se vuelven siempre más inclinados. Primero, a ambos lados del camino, hay tierras yermas y prados; luego, acosado por una prominencia del terreno, el camino se esconde entre los sauces de la orilla, hasta bifurcar, después de atravesar primero una, luego otra aldea, ante cuyas casas descansan grandes fajos de juncos cortados puestos a secar: para los que van a la otra orilla, hay allí un vado, y aquellos que siguen recto, por el camino más largo, deben subir al monte Wilajna. Una corriente rápida socava y descalza un banco de arena, cubierto, en el centro, por matas de juncos. El vado es cómodo, el agua no llega hasta los ejes de los carros. En otoño y en época de lluvias, es peligroso, los caballos relinchan con voz ronca y avanzan asustados, pero no queda más remedio que fiarse de su instinto, porque es imposible saber qué hay delante. El monte Wilajna, sembrado de grandes rocas y arbustos de enebro que recuerdan oscuras siluetas humanas, cae verticalmente sobre el río, que excava en él un barranco. Desde la cumbre, se vislumbra una espléndida vista sobre aquella cinta azul, allá en el fondo, y las islitas alrededor del vado. Pero el monte, salvaje y solitario, nadie sabe por qué, goza de mala fama.

Todo se había sumergido ya en el silencio. Pasaron por delante de un campo cercado que olía a leche recién ordeñada; se oía el ruido de un chorro de leche cayendo en un cubo y la voz impaciente del ama de casa diciendo: «Eh, Marga», cuando la vaca le daba un coletazo en la cara. Avanzaban casi en la noche, cruzando a veces el haz de luz que salía por la puerta de una casa, y acompañados por los ladridos de los perros detrás de los corrales. El agua en el vado centelleaba y su superficie se rizaba ligeramente. Cuando las herraduras de los caballos empezaron a resonar sobre las piedras de la pendiente del Wilajna, lavadas por las lluvias, Helena acortó las bridas de Kasztanka.

– Algo aquí da miedo.

Él se rió.

– ¿Qué es lo que da miedo?

– Dios nos libre de pronunciar su nombre.

– Yo tengo un sistema para tratar con él.

– ¿Qué clase de sistema?

– Hablarle cortésmente e invitarle a hacernos compañía. Entonces, seguro que no nos hará nada.

– ¡Virgen Santa! ¿Cómo puede usted decir eso? Si sigue así, me marcho.

– Lo decía en broma.

Seguían por el camino empinado, la oscuridad iba haciéndose más densa, un débil vientecillo bailaba entre las hierbas. Se pararon al borde del barranco. Abajo, el río brillaba débilmente. Un pájaro en vuelo pió plañideramente: tiú-tiú-tiú.

Se quedaron inmóviles, el bocado tintineó y Helena suspiró. ¿Era porque estaba bien hacerlo así, o porque suelen elegirse los gestos y los ademanes que pueden hacerse, o porque a veces se desearía que fuese de otra manera?

La Vía Láctea, a la que allí llaman la Vía de los Pájaros, desplegaba en el cielo sus signos luminosos.

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