Lo que hicieron se realizó en secreto, y Tomás tardó mucho en enterarse, pero, cuando lo supo, aquella acción lo llenó de tristeza y horror.
Sólo los más viejos del lugar, unos cuantos campesinos propietarios, fueron admitidos. Se reunieron al atardecer y empezaron bebiendo mucho vodka. Sea como fuere, ninguno se sentía del todo tranquilo y todos trataban de darse ánimos. Habían obtenido el permiso, más concretamente, el padre Monkiewicz había dicho: «Haced lo que queráis», lo cual significaba, a todas luces, que se daba por vencido al fracasar los medios que tenía a su disposición. Poco después de la marcha de su colega -aquella noche, precisamente, no había en la parroquia más que el sacristán y la vieja ama de llaves, porque creían que, tras los exorcismos, Magdalena les dejaría en paz-, en el dormitorio se oyó un grito y Monkiewicz apareció en la puerta con su largo camisón rasgado por varios sitios, con los jirones de tela colgando. La enfermedad que contrajo, la erisipela, él mismo y todos los demás la atribuyeron al susto. El único remedio eficaz contra la erisipela, contraída después de un susto, son los conjuros. Así pues, llamaron a una curandera que se inclinó sobre él, murmurando sus encantamientos. Es sabido que las curanderas conocen fórmulas que obligan a la enfermedad a abandonar el cuerpo: las refuerzan con amenazas, fragmentos de oraciones cristianas y otras más antiguas, pero las palabras, una vez reveladas, pierden su poder, y al que las conoce le está permitido revelarlas antes de morir tan sólo a una persona. El sacerdote se sometía de mala gana a aquellos remedios. Pero, cuando se trata de recuperar la salud, no cabe la duda, y uno siempre espera que el tratamiento tendrá éxito. Asimismo, la débil esperanza de que las martirizadoras apariciones desaparecerían fue lo que venció su resistencia y le indujo a aceptar la otra propuesta.
Un rito de esa índole debe llevarse a cabo de noche. No es una regla fija, pero hay que sentir devoción; es decir, ante todo, permanecer en silencio y que no haya mirones, tan sólo personas serias y de confianza. Comprobaron el filo de las palas, encendieron las linternas y se escabulleron de uno en uno, de dos en dos, por los huertos.
Soplaba un fuerte viento que removía las hojas secas de los robles. En la aldea, ya no quedaban hogares encendidos y sólo había aquella negrura y aquel murmullo de hojas. Cuando se hubieron reunido todos en la plazoleta frente a la iglesia se dirigieron en grupo hasta el lugar y se colocaron como pudieron en círculo en la pendiente, que en aquel punto era ya muy inclinada. Dentro de los redondos cristales de las linternas, protegidas por varillas metálicas, las llamas saltaban y se encrespaban, azuzadas por los ramalazos del viento.
Primero la cruz. Estaba allí, enclavada para perdurar mientras resistiera la madera, para pudrirse y descomponerse después por su extremo enterrado y, por fin, para inclinarse lentamente con el paso de los años: la quitaron y la dejaron cuidadosamente a un lado. A continuación, de unos golpes de pala destruyeron el túmulo de la sepultura, sobre la que nadie nunca había depositado una flor: trabajaban aprisa, porque se trataba de algo horrible. A una persona se la entierra para la eternidad; ir después de unos meses a comprobar qué ha pasado con ella, es contra natura. Es como plantar una bellota o una castaña y levantar luego la tierra para ver si ya está germinando. Pero, quizás, el sentido de lo que trataban de hacer radicaba precisamente en que era preciso un acto de voluntad, una decisión, para contrarrestar, mediante una actuación inversa, otras contrarias a lo que es normal.
La tierra arenosa rechinaba. Se acercaba el momento. La pala tropieza con algo duro; miran, acercan las linternas; no, es una piedra. Siguieron hasta encontrar las tablas; les quitan la tierra, las dejan a la vista para poder abrir la tapa. El vodka había sido de gran utilidad: producía aquella temperatura interior que permitía a aquellos seres, vivos, enfrentarse a los demás, que parecían entonces menos vivos, y más aún a los árboles, a las piedras, al silbido del viento, a los espectros de la noche.
Lo que encontraron confirmó todas las suposiciones. En primer lugar, el cuerpo no se había descompuesto en absoluto. Decían que estaba como si lo hubieran enterrado el día anterior. Era una prueba suficiente: solamente los cuerpos de los santos, o de los espectros, poseen semejantes propiedades. Segundo, Magdalena no yacía de espaldas sino boca abajo, lo cual también era una señal. Pero, incluso sin estas dos pruebas, estaban decididos a llevar a cabo lo convenido. Puesto que poseían las pruebas, todo resultó más fácil, pues ya no cabía duda alguna.
Dieron la vuelta al cuerpo dejándolo boca arriba, y el que llevaba la pala más afilada se abalanzó sobre Magdalena y le cortó la cabeza en seco. Traían un tronco de álamo afilado por un extremo. Lo apoyaron en su pecho y lo clavaron, golpeando con la parte del hacha opuesta al filo, de manera que atravesó el ataúd por debajo y quedó bien hundido en la tierra. A continuación, agarrando la cabeza por los cabellos, la colocaron a sus pies, volvieron a colocar la tapa y la recubrieron de tierra, ahora ya con alivio, incluso con risas, como suele ocurrir tras unos momentos de gran tensión.
Quizás Magdalena sintiera tal terror a la descomposición física, quizás se defendiera tan desesperadamente para no entrar en el tiempo nuevo, desconocido para ella, de la eternidad, que estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a convertirse en espectro, comprando con esta dura obligación, el derecho a conservar su cuerpo intacto. Quizás. Sus labios, podían jurarlo, seguían rojos. Cortando su cabeza y destrozando sus costillas, ponían fin a su orgullo carnal, a su pagano apego a los propios labios, manos y vientre. Atravesada como una mariposa por un alfiler, tocando su propia cabeza con los pies, que llevaban los zapatos que le había comprado Peikswa, debía considerar ahora que se diluiría en la savia de la tierra, como todos.
Los alborotos en la parroquia cesaron repentinamente, y, desde entonces, no volvieron a oírse historias sobre Magdalena. ¿Quién sabe si consideró más eficaz que cocinar en una cocina invisible, o dar golpes y silbar, prolongar su vida penetrando en los sueños de Tomas, quien jamás pudo olvidarla?