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José el Negro subía trabajosamente por la carretera que sale del pueblo. Se hundía hasta el tobillo en la nieve mezclada con estiércol de caballo; unos riachuelos bajaban por los carriles alisados por las barras de los trineos. Se desabrochó su chaqueta blancuzca de grueso paño. Alzó un momento la gorra al pasar ante la cruz y entornó los párpados porque la luz lo cegaba. Allí estaban la blanca colina y, en la cima, la orilla del parque y la blancura de la pared de los graneros. En el valle, por encima de un bosquecillo, en un recodo del Issa, volaban las cornejas con un graznido que anunciaba la primavera.

Pasó de largo por la alameda y, bordeando el huerto, se dirigió hacia la kumietynia. Antiguamente, en las chozas que bordeaban la carretera por ambos lados, vivían los kumiecie, o sea los peones que trabajaban para el señor. Ahora quedaban sólo unos pocos, y las demás chozas estaban ocupadas por toda clase de gentes, generalmente unos infelices que buscaban trabajo aquí y allá. José contestó cortésmente a todos los saludos, pero llevaba demasiada prisa para detenerse a hablar. Al final de la kumietynia, junto a la cruz con su tejadillo metálico, torció hacia la derecha, hacia el pueblo de Pogiry y la oscura franja del bosque.

Pogiry es un pueblo alargado, cuya calle mayor se extiende a lo largo de más de una venta, a la que cruza otra calle perpendicular a aquélla. Es una aldea bastante rica, no hay en ella casas con techos de paja, ni chozas sin chimenea. Los huertos son casi tan buenos como en Ginie. Crían también muchas abejas que producen una oscura miel de alforfón, trébol y flores de los prados silvestres. José se detuvo frente a la tercera casa después del caserón de Baluodis, el americano, pintado de verde, y miró al patio, por encima de un seto de tablas afiladas. Vio allí a un hombre ya mayor, vestido con un caftán de lana (las ovejas en Pogiry son generalmente marrones y negras) que estaba descortezando un tronco. José empujó la portezuela y, después de estrecharle la mano, observó que se trataba de un abeto más que regular. El viejo asintió y añadió que le sería muy útil, ya que se tenía que apuntalar el granero. Seguro que el abeto había llegado hasta allí gracias a Baltazar, pero esto no era asunto de José.

El joven Wackonis apareció de pronto desde algún rincón, medio dormido. Se pasó los dedos por el pelo para quitarse las briznas de paja y el plumón y, mientras presentaba sus respetos a José, un poco avergonzado, le observaba con una mirada algo insegura. Vestía pantalones de color azul oscuro y una blusa militar. Su ancho rostro se ensombreció cuando José le dijo que venía para hablarle.

José dejó la jarra de estaño, se secó los bigotes con el revés de la mano y se lo quedó mirando sin decir palabra. Finalmente, apoyó los codos en la mesa y dijo:

– Lo sé todo.

El otro, sentado en un rincón del banco, parpadeó varias veces, pero en seguida bajó los párpados con expresión soñolienta. Se encogió de hombros.

– Aquí no hay nada que saber.

– Quizás lo haya, o quizás no lo haya. He venido a verte, porque eres un estúpido. ¿Quién te enseñó a escribir? ¿Ya no te acuerdas?

– Usted.

– Eso es. ¿Acaso lo hice para que fueras a arrojar granadas contra la gente?

Wackonis alzó los párpados. Su rostro tenía ahora una expresión adulta y seria.

– ¿Y, si fuera yo, qué? No fue contra la gente, fue contra los señores.

José dejó sobre la mesa su tabaquera de abedul y se puso a liar un cigarrillo. Lo introdujo en una boquilla, lo encendió y aspiró el humo.

– ¿Viste alguna vez que yo estuviera de parte de los señores?

– No lo vi, pero lo veo ahora.

– Tu padre no te lo dirá, pero te lo digo yo. Tú escucha a los más listos y no a los que son como tú. No tenéis nada dentro de la cabeza.

Wackonis cruzó los brazos sobre el pecho, le temblaban los músculos de la mandíbula.

– Los señores nos han chupado la sangre y no los necesitamos para nada. Matas a uno, a otro y acabarán marchándose a su Polonia. La tierra será nuestra.

José movía la cabeza con aire burlón.

– ¡No necesitamos a los señores en Lituania, la tierra es nuestra! ¿A quién se lo has oído decir? A mí. Y ahora tú quieres darme lecciones. ¿Quieres matar e incendiar como los rusos?

– Ellos ya no tienen zar.

– Si no lo tienen, lo tendrán. Tú eres un lituano. El lituano no es un bandido. A los señores les quitaremos las tierras de todos modos.

– ¿Quién se las quitará?

– Lituania se las quitará. Todos los eslavos, tanto los polacos como los rusos, no son más que basura. He trabajado en Suecia, y nosotros debemos vivir como ellos.

Wackonis escuchaba con las cejas fruncidas, mirando hacia la ventana.

– Todo polaco es un enemigo.

– Los Surkont son lituanos desde hace siglos.

El otro se rió.

– ¿Qué clase de lituano, si es un señor?

José acercó el jarro y se echó cerveza. Preguntó:

– ¿Ibas tú contra él?

El chico hizo una mueca de indiferencia.

– Nnno, me daba igual.

José volvió a mover la cabeza.

– ¡Muy bonito! Puedes dar gracias a Dios de que la granada no haya explotado. ¿Te han dicho a quién hubiera matado?

– No me lo han dicho.

– Al pequeño Tomás. La encontraron debajo de su cama.

– ¿Al Dilbin?

– Sí.

Callaban los dos. Sin apartar los labios de la jarra, Wackonis masculló:

– Todos sabemos dónde está su padre. De tal palo, tal astilla.

– Estúpido. ¿Hubieras ido al entierro?

– ¡Qué iba a ir!

El labio de José se arqueó, descubriendo los dientes. Se ruborizó.

– Tú, Wackonis, escúchame bien. Sé también quién te empujó a hacerlo y quién estuvo contigo aquella noche. Tus «Lobos de Hierro» no me dan miedo. Lucháis contra mujeres y niños.

Wackonis se levantó de un brinco.

– ¡A usted no le importa si alguien me empujó o no me empujó!

José se echó para atrás en el banco y, mirándolo de arriba abajo, le espetó con desprecio:

– ¿Qué te pasa? ¿No serás polaco?

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