Romualdo tenía cuatro perros: tres perros rastreros y uno de muestra. El negro Zagraj, de cejas amarillentas, ladraba con voz de bajo. Ya maduro, apreciado por su tozudez y su resistencia, compensaba con estas cualidades su deficiente olfato. Si perdía el rastro, en vez de correr a uno y otro lado sin rumbo, se ponía a trazar círculos según un plan razonado. El tenor Dunaj, parecido a Zagraj, aunque más delgado, no merecía mucho respeto, porque su actuación era de lo más irregular. Tan pronto, un día, merecía los máximos elogios, como, al día siguiente, no servía para nada; su celo estaba estrechamente relacionado con su estado de ánimo, y más de una vez sólo marcaba el paso como si dijera: «Puedo cantar, pero que busquen los demás, hoy me duele la cabeza». Lumia, la perra amarilla, de raza perdiguera, poseía un olfato infalible y un gran entusiasmo; era un compendio de virtudes. El brillo de sus ojos dorados adquiría tonalidades violeta y azules. Apoyaba amorosamente sus hermosas patas en el pecho del señor Romualdo cuando quería lamerle la cara. Los tres perros pasaban el verano aburridísimos, atados con cadenas, porque si los soltaban eran capaces de organizar su propia cacería, pasándose la presa del uno al otro. Las telarañas otoñales en los caminos anunciaban su liberación, mientras que para Karo, el pointer, empezaba la época de las meditaciones junto al hogar, cuando, con el hocico bajo la cola, aspiraba su propio olor.
Durante toda la semana, anterior a aquel domingo, Tomás contó los días. El sábado, fue a Borkuny con tía Helena, quien volvió por la tarde, dejándolo a él para que pasara la noche. La excitación le impedía estar quieto, la sábana se le bajó a los pies y la paja le picaba, pero, por fin, con el calor y el peso de la pelliza que le cubría, acabó por quedarse dormido como un tronco. Le despertaron en la oscuridad apenas grisácea unos ligeros golpes en la ventana. Eran Dionisio y Víctor con la cara pegada al cristal. Entraron, bostezando. Barbarka, medio dormida, con los cabellos sueltos cayéndole por la espalda, entró con una lámpara de cristal ahumado, encendió el fuego en la cocina y se puso a freír buñuelos de patata. Afuera, había una espesa niebla, y gruesas gotas caían de las ramas a la terraza.
Con el desayuno, los hermanos tomaron un trago. Víctor reclamaba: «Bagagga, eggega ga goguiga», lo que quería decir: «Barbarka, enseña la rodilla»; es la costumbre, trae suerte, pero ella le sacó la lengua. Los perros estaban locos de alegría; los ataron con traillas. A Tomás le tocó Dunaj y tuvo que retenerlo con todas sus fuerzas para no correr, pues el perro tiraba violentamente de la correa. Bajaron por un caminito hasta el río, lo atravesaron y se adentraron en el bosque que era propiedad del gobierno. Romualdo estaba en buenas relaciones con el guarda, y éste le dejaba cazar oficiosamente.
Reinaba el más absoluto silencio, la niebla iba escampando, y de ella surgían la abundante vegetación aun mojada por el rocío y las plantas rojizas que bordeaban el sendero. El eco del cuerno de caza que el señor Romualdo se había llevado a los labios, sonaba a lo lejos; al tocar se le hinchaban las mejillas y los ojos se le inyectaban de sangre. Cuando Tomás lo intentaba, conseguía extraerle algunos sonidos, pero jamás armonizarlos en una melodía.
Los olores del otoño… Es imposible explicar de dónde proceden, ni de qué extrañas mezclas están compuestos: la putrefacción de las hojas y de las pinochas, la humedad de los blancos hilillos de los talos, en el mantillo, bajo los viscosos ramojos de los que salta la corteza. Llegaron al punto idóneo para la caza: pequeños calveros atravesados por el cepillo de los pinos jóvenes, un claro entre los abetos, desde allí, en diagonal, otro que volvía a desaparecer en el bosque, liso como una carretera, cubierto de musgo, con un caminito en el centro. La presa suele observar fielmente sus costumbres. Cuando se asusta, traza en su huida un círculo, procurando eludir a sus seguidores hasta llegar a uno de los caminos que recorre a diario. Por el ladrido de los perros, el cazador sabe adonde se dirige, debe intuir el recorrido elegido por la presa y llegar a tiempo. La atención del animal está tan concentrada en los perros que le persiguen, que no espera el peligro que le viene por delante y se encuentra de frente con el hombre.
Tomás no llevaba escopeta y asistía tan sólo como aprendiz de poca categoría. Tenía que seguir siempre a Romualdo. Soltaron los perros, impacientes, que de inmediato se hundieron en el espesor del bosque. Zagraj pasó junto a ellos, husmeando, y les miró con expresión interrogante. «Tú, Dionisio, ve al claro que linda con el bosque», dijo Romualdo. «Tú, Víctor, ve al Prado Rojo, Tomás y yo nos quedamos aquí.» Los dos chicos se alejaron, los árboles pronto ocultaron sus espaldas de las que sobresalía el cañón metálico de la escopeta. «Ya verás cómo Lutnia arranca la primera», afirmó Romualdo.
Un pájaro carpintero golpeaba el tronco de un árbol, se oía rascar una corteza. De pronto, a lo lejos, oyeron la aguda voz de un perro: «Ay, ay». «¿No te lo decía? ¡Es Lutnia!». Silencio. Y otra vez: «Ay, ay». «Está buscando, el rastro no es claro, tendrá que trabajar un poco más.» Entonces, Tomás oyó por primera vez en su vida el concierto de los perros rastreros. «Guau, guau, guau, guau», se oía ahora seguido. Al instante, se le añadió una voz: «¡Dunaj!», gritó Romualdo. Se quitó la escopeta del hombro. Potente, a cortos intervalos, se oía la voz de Zagraj. Tomás jamás había imaginado que de las gargantas de los perros pudiera salir semejante música, que resonaba en algún punto lejano del bosque, verdadero coro atenuado por la distancia. «Están acosando a una liebre. Pero no aparecerá por aquí. Vamos, Tomás, en marcha», y Tomás echó a correr detrás de Romualdo a paso ligero, pero, de pronto, sintió que se le cortaba el aliento y apenas si podía seguirle. Una vez en el calvero, torcieron a un lado, por el avellanar, en dirección al barranco, luego siguieron por el fondo del barranco para volver a subir hasta el talud. «Aquí.» Romualdo le señaló un pino bajito detrás del cual tenía que apostarse, mientras él se quedaba en el centro, esperando, con el cuello tenso y el fusil preparado para disparar, inmóvil. El talud, cubierto aquí de pinocha, se inclinaba suavemente hacia una verde hondonada bien visible y, detrás de ella, otra vez una franja clara entre las paredes de árboles. El coro de los perros estalló de pronto a su izquierda, en una mezcla de deseo, obstinación y ferocidad, y enmudeció de pronto. Ay, ay, gemía de nuevo Lumia acosando aún.
No pasará… ¡Aquí está! A Tomás le pareció enorme, casi roja sobre el fondo verde, cuando apareció de pronto en la hondonada frente a ellos. Tomás abrió la boca y, por un instante, se alegró de no ser él quien disparaba. El desasosiego que sintió mientras aquello se acercaba y crecía era superior a sus fuerzas y, así, con la boca abierta, le sorprendió el disparo. La liebre recibió como una sacudida, dio una voltereta en el aire, y de inmediato sus patas se agitaron en convulsiones. Tomás la alcanzó el primero. Romualdo volvió a colgar del hombro el fusil y se acercó despacio, sonriendo. No, en realidad, los primeros en llegar fueron los perros. Dunaj la zarandeaba y levantaba hacia Tomás el hocico lleno de pelo. Romualdo sacó una navaja, cortó las patas traseras y las echó a los perros, mientras acariciaba a Lutnia en recompensa por el buen trabajo. Encendió un cigarrillo. «Este Dunaj, si la encuentra herida y no llegas a tiempo, es capaz de comerse media liebre», dijo.
Tomás preguntó a Romualdo como podía saber dónde tenía que detenerse. Éste se rió: «Hay que saberlo. Si la acosan por aquel lado» y señaló el avellanar del barranco, «y la presa ha dado la vuelta por allí» y señaló hacia la izquierda, «no tiene más opción que salir por aquí. Siempre vuelven adonde tienen su madriguera».
Tocó el cuerno para llamar a Dionisio y Víctor. Se sentaron en unos troncos. Un sol blanquecino trataba de abrirse paso entre las nieblas. Tomás preguntó qué clase de animales podrían encontrar todavía. Gamos y, a veces, zorros, pero no ocurre con frecuencia, son demasiado astutos.
Cuando Dionisio y Víctor salieron por fin del bosque, apartando las ramas mojadas de los pinos, deliberaron unos minutos y decidieron seguir por el talud, avanzando por las terrazas de tierra seca, reforzadas con piedras, que formaban como anchos peldaños. Y, mientras caminaban, hablando tranquilamente, los perros lanzaron una súbita queja, como un gemido de resentimiento: guau, guau; agarraron las escopetas. «¡La tienen a la vista!», gritó Dionisio y Tomás vio por un instante el pelaje de la liebre y, detrás de ella, las alargadas siluetas de Lutnia, Dunaj y Zagraj. «¡Se fueee!» exclamó Romualdo. «Inútil seguirla.» Y contó la historia de unos cazadores que, mientras los perros corrían tan lejos que apenas podían oírles, se sentaron a jugar a las cartas debajo de un árbol. De pronto, la liebre cruzó a toda velocidad por encima de las cartas. Esta historia indignó a Tomás por parecerle un ejemplo claro de la sacrílega actitud de las personas ante los problemas esenciales. Sospechas, no del todo fundadas, le insinuaban que, para ciertas personas, la caza no tiene más importancia que la que pueden tener las cartas o el vodka, y no es para ellos más que un simple pasatiempo.
La queja furiosa se transformó en un ladrido regular que iba alejándose. Sin prisa, se situaron en sus puestos Los arrendajos graznaban, inquietos por su presencia. Tomás fijaba toda su atención en la línea del sendero frente a él, pero se oyeron dos disparos que el eco trajo mezclado al rumor de las hojas. «Es Dionisio», adivinó Tomás, porque Víctor no habría podido disparar dos tiros seguidos con su escopeta de un solo cañón.
Después de una curva, miraron por entre unos troncos y vieron el espectáculo, a escala reducida, como a través de una lente: Dionisio, una liebre a sus pies y los perros. A las alusiones maliciosas de Romualdo, respondió que había fallado el primer tiro. Romualdo bebió de una botella plana, forrada de fieltro. Tomás rehusó cuando se la ofreció bromeando y se preguntó si aquel líquido era compatible con la dignidad de Romualdo el Magnífico.
«Mira, Tomás, tus zapatos ya no sirven.» Era verdad, los zapatos que se ponía para ir a la iglesia no servían para vagar por los prados húmedos. Él, quien se habría convertido casi en un experto, tendría que llevar botas de caña alta, de ser posible con una correa que se abrochase debajo de la rodilla, y, mejor aún (soñaba con ellas), unas botas que le llegaran por encima de la rodilla, como las de Dionisio. El abuelo sería capaz de comprender semejante petición, pero la abuela y la tía se opondrían seguro, las dos por motivos económicos.