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Romualdo merecía entrar en el Reino vedado a las personas corrientes. La presencia del animal lo excitaba, el músculo de su mejilla se contraía, todo él se transformaba en una tensa vigilancia, y era evidente que, en aquel momento, nada en el mundo le importaba más que aquello. Su sirvienta, Barbarka, era ya otra cosa: pertenecía al mundo de los adultos, ¡lástima, tan bonita y con un aspecto tan infantil! Debería entristecernos el ver cómo viven las personas, indiferentes a lo que es realmente importante; no se sabe, a decir verdad, con qué llenan sus vidas. Seguramente se aburren. De todos modos, Barbarka dedicaba mucho tiempo a cuidar el jardín: había llgado a cultivar flores hermosísimas, cuadros enteros de reseda, esbeltas malvas y ruda, cuyo olor verde sabía conservar durante todo el invierno. Para ir a la iglesia, se adornaba el pelo con ella, como todas las jóvenes. Pero aquellas miradas suyas, tan rápidas, llenas de curiosidad, como si ponderara los hechos siguiendo un pensamiento secreto, pertenecían a una persona extraña y adulta. Tomás le perdonó su primera ofensa y, desde entonces, simuló no fijarse en ella, aunque le molestara su aire de indulgencia, como si considerara, por ejemplo, que limpiar una escopeta no era más que un juego de niños. Si hubiera podido oír de sus labios una sola palabra de admiración, o respeto, pero no lo conseguía. Ante las presas que traía de sus expediciones contra las víboras, expresaba siempre, repugnancia, exclamaba «ex» y movía las comisuras de los labios en una especie de risita, como si aquella ocupación fuera poco menos que indecente.

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