– Pronto se acabará.
Era una voz, o una señal, que vibraba en el aire, por encima de la hierba seca en la que cantaban los grillos. Baltazar se tambaleó, de pie en el sendero, fulminado por la alteración de las cosas. ¿Por qué estaba allí? ¿De dónde había salido? ¿Qué tenía que ver con todo aquello? Frente a él, los objetos, borrosos y aplastados, bailaban en zigzag, provocándolo con su desconocido aspecto. El se elevaba en el centro del vacío: peor aún, no tenía siquiera centro, y la tierra no ofrecía apoyo a sus pies, se apartaba, huidiza, absurda. Caminaba y, a su paso, centellas de insectos saltaban a uno y otro lado,,;por qué están allí, siempre iguales? Saltan.
– Pronto, todo habrá acabado.
Los peldaños crujieron, la habitación estaba vacía; su mujer y sus hijos habían ido a Ginie a casa de la abuela, la jarra de cerveza estaba en la mesa, junto a una hogaza de pan. Inclinó la jarra, bebió unos tragos de cerveza y, con todas sus fuerzas, la estrelló contra el suelo. Unos regueros de un líquido oscuro se esparcieron en forma de estrella sobre las tablas rugosas. Se agarró a la mesa, y el olor de la madera, lavada con lejía, aquel olor, ligeramente rancio, de la casa le pareció repugnante. Miró a su alrededor, y su mirada cayó sobre un hacha apoyada contra la estufa. Se acercó a ella, la cogió y, tambaleándose, arrastrándola con la mano que colgaba volvió junto a la mesa. Cogió impulso y asestó un golpe, no a lo ancho, sino a lo largo, calculando bien el lugar. La mesa se derrumbó con estrépito, la hogaza cayó rodando y se detuvo del revés, mostrando su superficie plana y enharinada.
Baltazar trajo de la otra habitación una garrafa grande envuelta en mimbre y la dejó en el suelo. Luego, le dio una patada. Apoyado contra la pared, contempló el líquido que salía a borbotones y se extendía formando una amplia mancha, que llegaba hasta la mesa destrozada y rodeaba la hogaza. Tenía mucho que mirar, porque, destacándose de todo lo que le rodeaba, de pronto, aquello adquirió más fuerza y relieve. La materia, abultada por los bordes, se escurría perezosamente, se introducía por debajo de los bancos, dejando a su paso islotes que al momento ella misma recubría. Parecía, en sí misma, la premonición de lo inevitable, y Baltazar no pensó más que en ella cuando sacó del bolsillo unas cerillas.
Conoció entonces aquel instante, en el límite del ser y no ser; un segundo antes, no era, y un segundo después, es, para siempre, hasta el fin del mundo. Sus dedos sostenían la caja, mientras los de la otra acercaban el palito con la punta negra. Quizás siempre había deseado ser un acto puro, un gesto creador, cerrado sobre sí mismo, de manera que las consecuencias de ese acto no recayeran sobre él, pues le alcanzarían en el momento en que, inaccesible al pasado, estaría concentrándose ya el en acto siguiente. Frotó la cerilla contra la caja, y surgió la llama. La observó como si la viera por primera vez, hasta que el fuego le quemara, abrió los dedos y la cerilla se apagó mientras caía. Sacó otra, la frotó con brío y la tiró hacia delante. Se apagó. Encendió la tercera, se inclinó despacio y la acercó al petróleo derramado.
Volcó un banco encima de las llamas que se extendían con rapidez y salió. Llevaba el blusón desabrochado, sin cinturón. En el bolsillo, el tabaco y una botella de vodka.
– Pronto se acabará.
El futuro. No lo había. Una voz lo llamaba, el cielo estaba pálido y claro, los grillos cantaban. Día, noche, día, ya no los habrá, ya no serán necesarios. De algún modo, nacía en él la certeza, se fortalecía. ¿Acaso sabía adonde iba? Caminaba. Giró la cabeza y sintió el horror ante la consecuencia, el terror ante lo irrevocable al ver aquel humo que se escapaba por las ventanas abiertas de la casa. Esa eterna protesta de Baltazar contra la ley según la cual nada permanece en sí mismo, sino que todo se encadena sin cesar, y la botella que sostenía con dedos temblorosos, y esa caída en la hierba, y levantarse y arrastrarse a gatas, y esa llamada a la que tomamos por un grito, pero de nuestra garganta apenas si sale un ronco susurro.
Baltazar habría podido sin duda correr y procurar apagar el incendio. Pero esta idea ni le cruzó por la cabeza. Se ahogaba en su propio grito, no por lo que acababa de hacer, sino por lo que le había forzado a hacerlo: quizás, cuando sostenía la cerilla, sabía ya que era libre y, al mismo tiempo, que haría tan sólo aquello, nada más que aquello. También sabía, mientras estaba allí, a gatas, como un animal, que no se levantaría, ni iría a apagar el fuego.
La figura con una espada de madera se acercaba a él, con movimientos de víbora, trazando con la espada círculos de color paja. Baltazar veía sus ojos brillantes con pupilas verticales, y el cuerpo aplanado, al acecho. De un salto, arrancó una estaca de una cerca, se giró jadeando, pero, en la hierba frente a él, ya no había nada. Los filamentos del veranillo de San Martín bailaban en el aire, líneas de luz ligeramente combadas. A su alrededor, el bosque dorado al sol, el silencio de un día caluroso.
Nadie. Ni enemigo ni amigo, excepto la presencia de lo inasible y, por ello, aterrador. Se giró bruscamente, para rechazar un ataque por la espalda. Una picaza alzó el vuelo, graznando desde algún lugar de la zanja. El humo que salía por las ventanas envolvía en finas estrías el tejado de la casa y cubría ya, como una tenue niebla, las copas de los ojaranzos.
– Pronto se habrá acabado.