Más o menos en la misma época, Romualdo contrató a un nuevo jornalero, Dominico Malinowski. Si éste, por primera vez en su vida, se ausentaba de Gime, se debía a motivos muy graves.
Se encontraba aquel día en el pajar, en compañía del campesino para quien trabajaba aquel invierno, trillando con mayales. Quizás habría podido evitar el incidente, aunque ya por la mañana todo indicaba que algo ocurriría. Domcio sabía dominarse. Llevaba siempre los labios apretados y estrechos, a fuerza de retener lo que habría deseado decir, pero no podía. Entraba en la madurez y se parecía siempre más a un ave rapaz. Muchas veces sintió la tentación de agarrar a aquel sinvergüenza por el cuello, pero sabía que era peligroso ceder a los propios impulsos. Bum, el eco devolvía el golpe del mayal que sostenía el viejo; bam, le respondía el mayal de Domcio, y así, a dos voces, proseguían su tarea. Luego, se detuvieron, porque el viejo fue a descargar su mal humor sobre alguien de la casa. En realidad, fue entonces cuando empezó todo.
Ese alguien era una sirvienta de la edad de Domcio, a la que éste consideraba como una tonta porque se dejaba explotar por todos más de lo necesario. Poco importa ahora la simpatía que él pudiera sentir por ella, la cuestión es que, en aquel momento, tuvo que salir en defensa de la chica. El fibroso y reconcentrado orgullo del viejo tuvo que enfrentarse entonces a la fuerza de Domcio, y agarró aquel pescuezo, apretó con los dedos su nuez de Adán, lo sostuvo unos instantes en el aire y lo tiró al suelo con un ruido sordo. Salió a continuación por la puerta del corral y oyó a sus espaldas unos gritos.
Un minuto de triunfo: «Ya no estaré a tu merced». Pero, mientras se acercaba a la casa junto a la balsa, pensó en las consecuencias. Y éstas no tardaron en producirse. El viejo incitó contra él a otros campesinos; los más ricos, hicieron causa común, y Domcio no pudo contar a partir de entonces con encontrar trabajo en sus fincas. Tuvo que trasladarse, y le tocó en suerte Borkuny.
Mientras no encontraba trabajo, Domcio se quedó en casa labrando cucharas, cuencos y zuecos para recaudar algún dinero. A veces, su madre, sentada frente a él en el banco, miraba sus ágiles y expertas manos. Decía «la tierra», y entonces él levantaba la vista hacia aquel rostro surcado de arrugas, hacia aquellos labios atrapados entre dos pliegues, profundamente marcados en la piel. Siempre la misma historia: aquella petición de un pedazo de tierra, que podía aportarles la Reforma. «José decía que sí». «Ya están parcelando por todas partes…» Domcio no contestaba. Inclinaba la cabeza y hundía su cuchillo en la madera de tilo, con mayor atención que de costumbre. Pensativo, conducía lentamente la hoja hacia él, abriendo un profundo surco.