– ¡Madre! ¡Madre!
Dionisio, llorando, se dirigía suplicante a la vieja Bukowski, pero todo parecía inútil.
– ¡Satanás! -gritaba, pegando puñetazos en la mesa-. ¡Satanás, lo he traído yo al mundo para mi desgracia! ¡Canalla! ¡Sinvergüenza!
Estaba muy colorada, y Dionisio temía por su salud. Jadeaba pesadamente, se inclinaba sobre la silla y se cogía la barriga.
– Ay, ay, me duele el estómago.
Y seguía quejándose:
– Nos arrojará a todos al fango. Acabará por matar a su propia madre, pero ¿eso a él qué le importa? Ay, Dionisio, siento náuseas.
Dionisio se acercó al armario, llenó medio vaso de vodka y lo puso frente a ella. Se lo bebió de un trago, secándose luego los labios. Alargó el brazo con el vaso en la mano en señal de que quería más. Dionisio volvió a llenárselo, contento de que no rechazara la medicina.
– Víctor, quédate un rato con tu madre.
Salió al porche. Allí, en un pequeño banco, estaba sentado Romualdo, con la cara seria, fumando:
– ¿Cómo está?
Dionisio se sentó a su lado y empezó a liarse un cigarrillo.
– Grita y se encuentra mal. Será mejor que no entres ahora.
– No pensaba entrar.
– ¿Tenías que hacerlo así? ¿No habría sido mejor decírselo poco a poco, para prepararla?
Romualdo se encogió de hombros.
– ¿Es que no la conoces? De golpe o poco a poco, daría lo mismo.
Se quedaron callados. Las gallinas rascaban la tierra bajo los manzanos, entre los hoyos que habían dejado sus cuerpos en la tierra fina, cubierta de huellas dejadas por sus patas. El gallo perseguía a una de ellas; la alcanzó se quedó unos instantes aleteando encima de ella, hasta que se dejó caer al suelo con aire desgarbado. Ella sacudió sus plumas, como siempre asombrada por lo que acababa de ocurrirle, pero pareció olvidarlo en seguida, antes mismo de poder reflexionar sobre ello. Un caballo, con las manos atadas, saltaba sacudiendo la crin. Dionisio se levantó de un brinco, pues el caballo se aprestaba a entrar de aquella manera en un arriate en el que maduraban plantas de adormidera. Levantó un palo del suelo, lo lanzó en dirección del caballo y agitó los brazos para asustarlo. Los patos avanzaban por la hierba lanzando melancólicos graznidos; el sol calentaba mucho, y aquel mes de septiembre era seco.
– ¿Y ahora, qué pasará? -preguntó Dionisio.
– ¿Qué quieres que pase? Cuando se calme, se calmará.
– ¿Pero cómo lo harás? Dice que no te dará su bendición.
El disgusto y una barba de dos días oscurecían el rostro enjuto de Romualdo:
– Si no quiere dármela, que no me la dé. ¿Qué puedo hacer yo? Tú, obedeces a tu madre; no quiso que te casaras. Esto le parece mal, lo otro peor; no hay modo de contentarla.
– Pero, ya sabes, no es más que una simple campesina… -murmuró Dionisio.
– La tuya era una dama, y madre tampoco la quiso.
La cosa no había sido exactamente así. El motivo de aquella otra negativa suya no había sido la persona elegida, sino su propio hijo, como si estuviera celosa y prefiriera verlo soltero a perderlo. Ahora, en cambio, ocurría algo realmente terrible y explicar cómo se había llegado hasta allí, al igual que tratar de explicar cómo una mosca se va enredando gradualmente en una telaraña, era demasiado difícil.
El blasón. En el fondo del gran baúl, estaban guardados viejos documentos de la familia, aunque, a decir verdad, nadie los había tocado desde la muerte del viejo Bukowski, quien todavía sabía descifrarlos; pero allí estaban. Mezclar la sangre de los Bukowski con la de los esclavos, que durante siglos habían sido tratados a latigazos, era como arrojar el blasón al fango. De hecho, los Bukowski trabajaban como campesinos y, desde fuera, nada los distinguía de ellos, pero cada uno era igual a un rey, porque, en otros tiempos, ellos eran quienes elegían a los reyes. Si el padre nunca se había doblegado ante nadie, ni el abuelo, ni el bisabuelo, ni el tatarabuelo, ¿cómo soportar la idea de que podría nacer un Bukowski en el que reaparecerían las oscuras tendencias al rastrero servilismo y a la astucia propios de la gente de vil condición? Y el recuerdo de quien era y de aquello a lo que le obliga su apellido ya no le protegerían de nada; volvería a casarse con una campesina y, así, su linaje se diluiría en la suciedad de la turba que no sabe, ni quiere saber, de dónde proviene.
De modo que la vieja Bukowski, que se consideraba la guardiana de la pureza de su sangre, tenía suficientes motivos para estar desconsolada. No se había opuesto a que Barbarka viviera en Borkuny; contaba con el buen sentido de Romualdo, a pesar de que ciertos detalles hubieran tenido que ponerla sobre aviso. Barbarka estaba demasiado segura de su posición en la casa, se tomaba demasiadas libertades. Romualdo hizo públicas las amonestaciones. El padre Monkiewicz no mostró sorpresa, pero su corazón se inundó de dulzura al comprobar que lo que no era cristiano se volvía cristiano y que, a pesar de ser un noble, Romualdo era una persona decente. Cabría preguntarse si, desde su punto de vista, Romualdo había obrado correctamente al hacer públicas las amonestaciones. Si quería seguir teniendo a Barbarka en casa para que alguien le frotara la espalda en el baño, entonces había hecho bien. Por ciertas razones, era difícil seguir viviendo como hasta entonces, o, más bien, era de suponer que le sería siempre más difícil. Lo cual no quiere decir que tomar aquella decisión no le costara vencer muchos escrúpulos y muchas dudas. Quizás le ayudara su ira contra Helena Juchniewicz, que se había divertido con él y que, por fin, al dejar bruscamente de ir a visitarle, dio buena muestra de lo que son los caprichos de la gente encopetada: su casa ya no le parecía suficientemente digna.
Comunicar a su madre la decisión tomada no había sido nada fácil para Romualdo, quien pasó un mal rato. Habló mucho de la hacienda, de que necesitaba ayuda y de que tendría que casarse. ¿Con quién? Pues bien, supongamos que con… y pronunció aquel nombre; le siguió una carcajada llena de sarcasmo, pero él insistió en que su decisión era firme. Entonces, estallaron los gritos y volaron las sillas que caían al suelo estrepitosamente, hasta que la Bukowski agarró un bastón y se arrojó sobre él a bastonazo limpio.
Cuando Dionisio volvió a entrar en la habitación, encontró a su madre inmóvil, con la mirada fija en un punto y los puños apretados apoyados en la mesa. El contenido de la botella había disminuido visiblemente. Víctor, sentado en la cama, la miraba con la boca entreabierta. Un temblor sacudía de vez en cuando la cabeza de la vieja.
– ¡Qué deshonra!
Y otra vez, más bajito, como para sí:
– ¡Qué deshonra! ¡Qué deshonra!
Dionisio quería mucho a su madre y la compadecía. Pero ya no quedaba nada por decir. Sentado en un banco, miraba a San Eloy, cuya mano, que sostenía la palma, estaba cubierta de manchitas dejadas por las moscas. En el matamoscas de cristal junto a la ventana, el suero de la mantequilla estaba lleno de puntos negros que todavía se movían, las moscas más resistentes trepaban al amasijo formado por sus compañeras ya sumergidas, arrastrando torpemente las alas embadurnadas.