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Los cascabeles tintinean, el caballo resuella, los trineos se deslizan sin ruido. Sobre el blanco manto de nieve, a ambos lados del camino, unas huellas. Un cuadrado torcido: es una liebre. Si el cuadrado se alarga significa que la liebre corre aprisa. La huella de un zorro sigue una línea recta -una pata tras otra- y trepa por la colina, allí donde la nieve reluce bajo el sol, hasta el bosquecillo de abedules de color azul violeta. Los pájaros dibujan tres líneas convergentes, a veces el rastro de la cola, o una señal borrosa de las plumas de las alas.

A causa del frío, la nariz de tía Helena se llenaba de venitas y sobresalía, más oscura, de la cara sonrosada, por encima del cuello de la pelliza. Ésta había perdido su colorido de origen y se había vuelto marrón, pero la de Tomás, aún muy nueva, recordaba por sus tonos vivos el pelaje veraniego de las ardillas. Por eso, y también porque era suave, a Tomás le gustaba frotarse la mejilla con la manga. La gorra con orejeras del abuelo, demasiado grande para él, le caía continuamente sobre los ojos, y Tomás se la levantaba una y otra vez con paciencia. Helena se cubría con un gorro redondo de borrego, color gris.

En Borkuny, los senderos junto a la casa se habían puesto amarillos por la nieve pisoteada; se veían salpicaduras de agua, rugosas, que se habían helado tras estrellarse en el suelo, y montones de estiércol de caballo entre los que correteaban a saltitos los gorriones. Barbarka, con sus largas medias de lana y sus zuecos, se afanaba en servir la mesa. Era la hora de la merienda. Los tres estaban sentados a la mesa; Tomás se aburría, se levantaba y se iba a mirar las armas de caza colgadas de la pared. Una especie de complicidad entre Romualdo y Helena ponía nervioso a Tomás. Le parecía descubrir entonces a otro Romualdo que no era tan bueno como había creído, que se hacía cómplice de los adultos y que prodigaba bromas, coreadas por las risitas entrecortadas de tía Helena. También le inducía a marcharse cuanto antes las idas y venidas de Barbarka quien, llena de ira, no se sabía bien por qué, se mordía los carnosos labios. Pero, si le obligaban a quedarse sentado a la mesa, se perdía hasta tal punto en sus sueños, que el «¡Come!» de Helena le producía un sobresalto. Nadie habría podido adivinar sus pensamientos, que no eran muy decentes. Las sonrisas y las invitaciones a comer y a beber le parecían poco naturales. ¿Por qué todos representaban una comedia, hacían muecas, se imitaban, cuando en realidad eran tan diferentes? Nadie enseñaba a los demás lo que tenía de auténtico. Cuando estaban reunidos, todos cambiaban. Por ejemplo, Romualdo, cuando se mostraba tal como era, decía: «Es hora de cagar», se agachaba junto a un árbol y luego se limpiaba con una hoja, sin esconderse de nadie; allí, en cambio, todo eran amabilidades y besuqueo de manos. Helena también se abría de piernas, y por ellas bajaba un chorrito; pero, allí, se comportaba como si no tuviera nada en aquel sitio, como si hubiera dejado aquella parte de sí misma en casa: tan noble y pura. Incluso Barbarka. ¿Por qué ella también? Barbarka, tan hermosa que hasta daba miedo, ¿también se agachaba, con sus mejillas arreboladas? ¿A ella también le salía aquello por allí, entre la pelambrera? Tomás temblaba cuando la miraba mientras se imaginaba aquellas cosas, pues de su frente lisa y de los rayos azules de sus ojos a aquello, no mediaba mucha distancia. Todos ellos sabían unos de otros que hacían aquellas cosas; entonces ¿por qué se comportaban como si no lo supieran? A decir verdad, cada una de aquellas visitas forzadas, en las que se veía obligado a presenciar sus aburridas muestras de buena educación, provocaba en él la misma actitud díscola, pero nunca tanto como en las visitas a Borkuny aquel invierno. ¡Qué bonito sería si todos se desnudaran, se agacharan unos frente a otros y se pusieran a hacer sus necesidades! ¿Seguirían diciendo bobadas demasiado tontas para que las dijeran cada uno por separado? No, les vencería el sentido del propio ridículo. La gran dosis de placer que le producía imaginar ese tipo de escenas se avivaba con el deseo de triunfar sobre cada uno de sus disfraces, de arrancarles sus pretensiones. Tomás se juró a sí mismo no ser nunca como ellos. Pero su protesta se dirigía sobre todo contra Helena, quien contagiaba al señor Romualdo, o lo forzaba a adoptar aquellas actitudes simiescas.

Hacia el anochecer, cuando el cielo se impregnaba por el horizonte de un severo color rojizo y las delgadas ramas parecían gélidos látigos, sobre los abedules junto al río se posaban los urogallos. Tomás observaba las liras de sus colas durante el vuelo y la blancura de sus alas vistas desde abajo: si conseguía acercarse lo suficiente, veía el brillo metálico de su negro plumaje; de lejos, sólo se divisaban sus siluetas entre las ramas más altas de los árboles. Romualdo sacó una vez del armario un señuelo de madera que era igual que un urogallo. Se fija el señuelo al extremo de una pértiga, de modo que parezca el animal vivo, y se coloca la pértiga cerca de un abedul. Los urogallos creen que es un compañero y se acercan volando: entonces, se les dispara. Romualdo le prometió que un día irían a cazar urogallos, pero el plan no llegó a realizarse porque comenzaron las fuertes heladas y sólo una vez fueron de paseo al bosque, desgraciadamente con Helena. Romualdo les mostró unas huellas, que después de examinarlas cierto tiempo, resultaron ser de un lobo. ¿Cómo distinguía esas huellas de las de un perro grande? Hmm, tendría que ser un perro excepcionalmente grande -explicó-, y además las almohadillas de los dedos del lobo dejan una señal más honda y están más separadas.

Romualdo iba pocas veces a la iglesia; pero, cuando lo hacía, después de misa iba a visitarles. Tomás encontraba a Barbarka cada domingo. Rezaba con un grueso misal entre las manos, el triángulo de su pañuelo caído en la espalda, y allí no le intimidaba tanto como en Borkuny. En la iglesia, todo parece menos peligroso, incluso Domcio, cuyos pelos enmarañados distinguía a veces entre la multitud. La iglesia no le predisponía a la rebelión, pero, aun así, le daba algunos disgustos. Tomás consideraba que durante la misa los sentimientos de las personas debían elevarse hacia Dios y que, de no ser así, sería una especie de engaño. Él no quería engañar, por lo que cerraba los ojos y trataba de elevarse con el pensamiento, muy alto, a través del techo de la iglesia, hasta el mismo cielo, pero no lo conseguía. Dios era como el aire, y cada una de sus imágenes se volatilizaba al instante. En cambio, hacía con insistencia observaciones de tipo terrenal sobre todos los que le rodeaban: cómo iba vestida la gente, qué cara ponía. O bien, si conseguía elevarse por el espacio, era para colocarse él mismo en lugar de Dios y observar desde arriba la iglesia y a todos los allí reunidos. Entonces, el techo se volvería transparente y los vestidos también, y allí estarían, arrodillados, con sus vergüenzas a la vista de todos, aunque trataran de ocultárselas los unos a los otros. También quedaría al descubierto el interior de sus cabezas: desde arriba, podría coger con enormes dedos a uno y a otro, los colocaría en la palma de la mano y miraría cómo se moverían. Luchaba contra esa clase de sueños, pero aparecían en cuanto trataba de elevarse hacia esferas celestiales.

Quedó muy impresionado con la lectura de un libro sobre los primeros cristianos y Nerón (quien los convertía en antorchas vivientes en el grabado de la habitación del abuelo). Esa lectura le inspiró un sueño sobre la pureza. Tomás estaba en la arena de un circo romano, en un grupo de cristianos. Entonaban cánticos, y a él las lágrimas le bañaban el rostro, pero eran lágrimas de puro placer por lo bueno que había sido al acceder voluntariamente al martirio; se sentía todo él tan limpio interiormente que se había convertido en un río sin diques. Cierto día, hacía mucho tiempo (había ocurrido una sola vez), recibió una paliza por orden de la abuela por haber cometido una falta grave. Antonina lo aguantaba, y uno de los mozos azotaba con una vara su cuerpo desnudo. La operación, a pesar de los alaridos, le dejó el mejor de los recuerdos. Sintió una especie de ligereza en el alma y alegría por los pecados expiados, y derramó las mismas lágrimas de felicidad y plenitud que en aquel sueño sobre la muerte.

Los leones se fueron acercando. Sus dentadas fauces ya estaban allí, muy cerca, y los colmillos se hundían ya en su carne; la sangre fluía, pero él no sentía miedo, tan sólo un luminoso júbilo que lo unía al Bien, para siempre jamás.

Pero esto ocurría en sueños. En la realidad, aquella misma semana le hizo una terrible escena a Helena. Había perdido el libro de tapa negra en cuyas páginas amarillentas copiaba los nombres latinos de los pájaros. Buscó por todas partes, preguntó a todos los mayores si lo habían visto, pero nadie sabía nada. ¿Qué había sido de él? Por fin, por pura casualidad, lo descubrió en la habitación donde, entre semillas esparcidas sobre trapos y montones de lana, dormía Helena. ¿Y dónde estaba? A una de las torneadas patas de la cama le faltaba un pedazo y, en su lugar, Helena había colocado el libro. Tomás la amenazó con el puño, gritando, y ella se extrañó de que estuviera tan furioso y no entendía qué mosca le había picado. ¡Idiota! Para ella, naturalmente, un libro y un ladrillo eran lo mismo, ningún pájaro o animal le interesaba lo más mínimo, y no distinguía un gorrión de un escribano. Si se interesó por el búho, fue tan sólo porque había recibido dinero por él. Y cuando simulaba escuchar con atención lo que Romualdo le contaba sobre la caza, le engañaba vilmente; lo hacía simplemente por coqueteo. No es muy cristiano alimentar un sistemático desprecio por un semejante. Pero a Tomás no le preocupaba demasiado, su desprecio por Helena le sugería distintos sistemas para castigarla, no sólo por esa última falta, sino en general, por ser tan tonta. Por ejemplo, coger semillas de belladona y echárselas a la sopa. Pero, alrededor de la casa, no había más que nieve, era invierno, no había dónde ir a buscar el veneno y, pasados unos días, la tensión del odio disminuyó. Además, si ella era como era, ciega a todo lo que es digno de ser amado, ni siquiera valía la pena el esfuerzo de envenenarla: mejor sería ignorarla.

En el césped, ahora blanco, enfrente de la casa, Tomás se entretenía haciendo bolas de nieve que iban aumentando de tamaño al ceñirlas con las tiras de plumón que iba arrancando a su paso. Luego, colocaba esas bolas una encima de otra y, en la más pequeña, que hacía las veces de cabeza, introducía dos carbones (los ojos) y una pipa hecha con una ramita. Pero las manos se le quedaban heladas y, además, una vez terminado el muñeco, ya no sabes qué hacer con él. Por la mañana, ayudaba a Antonina a encender las estufas. En el silencio de la casa, que parecía encerrada en una caja forrada de algodón, resonaba el enérgico repicar de sus zapatos en el vestíbulo. Entraba con ella una bocanada de aire frío, y el hielo, sobre los leños que volcaba ruidosamente en el suelo, les daba el brillo de un cristal. Entonces, Tomás colocaba en el hogar láminas de corteza de abedul, sobre las que construía una pequeña pirámide de cortos leños secos, que se ponían a secar en la rendija entre la estufa y la pared. El fuego lamía la corteza, que se enroscaba formando como unas trompetitas. ¿Cogerá, o no cogerá? Antonina entraba con la leña, seguida de Tomás, en la habitación de la abuela Dilbin cuando aún estaba a oscuras, e iba en seguida a abrir por fuera las contraventanas. Tomás parpadeaba, cegado por la súbita claridad, y parpadeaba la abuela que se apoyaba, encorvada, en una almohada colocada perpendicularmente a la cabecera de la cama. Sobre la mesilla de noche, junto a un grueso misal, había un montón de frasquitos de medicamentos, que exhalaban por toda la habitación un olor mareante. Ya no se quedaba allí tanto tiempo como en otoño y aprovechaba cualquier excusa para salir corriendo, pues ya estaba harto de gemidos. Se balanceaba en la silla junto a la cama, sabiendo que su obligación era quedarse, pero no resistía mucho tiempo y se escabullía con un sentimiento de culpa. Ese sentimiento no aumentaba por el hecho de huir: la abuela, enferma y llorosa, entraba en aquella categoría de cosas que se examinan con indiferencia e incluso con irritación, y por las que, mientras se las examina, se siente a la vez satisfacción y vergüenza.

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