Tomás poseía un Estado propio. De hecho, por ahora sólo lo tenía sobre el papel, pero en él podía arreglarlo y cada día cambiarlo todo a su gusto. La idea le vino mirando unos largos rollos de papel vegetal que el abuelo y tía Helena (quien ahora iba por allí a menudo) extendían encima de la mesa. Pintadas con acuarelas, podían verse figuras geométricas y líneas divisorias: eran los planos de las tierras pertenecientes a Ginie. Las superficies claras, uniformemente coloreadas, se transparentaban a través del papel.
El Estado de Tomás era totalmente inaccesible, rodeado por todas partes de barrizales, parecidos a los que habita la serpiente de cabeza roja. Debería estar totalmente cubierto de bosques, pero, tras pensarlo bien, decidió introducir en él un poco del claro verdor de los prados. No harían falta carreteras, pues una selva virgen atravesada por una carretera no sería una auténtica selva virgen, así que, para comunicarse habría una red de ríos unidos por líneas azules de canales y lagos. Las personas especialmente invitadas podrían pasar, claro está, pues había marcado unos pasos secretos entre los barrizales. Todos los habitantes -no muchos, porque el país se destinaría ante todo a cobijar cómodamente a los animales: bisontes, alces y osos- vivirían exclusivamente de la caza.
Llegaron los fríos otoñales, y Tomás se quedó sin mesa, pues la que estaba en la parte de la casa cerrada durante el invierno, la transportaron a la nueva ala. Junto a ella, estudiaban los planos y tenían lugar aquellas largas conversaciones en las que se repetía la palabra «reforma», y durante las cuales él temía las preguntas indiscretas de su tía Helena. Por eso, cuando se sentía amenazado, recogía sus mapas y papeles y se instalaba en la pequeña mesita del cuarto de la abuela Dilbin. Ésta no le molestaba en absoluto, porque estaba casi siempre en cama, enferma. A cambio, tenía que escuchar sus quejas y gruñidos, pues, según ella, todos la habían olvidado y se sentía como entre extraños; se moriría en aquel agujero y jamás volvería a ver a sus hijos, jamás. Maldecía a los lituanos por su infame ingratitud. Si Konstanty y Teodoro, y todo el ejército polaco, no hubieran luchado contra los bolcheviques, ya verían qué hubiera quedado de su Lituania. Y, por eso, el padre de Tomás y su tío recibían esa recompensa: no poder volver a su tierra natal, ni por unos días, como si fueran criminales. Sus cartas llegaban después de dar un gran rodeo por Letonia y, por lo tanto, con mucho retraso: entre Polonia y Lituania, incluso esto había sido prohibido. Para recibir pronto las cartas, hacía verdaderas comedias. Tomás observaba los subterfugios de que se valía para obligarles a mandar los caballos al pueblo para recoger el correo, si habían estado unos días sin ir. Simulaba estar a punto de morirse para que alguien fuera a buscar al doctor Kohn, hasta en días de grandes aguaceros. Luego, sus dedos temblaban al romper los sobres, parpadeaba aprisa, y unas manchas rojizas aparecían en sus mejillas.
Tomás no podía tomarla en serio, ni le impresionaban sus susurrantes quejas y, al mismo tiempo, sentía una especie de irritación cada vez que la oía hablar de su Konstanty. La abuela Misia y tía Helena decían de él que era un cara dura. Ahora había llegado a ser oficial de carrera, lugarteniente de los ulanos, lo cual indicaba que había mentido y no había dicho que sólo tenía tres cursos de bachillerato, porque, para ser oficial, hay que haber terminado los estudios secundarios. Con su perpetua manía de citarlo, la abuela se ponía en ridículo. También criticaba sin parar la vida en Ginie: que si estaba a merced de los Surkont, en una casa en la que ni siquiera se sirven comidas decentes, que si no tenía a quien dirigir la palabra, que si Antonina era allí la dueña, e incluso que si el tabaco casero que Tomás le cortaba en pequeñas tiras para liar cigarrillos era malo (pues, según ella, no tenían buen aspecto hasta que no recortaba con unas tijeras las hebras que sobresalían del tubito; cuando estaban colocados en la cajita, todos iguales, le gustaba removerlos). Tomás sólo escuchaba a la abuela con atención cuando le explicaba lo magnífico que sería cuando, por fin, viniera su madre y se los llevara de allí a los dos, a él y a ella.
Muchos días a la semana, Tomás iba al pueblo a tomar clases con José. Cuando escribía cifras, se aplicaba mucho y deseaba que su maestro lo elogiara; no le importaba el hecho de que las dos abuelas y tía Helena no respetaran en absoluto a José. Éste alzaba los hombros cuando apoyaba los codos en la mesa; la nuez de su cuello musculoso subía y bajaba, y su aspecto de pesada solidez inspiraba confianza. Quizás era lo que más falta le hacía a Tomás; alguien que dijera: esto está bien, esto está mal, y él pudiera tener la seguridad de que era así.
De vez en cuando, aparecían funcionarios lituanos y, entonces, la abuela Misia y tía Helena se escondían, pues consideraban que no convenía recibirles con excesiva cortesía; no querían mancillarse con la poco adecuada compañía de aquellos «porquerizos», como les llamaban, ya que, más que verdaderos funcionarios, eran en realidad campesinos. Tomás miraba por la puerta entreabierta y los veía sentados con el abuelo, quien simulaba beber, para incitarlos a ellos a beber vodka. Luego, el abuelo subía a su coche hasta el granero, y allí Pakienas les cargaba uno o dos sacos de avena para sus caballos.
Estas visitas intensificaban las conversaciones sobre «negocios», en las que tomaba parte incluso la abuela Misia, mientras se balanceaba frente a la estufa, ora sobre un pie, ora sobre el otro. También por negocios el abuelo iba ahora a la ciudad. Colocaba el dinero y los documentos en una bolsa de tela, que se colgaba del cuello, y, para más seguridad, la sujetaba con imperdibles a la camiseta. Encima, se ponía la camisa, un jersey de lana y el chaleco.
Entre las puntas del cuello duro introducía el nudo de la corbata que sujetaba con una goma. De un bolsillo a otro del chaleco colgaba la gruesa cadena del reloj.
Como consecuencia de sus visitas a Borkuny, Tomás se dedicaba a escribir en un cuaderno especial, que parecía un libro, en la habitación de la abuela Dilbin o, si no podía aguantarla por más tiempo, en el comedor bajo la lámpara. Recortó con cuidado unas cuartillas de papel, pegó los bordes, les puso unas tapas de cartulina y escribió encima: Pájaros. Al hojearlo (cosa que nadie hacía, pues el valor de la obra consistía en que era secreto, y Tomás habría odiado al que se hubiese atrevido a hacerlo), se habrían encontrado, primero, con unos títulos, en letras más grandes y subrayadas, y, debajo, con letra más pequeña, la descripción. Le costó mucho vencer su inclinación por los garabatos; escribía con la pluma, despacio, sacando la lengua. Su esfuerzo fue coronado por el éxito, porque el conjunto no se presentaba nada mal.
Tomemos como ejemplo los picos. Ante todo, el que más le gustaba, y aparecía en invierno en el parque, era grande y de colores variados. Sólo una especie, la grande, tiene la cabeza roja. Así pues, escribía: «Pico dorsiblanco (Picus leucotos L.)» y, debajo: «Habita en bosques frondosos con viejos árboles decrépitos, así como en densos bosques de coníferas. En invierno, se acerca a los poblados».
O bien, «Pico negro {Picus martius L.), el mayor de la familia de los picos. Es negro, con una mancha roja en la cabeza. Anida en bosques de coníferas o abedules».
Tomás había visto un pico negro en Borkuny: no de cerca, pues no permite que nadie se le acerque; sólo se le puede entrever un instante entre los troncos de los abedules y el eco se lleva su agudo y chirriante crri-crri-crri.
De hecho, ignoraba que, después del nombre latino, se escribía «L.», o «Linni» en recuerdo del naturalista sueco Linneo, quien fue el primero en clasificar las especies, pero nunca dejaba de poner esta inicial para que su libro sobre los pájaros no se diferenciara en nada de otras clasificaciones sistemáticas. Los nombres latinos le encantaban a Tomás por su sonoridad: por ejemplo, el escribano (Emberisa Citrinella), o bien el zorzal (Turdus Pilaris), o el arrendajo {Garrulus Glandarius). Algunos de estos nombres se distinguían por tener una enorme cantidad de letras, y los ojos de Tomás debían saltar continuamente de su cuaderno a la página del antiguo tratado de ornitología para no dejarse ninguna. Ahora bien, si los repetía varias veces, sonaban muy bien: el cascanueces era nada menos que Nucifraga Caryocatactes, sin duda una palabra mágica.
Aquel cuaderno demostraba la capacidad de Tomás para centrar su atención en lo que le apasionaba. El esfuerzo valía la pena, porque encerrar un pájaro en un escrito y ponerle un nombre equivale casi a poseerlo para siempre. ¡Qué interminable cantidad de colores, tonos, chirridos, silbidos y aleteos! Al volver las páginas, lo tenía todo ante sus ojos, y Tomás actuaba ordenando, en cierta manera, aquel exceso de existencia. En realidad, en los pájaros, todo causa inquietud: sí, existen, pero ¿podemos simplemente afirmarlo y luego nada? La luz centellea en sus plumas cuando vuelan; del cálido amarillo interior de los picos, que los polluelos abren en su nido escondido entre las ramas, nos llega como una corriente de relación amorosa. Y la gente considera que los pájaros no son más que un detalle sin importancia, algo así como un adorno móvil, casi ni se fijan en ellos, cuando lo que deberían hacer ante semejantes maravillas, es dedicar toda su vida a una sola finalidad: meditar sobre la felicidad.
Esto (más o menos) es lo que pensaba Tomás, y ni la «reforma» ni los «negocios» le afectaban, aunque el apasionamiento con el que oía hablar de ellos le forzaba a tomarlo en consideración. Oía continuamente: «Pogiry», «Baltazar», «el prado», y era lo suficientemente listo como para entender de qué se trataba, aunque no le cayera bien. Deseaba, ciertamente, que al abuelo le salieran bien las cosas, pero habría preferido que no hablara de ello con tía Helena.