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Las vecinas hablaban de ello, con los codos apoyados en los setos. Los hombres callaban, los ojos fijos en las pulgaradas de tabaco, ensalivaban el papel de fumar y simulaban estar absorbidos por esta actividad. La inquietud iba lentamente en aumento, aunque, por ahora, sólo buscaran las causas, trataran de acertar y procuraran no pronunciar palabras peligrosas.

Quien más datos proporcionaba, y con ello aumentaba el chismorreo, era el nuevo padre Monkiewicz, rechoncho, calvo y nervioso. Se asustó y no pudo mantenerlo secreto por mucho tiempo. No supo encontrar explicación natural alguna a aquel continuo golpeteo en la pared (tres golpes cada vez). Después de las cosas que le contaron, empezó a sentirse incómodo en aquella casa y soportaba mal la presencia que se dejaba sentir con aquellos golpes en la pared, o moviendo lentamente el pomo de la puerta. Se levantaba de un salto, abría la puerta, pero, detrás de ella, nunca había nadie. Vivía con la esperanza de que aquellas manifestaciones se acabarían; pero, por el contrario, se hacían notar siempre más. Pidió al sacristán que fuera a dormir a la parroquia, y, a partir de entonces, nadie tuvo ya que limitarse a conjeturas. Además, el padre Monkiewicz, al ver que no conseguía solucionar pronto el caso, pidió ayuda a algunos de sus feligreses. Se reunían varios por la noche y hacían turnos en la cocina.

El pobre espíritu de Magdalena no quería abandonar los lugares en los que había sido tan feliz. Con un hacha invisible cortaba invisibles maderos y encendía una gran fogata que lanzaba llamas y crepitaba como si fuera de verdad. Removía los pucheros, cascaba huevos y hacía tortillas, a pesar de que la placa de la cocina permanecía fría y vacía. ¿De qué instrumentos disponía? ¿Se trataba sólo de sonidos, una especie de amplio registro de murmullos que imitaban los sonidos de la naturaleza, o es que el espíritu poseía otra cocina, distinta, con un cubo universal, una sartén universal, y un montón universal de leña que eran como el extracto de todos los cubos, sartenes y leñas que podían existir? Imposible saberlo. No quedaba más que escuchar y, como mucho, no confiar en los propios sentidos. El agua bendita se mostraba ineficaz. El sacerdote rociaba la cocina, se producía una corta pausa y, de nuevo, volvía a empezar cada día con más desenvoltura, armando ruido con los cacharros, arrastrándolos y haciendo chapotear el agua. Peor aún, al parecer, aquella actividad se trasladó al dormitorio. Además de golpes y movimientos del pomo de la puerta, se oían también pasos, y papeles y libros caían al suelo. Otra novedad: algo así como una risa sofocada. El padre Monkiewicz hizo la señal de la cruz y roció con agua bendita un rincón: nada; otro rincón, nada; otro rincón, nada, pero, cuando se acercó al cuarto rincón se oyeron risitas y un silbido como a través de una nuez vacía.

La noticia se extendió rápidamente por todas las aldeas vecinas y, si la gente de Ginie no hubiera creído que al fin y al cabo era asunto suyo y que no había que involucrar a gente de fuera, habrían intentado ir a pasar la noche a la cocina, no tres, sino trescientos hombres. Al no poder tomar parte activa en el asunto, se dedicaban a comentar, y la parroquia era un hervidero de toda clase de chismes, a cual más disparatado.

Fue Baltazar quien, en cierto modo, contribuyó a afirmar la creencia de que al espíritu de Magdalena ya no le bastaba el edificio de la parroquia. Todo lo que contaba habría merecido ser tomado a broma, o al menos con ese mínimo de seriedad con el que se suelen escuchar las historias de borrachos para que no se sientan ofendidos… de no ser por un detalle. Baltazar afirmaba, nada más ni nada menos, que acababa de ver a Magdalena del lado del cementerio, montada en un caballo blanco que bajaba hacia el río. Iba desnuda, y tanto ella como el caballo resplandecían en la oscuridad. Cuando, en casa de su suegro, se reunió mucha gente, repitió una y otra vez lo mismo y se enfadaba cuando le insistían y le volvían a insinuar que, a lo mejor, se trataba tan sólo de una alucinación. Entonces, alguien tuvo la idea de ir al establo del cura y comprobar si su caballo bayo estaba allí. Estaba, pero sudado como si alguien lo hubiera estado montando al galope.

La casa de los Surkont era naturalmente un hervidero de noticias, y Antonina volvía cada día con algo nuevo. La abuela Misia repetía: «¡Es tremendo!». Encantada con aquellas bromas de ultratumba invitó al sacerdote para que descargara sus penas. Saboreando un té de fresas y con cara preocupada, confesó que estaba al límite de sus fuerzas y que, si aquello no cesaba pronto, pediría el traslado a otra parroquia; de modo que el triunfo de la abuela fue total, y, en sus exclamaciones de incredulidad («¡qué me dice usted!»), se notaba una inmensa satisfacción, pues ella estaba de parte de los espíritus y no de los hombres. Pero entonces ocurrió algo, allí mismo, y a Tomás, a quien dejaron visitar a Szatybelko en la cama cuando ya se encontraba mejor, se le ponía la carne de gallina. El enfermo hablaba con voz débil; la barba descansaba sobre la sábana, y en la alfombrita dormitaba Mopsik, hecho un ovillo: su comportamiento había sido indigno, pues había huido con su resto de cola entre las piernas, pero su amo no le guardaba rencor. Esta es la exacta descripción del encuentro. Era la época de la trilla. El locomóvil se guardaba en un cobertizo junto al pajar y, al terminar el trabajo, se guardaba en él, bajo llave, la valiosa correa transmisora. Aquella noche, Szatybelko estaba sentado ya en su habitación, con las zapatillas puestas y fumando su pipa, cuando, de pronto, le asaltó una duda: no podía recordar si había cerrado o no la puerta con llave, y la imposibilidad de reproducir en su mente el gesto de la obligación cumplida, le atormentaba. Por fin, preocupado ante la eventualidad de que alguien pudiera robar la correa, volvió a calzarse las botas, refunfuñando, se puso el abrigo de piel, cogió la linterna y salió de aquel ambiente caldeado al frío y a la lluvia. Era noche cerrada, y veía sólo lo que entraba en el círculo iluminado por la linterna. El cobertizo, efectivamente, no estaba cerrado a llave. Entró, pasando por el estrecho espacio que quedaba entre la pared y la caldera del locomóvil, y comprobó que la correa seguía en su sitio. Pero, cuando dio la vuelta para salir, un monstruo salió a su encuentro. Szatybelko lo describió como una especie de tronco grueso que avanzaba por todo lo ancho, horizontalmente. Sobre él había enclavadas tres cabezas, «cabezas de tártaro», decía, retorciéndose en horribles muecas. El monstruo avanzaba, y el se persignaba retrocediendo, pero advirtió que se estaba cerrando la salida, así que, agitando la lámpara, trató de abrirse paso. Entonces, pisó con una bota el cuerpo del espantajo: un cuerpo blando «como un saco de cascabillo». Una vez fuera quiso correr, pero no se atrevió a darse la vuelta. Paso a paso, de espaldas, anduvo todo el camino desde los graneros hasta su casa, y las tres condenadas cabezas siguieron contorsionándose sobre aquel cuerpo rechoncho y sin pies, casi pisándole los talones. Se había quedado sin aliento y, al llegar a su puerta, cayó al suelo, exhausto. En seguida tuvo una fiebre altísima; todo el episodio no había durado más de un cuarto de hora, y él, hasta aquel momento, nunca había tenido problemas de salud.

Como suponía la abuela Misia, puede que se le hubiese aparecido el espíritu de un mahometano proveniente del montículo llamado el Cementerio Tártaro. De no ser por aquel nombre, se hubiera borrado el recuerdo de los prisioneros tártaros que, en tiempos muy remotos, habían estado trabajando en Ginie. Pero ¿por qué había aparecido precisamente ahora? ¿Qué le había empujado a hacerlo? ¿Quién le había mandado inmiscuirse en los acontecimientos que enturbiaban la paz de aquel lugar? Sólo podía ser Magdalena, quien se había convertido en algo así como la madre superiora de las fuerzas ocultas.

Todos estos hechos condujeron lentamente a una situación de enfrentamiento entre el pueblo y el padre Monkiewicz. Una vez puestos de acuerdo sobre la causa, razonaban lógicamente que había que suprimirla. Primero, se lo dieron a entender tímidamente, generalizando, con rodeos, utilizando comparaciones y eufemismos. Pero, al no obtener resultado alguno, declararon sin más circunloquios que había que terminar con todo aquello y que tenían un medio para conseguirlo. A lo que él contestó agitando los brazos y gritando que nunca, nunca transigiría con semejante solución y les llamó paganos. Se puso terco y no hubo manera de convencerle. Algunos aconsejaban no pedirle permiso, pero sabían que tampoco ellos se atreverían. De modo que nadie hizo nada. Mientras tanto, llegó a casa del cura otro sacerdote, para pasar unos días y celebraron exorcismos.

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