La hija del conde von Mohl se casó con el doctor Ritter: tuvieron seis hijas, y la más pequeña, Bronislawa, pasó a ser con el tiempo la abuela Dilbin. De aquella época de calor, amor y felicidad, anterior a su decimoctavo cumpleaños, guardaba en su cofre cuadernos escritos con letra menuda. Entonces, escribía versos. Unas cuantas flores secas perduraron más que los seres a quienes había querido.
Konstanty tocaba muy bien el piano, cantaba con voz de barítono, y, en todas las fiestas juveniles de Riga, recitaba con gran éxito poesías patrióticas. Pero a los padres no les gustaba, era demasiado joven, demasiado irreflexivo y, además, no tenía un céntimo. Poco después de romper con él, apareció un nuevo pretendiente, y Broncia conoció las primeras noches de llanto en soledad y del terror que se experimenta cuando se sabe que todo nuestro destino está en juego. Arturo Dilbin, entonces ya no muy joven, a decir verdad más bien maduro, era considerado un hombre reposado y, además, le rodeaba el nimbo del martirio. Sus propiedades le fueron confiscadas por su participación en el levantamiento, pero tenía la vida asegurada como administrador de las propiedades de unos parientes suyos. Lo aceptaron, y Broncia abandonó la ciudad de su juventud para instalarse en una lejana campiña, entre problemas con la servidumbre y cuentas domésticas, en las silenciosas veladas, bajo la pantalla de una lámpara detrás de la que Arturo fumaba su pipa.
He aquí su retrato: la frente despejada, la cara enjuta, una mirada llena de violencia y orgullo, las mejillas hundidas y enormes bigotes de color rubio claro. Ancho de espaldas, seco, a menudo introducía la mano delgada tras un cinto de piel sostenido con hebilla. Mantenía una jauría de perros y dedicaba a la caza sus horas de ocio. Le entusiasmaban las carreras de carruajes, esa prueba de fuerza entre el conductor y los caballos, en la que las tensas riendas arrancan la piel de las manos. Era un marido afectuoso, aunque, a espaldas de su mujer, procuraba ayudar a las madres de los hijos naturales que tenía esparcidos por la región. Estos hijos provenían casi todos de sus tiempos de soltero. Era del dominio público que Arturo Dilbin, siendo joven aún, impidió que cierta familia aristocrática se extinguiera, haciendo frecuentes visitas a la condesa, cuyo marido estaba completamente idiotizado. Todas esas habladurías no le afectaban en lo más mínimo. Al contrario, se alisaba con orgullo el bigote y, cuando se encontraba por casualidad con el joven conde, le miraba de reojo, satisfecho, porque se había convertido en todo un hombre de bien.
Resignación y deber. Luego, llegaron los hijos, y sobre ellos vertió Bronislawa todo su amor. Cuando el hijo mayor, Teodoro, cumplió siete años, lo llevó a Majorenhof, al mar, pero no volvió a encontrarse allí tan bien como antes. El segundo hijo nació el mismo año en que murió Arturo, que se había resfriado durante una cacería. Lo bautizó con el nombre de Konstanty.
Por más que se rastree en la historia de los Dilbin, los Ritter y los Mohl, no se encuentra ni un solo rasgo de parecido familiar con Konstanty. Tenía los ojos negros, el pelo como la pez, que le bajaba hasta media frente, el color de cara oliváceo, como un meridional, y la nariz aguileña. Era delgado y nervioso. En su infancia, se metió a todo el mundo en el bolsillo porque tenía un corazón de oro; bastaba que alguien le pidiera algo para que ya estuviera dispuesto a dárselo todo, a quitarse incluso el abrigo o la chaqueta. También dicen que estaba muy bien dotado, que era poco menos que un genio. Pero, cuando Bronislawa se trasladó a Vilna para dar instrucción a sus hijos (cosa que no le fue nada fácil, pues contaba tan sólo con sus menguadas posibilidades), Konstanty no quiso estudiar. El más mínimo esfuerzo le cansaba. La madre le suplicaba, caía de rodillas ante él, prometía regalos, le amenazaba. Él sabía que ella no era capaz de llevar a cabo ninguna de sus amenazas y que, si quería algún regalo, su madre jamás se lo negaría. Pronto empezó a frecuentar malas compañías, jugadores de cartas y gente disoluta. Bebía, contraía deudas, frecuentaba a prostitutas. Por fin le expulsaron del instituto, en cuarto curso, y allí terminó su formación.
Mientras tanto, el mayor, Teodoro, estudiaba veterinaria en Dorpat y, una vez obtenido su diploma, mantuvo a la madre y al hermano. Parecido a su padre de cara y complexión, era no obstante más suave, más dado a sueños románticos. Se sentía aplastado por la responsabilidad y por su propia honestidad, cuando lo que realmente deseaba era viajar y vivir aventuras (todos los Dilbin habían sido un poco aventureros, y uno de ellos había servido en el ejército de Napoleón, tomando parte en las campañas italiana y española). Se casó con Tecla Surkont, a quien conoció durante unas vacaciones en casa de unos primos, no lejos de Ginie. Sería el padre de Tomás. Cuando estalló la guerra, sintió una satisfacción mal disimulada, pues era el presagio de nuevos cambios: era la «guerra de las naciones», anunciada desde hacía un siglo y que habría de destruir el poderío del Tirano del Norte.
Las lágrimas que Bronislawa Dilbin tragaba primero a escondidas, se abrían siempre con mayor osadía camino por sus mejillas. Pedía a Dios que se apiadara de Konstanty y que le perdonara a ella sus pecados si, por su culpa, había castigado al chico. Sus ruegos aún se elevaban en el espacio, en las primeras horas de la madrugada, cuando se supo que Konstanty había falsificado la firma de su hermano en unos talones bancarios y, más tarde, reclutado por el ejército ruso, fue inscrito en la escuela de suboficiales para ser en seguida despachado al frente. Cuando, más tarde, pasó a primera línea de fuego, ella vivió en el perpetuo temor por su suerte, no así por la de Teodoro, quien, como profesional, servía en retaguardia. Por fin, llegó la noticia de que, tras caer herido, lo habían hecho prisionero. Desde entonces, todo fueron paquetes de cartón, cosidos en tela, con destino a la Cruz Roja. Los recibía sin duda en algún lugar desconocido de Alemania. Bronislawa contaba los días entre paquete y paquete, confeccionaba saquitos para el azúcar y el cacao, hacía mil combinaciones para poder llenar al máximo la caja. Por fin, llegó el año 1918 y una carta de Konstanty en la que le contaba que, de la herida producida por un obús, no le quedaba más que una cicatriz en el pecho, que había intentado huir por un túnel del campo de prisioneros, pero que lo habían cogido, y que, finalmente, se encontraba en libertad y se alistaría en la caballería polaca.
Allí, lejos, seguía la guerra entre Polonia y Rusia, y habían matado al zar. Teodoro y su mujer visitaron a la abuela en Dorpat, en su viaje desde Pskow hacia el sur, cumpliendo sus deberes patrióticos. Entretanto, ella desgranaba las cuentas del rosario imaginando las marchas nocturnas. Veía a Konstanty, encorvado en su caballo, en una tormenta de nieve y lluvia, las cargas con los sables en alto, y su pecho, ya una vez destrozado, expuesto de nuevo a las balas. La obsesionaban los rostros de los muertos: los alemanes, al ocupar Dorpat, fusilaron a los comisarios bolcheviques y esparcieron los cuerpos por la plaza, prohibiendo que fueran enterrados. Yacían en tierra, cubiertos de hielo, vidriosos.
Imploraba a Dios por la vida de Konstanty. Pero, a esas horas de la madrugada, se sentía presa de otra clase de temor, el miedo al tiempo, a la mezcla del pasado y del futuro, y a todas las mentiras de Konstanty: su forma de acercarse sigiloso al cajón de Teodoro para sacar, a escondidas, un billete de banco, y el escalofrío que la recorría cuando tenía que decirle que lo había visto. Konstanty primero palidecía y luego se sonrojaba; a ella le daba pena, pero, acto seguido, llegaba aquel momento: él sacudía la cabeza y se defendía con desfachatez. Konstanty creía a pie juntillas en sus propias mentiras, y esto era lo más doloroso. Tenía una extraña incapacidad para vivir la vida tal como era en realidad; la adornaba con sus fantásticos proyectos, siempre seguro de que había encontrado un nuevo medio para hacer fortuna, que justificaba momentáneamente ciertas irregularidades. Ella sabía que era incapaz de cambiar. La plegaria con la que imploraba su retorno, no era del todo pura. Llevaba continuamente en el recuerdo todo lo que había tenido que hacer por culpa de su debilidad, de su total incapacidad para terminar lo que empezaba, su falta de preparación en todo. Se le aparecían antros y garitos de alguna gran ciudad, los hombres jugando a las cartas, con las prostitutas apoyadas en sus hombros: y, en medio de todo aquello, él, su pequeño Kostus. La plegaria no era pura, y ella se sentía culpable, tratando de ahuyentar el dolor con ese movimiento. Eran las «Torres de marfil», «Arca de la alianza», que Tomás oía del otro lado de la puerta.
Sus pecados… Nadie nunca los conocerá. Quizás sólo ella, penetrando en sí misma, en la circulación de su sangre, en su propio yo corpóreo que la palabra es incapaz de transmitir a los demás, hallaba, en lo más hondo de su ser, la culpa de su propia existencia y la del nacimiento de sus hijos. Pero no son más que suposiciones. Tomás había probablemente heredado de ella la conciencia escrupulosa y la tendencia a hacerse continuos reproches por todo. Cuando la hacía rabiar, se vengaba, como si de sí mismo se tratara, de la vergüenza que despertaba en él su queja: «¡Ay de mí!».