Si aceptamos la teoría de que los fracs y las medias de los demonios son el testimonio de sus simpatías por el siglo dieciocho, la reforma agraria, que consiste en quitar la tierra a unos para darla a otros, tendría que situarse fuera del campo de su conocimiento. Al diablo que custodiaba a Baltazar (como una corneja que da vueltas alrededor de una liebre herida) debió parecerle una obligación muy penosa tener que estudiar esta cuestión. También aquí, aunque sólo sea por un afán de exactitud, nos ocuparemos de ella unos instantes.
Las tierras de Surkont quedaron divididas de la siguiente manera, atendiendo a sus características:
Tierras de labor… 108,5 hectáreas
Pastos junto al Issa, terrenos sin utilidad, etc… 7,9
Pastos en litigio junto al pueblo de Pogiry… 30,0
Bosque, prados y tierras roturadas por
Baltazar para su propio uso… 42,0
Total: 188,4 hectáreas
Según la reforma recién decretada, todo lo que superara las ochenta hectáreas sería parcelada entre los campesinos sin tierras, y el propietario recibiría una compensación tan baja que, en la práctica, no contaría siquiera. Surkont, o quizás su hija, preocupada por sus bienes, encontró la siguiente solución: si una finca agrícola ha sido dividida entre varios miembros de la familia, que han construido en ella edificios y la explotan personalmente, cada uno de ellos puede poseer hasta ochenta hectáreas. Surkont decidió, pues, desprenderse de las treinta hectáreas de pastos en litigio para cerrarle el pico al Gobierno, y el resto, es decir 158,4 hectáreas, dividirlas entre él y su hija Helena. Sí, pero ¿y la fecha? El reglamento decía claramente que las particiones efectuadas después de una fecha determinada no serían válidas. Para que cerraran los ojos ante una pequeña irregularidad e inscribieran en los libros, como por error, una fecha anterior, había que contar con la buena voluntad de los funcionarios, que suelen ser muy sensibles a las deferencias de que son objeto. Esto es lo que el abuelo trataba de obtener.
El otro problema era el bosque. Según la ley, todos los bosques pasan a manos del Estado. Así pues, inscribió los suyos como prados. El resto dependería de hacia dónde quisieran mirar los tasadores: ¿mirarían hacia abajo, o levantarían los ojos hacia esa extraña hierba cuyo tallo no podría abarcar un hombre con los brazos estirados? De hecho, del viejo robledal quedaba ya bien poco: lo que más abundaba eran bosquecillos umbrosos de jóvenes ojaranzos, unos pocos abetos y bastantes árboles maderables en terreno pantanoso. Pero toda esa zona colindaba con el bosque estatal, que se extendía a lo largo de decenas de kilómetros, y esto aumentaba el riesgo.
Dos fincas: la suya y la de Helena. Pero, ¿dónde situar esa segunda finca? Inesperadamente, Baltazar iba a ser muy útil. Cuando Surkont permitía a Baltazar que hiciera lo que le viniera en gana, no le guiaba ningún cálculo premeditado. No era cálculo, sino predilección por aquel chico (basta mirarle para ver que este hombre de treinta o cuarenta años seguirá siempre siendo un chico). Y ahora la casa del bosque y sus dependencias les serían muy útiles: en los documentos, dirían que Helena administraba sus propias tierras.
Estos eran, a grandes rasgos, la situación y los planes para hacerle frente. La mejor clase de cerveza y el más aromático aguardiente, fabricado con nueve distintas especies de hierbas silvestres, aparecían en la mesa cuando Helena Juchniewicz iba a pasar un rato a su casa, pero Baltazar la observaba atentamente, enseñando como siempre los dientes en una sonrisa bondadosa. ¿Acaso no la conocía bien? Discretamente, como por casualidad, Helena metía ahora la nariz en los establos o en el granero. Es triste tener que tratar con una persona así.
Según algunos, el demonio no es más que una especie de alucinación, producto de los sufrimientos del alma. Si lo prefieren, el mundo debe parecerles aún más difícil de entender, porque ningún otro ser viviente, con excepción del hombre, padece alucinaciones. Supongamos que la diminuta criatura que se paseaba dando saltitos, junto a las manchas de bebida derramada que Baltazar se entretenía extendiendo con el dedo por la mesa, debieran su existencia a la borrachera. Pero esto no prueba nada. Había días en que Baltazar volvía a sentirse alegre, silbaba mientras seguía su arado; y, de pronto, aquel sobresalto interior que siempre anunciaba la llegada del terror. En cuanto daba unos pasos fuera del círculo que le había sido asignado, una fuerza extraña volvía a empujarlo hacia dentro. Eso es: extraña, porque no sentía su sufrimiento como formando parte de sí mismo. Seguro que, allí, en lo más hondo de su ser, seguía habiendo pura alegría. El ataque venía de fuera. El terror provenía del hecho de que la sutileza y la penetración del razonamiento que era capaz de desarrollar cuando estaba desesperado no provenían de su fuero interior, y era esa clarividencia sobrehumana la que lo aniquilaba. El sentimiento del propio ridículo también formaba parte de ese estado de ánimo, y quienquiera que lo persiguiera se aprovechaba de ello.
– Sí, Baltazar -se decía-. Una sola vida. Millones de personas se ocupan de millones de asuntos, pero tú, Surkont, Helena Juchniewicz, la tierra, aquel accidente con la carabina, todo es poca cosa. ¿Por qué a ti precisamente te tenía que ocurrir? Como una estrella, habrías podido caer aquí, o allá. Pero fue aquí, y nunca nacerás por segunda vez.
– El rabino estaba en lo cierto.
– ¿En lo cierto? Sin embargo, te muerdes los puños al pensar que la Juchniewicz podría echarte, y te muerdes los puños de rabia contra ti mismo, por mordértelos. Aparentemente, te conformas con tu suerte, pero no consientes. El rabino, no lo niego, acertó, porque es un hombre de experiencia. Pero esto no es difícil de adivinar. El Baltazar mancillado lamenta que todo esto haya caído en suerte al Baltazar puro, que no existe. ¡Magnífico ese Baltazar puro! Sólo que no existe.
Los dedos se agarraban a la mesa. Ojalá pudiera pegar, destrozar, convertirse en fuego o piedra.
– No, hombre, volcarás la mesa, y luego ¿qué? Yo sé que lo que quieres en realidad no es esto, sino preguntar algo. Pregunta, te sentirás aliviado. Te echas esto en el gaznate, pero dejas de pensar sólo por un instante, mientras te quema la garganta. ¿Quieres saber?
Baltazar iba desmoronándose, con los brazos abiertos, sobre las tablas de la mesa, a merced de aquella comadreja débil, pero feroz.
– Cuando uno hace algo, ¿acaso es porque no habría podido actuar de otra manera? Eso es lo que te atormenta, ¿verdad? Si soy lo que ahora soy, es porque en ésa u otra circunstancia actué de ésa u otra manera. Pero ¿por qué actué de aquel modo? ¿No será porque, desde un principio, soy como soy? ¿Es por eso?
Bajo la mirada, que venía hacia él desde el espacio, y que iba adoptando distintos rostros a su alrededor, aunque fuera en sí inmutable, Baltazar asentía con la cabeza.
– ¿Te duele que la simiente sea mala y que de la simiente de una ortiga no crezca una espiga de trigo?
– Claro que sí.
– Te daré un ejemplo. Fíjate en una encina. La miras y ¿qué ves? ¿Debería crecer allí donde está?
– Sí, debería.
– Pero un jabalí habría podido hozar la tierra y comerse la bellota. Si miraras otra vez aquel mismo lugar, ¿pensarías que allí debería crecer una encina?
Baltazar se retorcía entre los dedos un mechón de pelo.
– No lo pensarías. ¿Por qué? Porque todo lo que ha ocurrido parece como si hubiera tenido que ocurrir sin que pudiera ser de otra manera. El hombre es así. Tú mismo, más tarde, te convencerás de que no habrías sido capaz de ir a la ciudad a contarle a las personas indicadas que Surkont declaró los bosques como prados y que intentó hacer trampa.
– Yo no pienso acusarle de nada.
– El Baltazar bueno ama a Surkont. No, lo que tú tienes es miedo de que tu queja no sirva para nada, porque él paga a los funcionarios y se enterará de todo, y entonces ya no te defenderá frente a su hija. Y también tienes miedo de ganar. Podrían anexionarte al bosque estatal y, aunque a lo mejor te nombraran guarda forestal, te preguntarían también para qué necesitas tú tantas tierras. No mientas. Y no te salvarás maldiciendo tu destino.
– Es que yo nunca sé por qué hago las cosas. Por ejemplo, una vez llamé a unos casamenteros, pero ya no recuerdo por qué. Y aquel… ruso… habría podido solamente darle un susto. No recuerdo.
– ¡Ah!
¡Aaah! Nunca sabremos luchar contra ese grito que resuena dentro de nosotros mismos. La mayor injusticia estriba en el hecho de que arranquemos la hoja del calendario, nos calcemos las botas, probemos los músculos del brazo y vivamos al día. Pero, al mismo tiempo, por dentro nos corroe el recuerdo de los propios actos, sin recordar sus motivaciones. Pues, una de dos: o esos actos tienen su raíz en nosotros mismos, en nuestro propio ser, que es el mismo de hoy, y entonces pasa a ser horrible convivir con él, pues hasta hace que nuestra piel huela mal; o es que los ha cometido otro, con el rostro oculto, lo cual es quizás aún más dramático, pues ¿por qué, debido a qué maldición, no podemos librarnos de él?
Baltazar preveía que Surkont se saldría con la suya
Eligió la inacción por cansancio, o por desconfianza hacia sí mismo, hacia su propia naturaleza, o hacia aquellos que solapadamente se infiltran en ella. Si se mantenía inactivo, tantos menos motivos tendría después para arrepentirse. Además, si ya se habían enredado las cosas, ¡que se acabaran de enredar de una vez por todas! Durante algún tiempo, llegó hasta a pegar a su mujer, pero luego desistió, y se encerró en sí mismo, pesado y silencioso. Quizá fuera razonable abandonar la casa y buscar con tiempo alguna tierra en otro lugar, acogiéndose a la reforma, pero ¿cómo volver a empezar de cero, cómo vivir en una choza cubierta de paja y empezar a construir una vez más?
¿Y para qué? ¡Que las cosas sigan como están! La partición no significaba que los Juchniewicz fueran forzosamente a vivir al bosque. También sabía, por otro lado, que, si a Surkont le ocurría algo, todo entonces dependería de la hija.
Su mujer, en un tercer alumbramiento, le dio una hija. Cuando la abuela la trajo de Pogiry para enseñársela, Baltazar pensó que no se acordaba de cómo había sido, ni en qué noche, ni si le había causado placer. La niña se parecía a un gatito, y a Baltazar. Celebró un bautizo fastuoso, y los invitados trataron de convertir en una broma el hecho de que se abalanzara con un cuchillo sobre alguien: él mismo no se enteró hasta el día siguiente, al despertar.