El cura visitaba pocas veces la casa de los Surkont, y Tomás jamás había estado en la casa parroquial hasta el día en que fue allí con Antonina; se quedó en los peldaños contemplando los mágicos cristales, mientras Antonina, con gesto tímido, se arreglaba el pliegue del pañuelo junto a la mejilla. Al párroco, arrugado y cargado de espaldas, le llamaban el «Pues-pues», por las palabras que intercalaba continuamente sin necesidad alguna. Le dijo a Tomás que rezara el Padre Nuestro, el Ave María y el Credo y le regaló una estampa de la Virgen. Se parecía en ella a las golondrinas que hacían sus nidos en el techo de los establos, e incluso dentro, encima de las escalerillas de mano que se apoyan en el heno. El vestido azul oscuro, el rostro bronceado y, a su alrededor, una aureola de oro verdadero. Guardó la estampa en un calendario y se alegraba, volteando sus páginas, cuando llegaba al punto en que aparecían los colorines.
Aprendía el catecismo con facilidad, pero sus simpatías no iban repartidas por igual. El Dios Padre, con barba, encoge las cejas con severidad y se eleva por encima de las nubes. Jesús mira dulcemente y señala el corazón, del que salen rayos, pero vuelven al cielo, y también está lejos. El Espíritu Santo es distinto. Es una paloma que vive siempre y manda un haz de luz directo sobre la cabeza de las personas. Cuando se preparaba para la confesión, rezaba para que se posara sobre él, porque eso de los pecados no le resultaba nada fácil. Los contaba con los dedos, se perdía y tenía que volver a empezar. Acercando los labios a la reluciente rejilla del confesionario y escuchando el jadeo del cura, recitó a toda prisa su lista. Pero ya en la Muralla Sueca, sintió dudas, anduvo más despacio y, al llegar a la alameda, se puso a llorar desesperado y se fue a ver a la abuela Misia para preguntarle qué podía hacer, porque había olvidado algún pecado. Ella le aconsejó que volviera a confesarse, pero entonces él se puso a llorar aún con mayor desconsuelo, de pura vergüenza. No quedaba otra salida, Antonina se lo llevó, cogido de la mano, a casa del cura; su presencia le tranquilizaba, quizá no estaba bien, pero era mejor que ir solo.
De modo que Tomás, muy pronto, experimentó algo así como el anticipo de lo que los teólogos definen como conciencia escrupulosa, que es la causa, según ellos, de muchas victorias del diablo. Procurando no omitir nada, sin embargo no incluía entre sus faltas uno de sus secretos. No sabía verlo desde fuera, no le pasaba siquiera por la cabeza que era algo sólo y exclusivamente suyo, suyo y de Onuté Akulonis (y que al mismo tiempo esto existía fuera de ellos, que, antes que ellos, ya otros lo habían descubierto). La impureza de palabra y obra, por ejemplo, era algo muy distinto: decir palabras feas, espiar a las chicas que se bañan y tienen una corneja negra debajo del ombligo, o bien asustarlas el sábado por la noche en la fiesta, cuando entre baile y baile se ponen de cuclillas en el huerto levantando las faldas.
Con Onuté, despistaban a menudo al grupo de los demás niños y se iban a un lugar junto al Issa que era exclusivamente suyo. No se podía llegar hasta allí sino rastreando a gatas a lo largo de un túnel de endrino colgante, que hacía como un codo, y había que conocerlo bien. Dentro, sobre un montículo de arena, la seguridad les acercaba el uno al otro, hablaban en voz baja, y nadie, nadie podía encontrarles allí, mientras ellos oían el chapoteo de un pez, los golpecitos de los renacuajos, el ruido de las ruedas en la carretera. Yacían desnudos, con las cabezas vueltas el uno hacia el otro, la sombra caía sobre sus manos y, en aquel inaccesible palacio, se sabían totalmente seguros, todo participaba de cierto misterio y se sentían deseos de contar cosas en voz baja (pero ¿qué?). Onuté, al igual que su madre (y al igual que Pola), tenía el cabello rubio, recogido en una trencita. Y esto ocurría así: ella se acostaba boca arriba, le atraía hacia sí y lo abrazaba con las rodillas. Se quedaban así mucho rato, el sol se desplazaba lentamente, él sabía que ella esperaba sus caricias y todo se volvía muy dulce. Pero ella no era otra niña, sino Onuté, y él no hubiera podido confesarse de algo que le había ocurrido con ella.
Por la mañana, al recibir la comunión, se sentía ligero, debido también a que estaba en ayunas y tenía como un agujero en el estómago. Volvía a su asiento con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando la punta de sus zapatos. Era incapaz de imaginarse que la hostia que llevaba pegada al paladar y que tímidamente trataba de separar con la lengua fuera el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, era evidente que esto lo cambiaba y que, al menos durante todo el día, permanecía silencioso y obediente. Lo que más estimulaba su imaginación eran las palabras del cura cuando decía que el alma humana es como una habitación que hay que limpiar y adornar para recibir al Invitado. Pensó que, a lo mejor, la hostia se disuelve, pero allí, en el alma, vuelve a formarse para quedarse, rodeada de un verdor, en aquella brillante vasija. Que él, Tomás, tuviera dentro de sí una habitación así, le llenaba de orgullo y se comportaba de modo que no pudiera estropearse, ni desordenarse.
Se iba acercando el día en que, según le habían prometido, iba a hacer de monaguillo, incluso empezó a estudiar respuestas incomprensibles en latín, pero el viejo párroco se marchó y hubo grandes cambios. El nuevo cura, joven, apuesto, con la barbilla prominente, unas anchas cejas que se juntaban sobre la nariz, asustaba un poco por la brusquedad de sus movimientos. Se quedó con los antiguos monaguillos y no se ocupó de los nuevos. Además, le ocupaban temas más importantes.
Sus sermones no recordaban en nada las prolijas charlas a que estaban acostumbrados en Ginie, intercaladas de carraspeos y monótonos «pues-pues». Tomás, aunque no era capaz de captar todo el significado de lo que oía, esperaba anhelante, como todos, el momento en que el cura apareciera en el púlpito. Empezaba hablando con voz normal, como se habla en casa. A continuación, a cortos intervalos, pronunciaba una frase con mucha fuerza, que sonaba como una música. Por fin, levantaba los brazos y profería tales gritos que las paredes vibraban. Fulminaba los pecados, su dedo índice señalaba a la multitud, y cada uno temblaba porque creía que apuntaba precisamente hacia él. Y, de pronto, el silencio. Se quedaba erguido, con el rostro rojo y acalorado y miraba: apoyado en el borde del pulpito, se inclinaba y, con voz apenas perceptible, cariñosa, de corazón a corazón, persuadía y describía las escenas de felicidad que esperan a los que se salvan. Entonces los oyentes tenían que enjugarse las lágrimas. La fama del padre Peikswa traspasó pronto el territorio de Ginie y de las aldeas vecinas, y las gentes acudían a él desde otras parroquias para confesarse; siempre le rodeaban pañuelos que se inclinaban cuando sus admiradoras intentaban besarle la estola, o la mano.
Le adoraban la señora Akulonis, las chicas del servicio, pero sobre todo Antonina («limpia el alma de pecados -suspiraba-, parece como un cepillo de hierro que te rascara por dentro»). Incluso la abuela Misia, contraria en principio a los sermones lituanos, le aceptó tras oírle unas cuantas alocuciones en polaco. Pero todo ese entusiasmo no duró mucho. Sí, Ginie se sentía muy honrada por su presencia, reconocían las mujeres delante de los extraños, pero ya con caras largas, y en seguida llevaban la conversación a otro terreno. Tanto Tomás como los demás niños supieron pronto que valía más dejar de ir a la casa del párroco.