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Cada otoño Tomás asistía a la trilla. Cuando la máquina es más interesante es en el momento en que empieza a funcionar, o suelta el vapor. Sobre la caldera, un poco de lado, cerca del lugar donde se echan los leños al fuego, giraban dos grandes bolas sobre unas pequeñas barras metálicas bajadas, como dos manos. Nunca pudo comprobar si aquellas dos manos se levantaban alguna vez. Solía pasarse horas contemplando las dos bolas, olvidando todo lo demás. Si se movían lentamente, pru-tac, pru-tac, podía distinguirlas perfectamente, pero, si se movían aprisa, se fundían en un círculo rotatorio que giraba con un tef-tef-tef que impedía incluso distinguir muy bien su color negro. En un rincón de la choza, pintada de amarillo (de cuyo tejado sobresalía la chimenea del locomóvil), había dos bancos. Tomás se sentaba en uno de ellos, al que venían también de vez en cuando los hombres del pajar a liar un cigarro. Sobre el otro banco de en frente, solía recostarse sobre una pelliza forrada el joven Sypniewski, sobrino de Szatybelko, quien cuidaba de la caldera. Encogía las piernas, apoyaba la cabeza en una mano y meditaba: pero ¿acerca de qué? Eso será siempre su secreto. De vez en cuando, se levantaba, comprobaba el manómetro, abría la portezuela y lanzaba grandes leños de roble en las entrañas encendidas al rojo vivo; otras veces, engrasaba algo con una alcuza de base flexible, aunque, en realidad, quien se ocupaba de la máquina era el herrero.

Con la cara encendida, la nariz llena de olores grasientos, Tomás salía a tomar el aire que desmelenaba las hojas de los chopos. Afuera, otro movimiento le atraía: el movimiento de la correa. Ancha de un codo, confeccionada con diversos trozos de piel, unía la gran rueda del locomóvil a la ruedecilla de la trilladora. ¿Cómo no se escurría de la rueda grande? La verdad es que esto solía ocurrir cuando disminuía la velocidad de rotación; se oían entonces gritos de alerta para que nadie se acercara, porque se desplomaba con un estruendo y, si pillaba a alguien, podía romperle los huesos. Cuando terminaban de trabajar, el herrero y Sypniewski acercaban a la correa unos palos (tenían que apretar fuerte) y así frenaban su movimiento, luego se apartaban y la correa se deslizaba al suelo en silencio. Se sabía que la máquina iba disminuyendo de velocidad a medida que los remiendos de la correa se hacían cada vez más visibles.

En el pajar, había nubes de polvo, ruido y una gran actividad. De unos ganchos de hierro colgaban los sacos que se hinchaban deprisa. Tomás hundía la mano en aquel torrente de granos frescos que caían de los orificios. El herrero llevaba los sacos llenos junto al chopo, donde estaba la báscula. Junto al montón de gavillas (el polvo se introducía en los ojos y enturbiaba la vista), los pañuelos blancos de las mujeres y sus rostros sudados. Las gavillas recogidas con las horcas trazaban un arco y, entonces, la trilladora se atragantaba, wwj. Por detrás, unas garras rojizas (en otros tiempos la trilladora había sido roja) removían torpemente la parva, hasta que salía de entre ellas la paja.

Se necesitaban varios caballos para transportar la trilladora o el locomóvil. Algunas veces, no muchas, la llevaban a casa de un vecino, entre gritos, restallidos de látigo y ramas colocadas bajo las ruedas. En toda la región sólo dos personas poseían una máquina: ellos y Baluodis, el americano, en Pogiry. En las demás haciendas, se trillaba con trillos. Si alguna vez la pedían prestada nunca la trasladaban hacia la parte baja, junto al río, pues, para bajarla no había problema, pero, para subirla, habría sido demasiado pesada para los caballos.

Durante la trilla, Tomás se había sentido siempre como en casa, pero, después de aquella aventura con Domcio, advirtió por primera vez una especie de hostilidad. Las frases sueltas de los hombres, que lanzaban salivazos amarillentos por el tabaco y no le hacían el menor caso, le hacían sentirse como aislado. El ensimismamiento de Sypniewski, el impaciente refunfuñar de las mujeres cuando trepaban a los montones de paja, gritándole que no las entorpeciera en el trabajo, y los niños medio harapientos, de su misma edad, que tenían ya una obligación bien definida, que consistía en sacar de debajo de la trilladora la tela en la que se recogía la rabera, todo ello creaba como una barrera que le separaba de los demás.

También los otros pequeños fracasos iban quizás adquiriendo importancia lentamente. Por ejemplo, la burlona condescendencia con la que le trataban los jornaleros cuando intentaba arar o segar. Estaba también lo del «barabán»: una placa de hierro suspendida entre dos estacas que Szatybelko hacía sonar golpeándola con un martillo para anunciar, por la mañana, la hora de ir al trabajo, o, al mediodía, la hora del almuerzo, más tarde, otra vez, para llamar al trabajo y, al anochecer, para anunciar el final de la jornada (durante la trilla, se recurría para ello al silbido del locomóvil, tan fuerte, que se tenían que tapar los oídos). Szatybelko podía tocar a golpes una melodía y la gente decía que sonaba como: «Señor-ladrón, señor-ladrón». Se reían sin acritud, pero a Tomás le producía cierto malestar. En casa, Antonina y las mujeres de servicio hablaban a menudo entre ellas de los señores, de cómo eran antes y de cómo las maltrataban. Uno de sus juegos despertaba particularmente la imaginación de Tomás: mandaban a la sirvienta que trepara a un árbol y piara como un pájaro, y, entonces, le disparaban con una escopeta. Tomás recordaba a las chicas que subían a los árboles para coger cerezas o manzanas. Le gustaba mirar desde abajo hacia sus partes oscuras debajo de la falda (desde que el mundo es mundo, en Ginie, ninguna llevaba bragas). Se reían y le regañaban, pero, en el fondo, el juego no les disgustaba. ¿Cómo? ¿Disparar con un fusil debajo del árbol? En los suspiros de Antonina, descubrió no sólo un rencor encubierto, sino también un sentimiento de superioridad hacia él, que también era señor.

Por esos u otros motivos, transcurría largas horas en compañía del abuelo. Con las manos hundidas debajo de los muslos, balanceándose, escuchaba sus explicaciones sobre el nitrógeno que absorben las plantas y el oxígeno que desprenden; de cómo, antiguamente, quemaban los bosques y plantaban trigo año tras año, hasta obtener una tierra fértil y de cómo, más adelante, inventaron la rotación de los cultivos y en qué consistía. El abuelo acabó convirtiéndose en su principal compañero, y Tomás hojeaba sus libros pidiendo ya aclaraciones. Penetró en el verde reino de las plantas, cuando las hojas de los árboles se volvían amarillas y empezaban a caer, ese reino distinto a la realidad cotidiana. En él se sentía seguro, las plantas no tienen maldad, entre ellas nadie se expone a rechazo alguno.

Por parte del abuelo tampoco había peligro. Jamás se impacientaba; ni jamás estaba tan ocupado con sus asuntos de adulto como para no poder atender a los deseos de Tomás, que denotaba buen humor y simpatía. Incluso cuando se lavaba, o se ponía fijador para peinar su escasa cabellera sobre la calva, contestaba a sus preguntas. El fijador era una especie de jaboncillo metido en un tubo de cartón. Tomás se lo pasaba por la palma de la mano y aspiraba su perfume. El abuelo solía lavarse con agua caliente y se ponía una toalla alrededor de la cintura. Tenía el pecho y el vientre cubiertos de vello canoso.

La abuela Dilbin se lamentaba de que Tomás no se preparara debidamente para poder ingresar en un instituto, porque aquellas clases con José el Negro no la convencían: ella misma le enseñaba alguna cosilla, pero, ya se sabe, ¡las cosas últimamente habían cambiado tanto! Le prometía que su madre llegaría pronto y se los llevaría a los dos, pero, al parecer, su llegada iba aplazándose continuamente. La verdad es que los conocimientos de Tomás no se desarrollaban de un modo uniforme. Leía bien, porque la curiosidad lo impulsaba. Pero escribía unos garabatos ilegibles: hablaba con acento local, mezclando con el polaco expresiones lituanas (después, en el colegio, pasó por algunas humillaciones debido a esas deficiencias). Gracias a su repentino acercamiento al abuelo empezó a adquirir bastantes conocimientos de botánica, y éste vivía con la esperanza de que, en vez de soldado o pirata, acabara siendo agricultor. No se conserva ninguna fotografía suya de aquellos tiempos, sencillamente porque no se le habría hecho ninguna. Se miraba a veces en el espejo, pero no sabía verse a sí mismo en comparación con los demás. No le pasaba por la imaginación usar un peine, o un cepillo, para domar su pelo. Una mata dura y espesa, de color rubio oscuro, que le remontaba sobre la frente. Tenía las mejillas llenas, los ojos grises, la nariz respingona, como la de un cerdito (igual al de la fotografía de color lila de la bisabuela Mohl). Era alto para su edad.

«Tomás tiene la cara como el culo de un tártaro», oyó una vez que un Korejwa le decía a otro. Esto colmó la medida de su odio. Una sola vez los dos chicos de Korejwa, vecino de la otra orilla del Issa, habían ido con sus padres de visita a Ginie. Sus juegos no se acomodaban a los suyos, se hacían los mandones y Tomás se sentía ofendido por sus risitas, codazos, y cuchicheos.

Existía la sospecha de que había heredado de alguien la dificultad para el trato con la gente: la autosuficiencia de la abuela Surkont, o la naturaleza miedosa de la abuela Dilbin. O simplemente era una cuestión de falta de entrenamiento. En cierta ocasión, los abuelos lo llevaron a una visita bastante lejos. Tomás miraba de soslayo a la hija pequeña de sus anfitriones y tembló cuando ella le cogió de la mano para dar una vuelta por el jardín. Caminaba rígido, reteniendo la respiración, y sentía como un temor a sus codos delgados y desnudos, que le trastornaban. En el parque, se apoyaron en la barandilla del puentecillo sobre el riachuelo y sintió que esperaba algo de ella, pero siguió callado, porque, en realidad, le llegó, como en una oleada, el recuerdo de sus juegos con Onuté, y se sintió desfallecer.

Sus modales no eran mucho mejores: restregaba el suelo con los pies, mientras se inclinaba en un saludo frente a un invitado, y se ruborizaba. Había ido varias veces al pueblo, pero no podía decirse que esto le había ayudado a conocer el gran mundo. Se pasaba el día en el mercado, junto al carro, ayudando a Antonina a colocar las manzanas que vendía. Algunas casas de la aldea quedaban casi sumergidas por el Issa, que allí era distinto, de cauce más ancho, y las calles estaban empedradas con adoquines tan grandes que torcían los tobillos. Los judíos, de pie sobre los peldaños de madera, invitaban a pasar a sus tiendas. Estaban transformando por dentro el edificio más importante, el palacio blanco de los príncipes, junto a los estanques cubiertos de lentejas de agua, ahora deshabitado, en un colegio o un hospital. Dado que la estación de ferrocarril quedaba a un lado, preferían volver por el camino más largo, aunque también el mejor, que atravesaba la vía férrea; así, Tomás conseguía a veces ver el tren. Esperaba la vuelta con impaciencia porque Antonina le daba las riendas y podía hacer restallar el látigo. Si iban de viaje solos, procuraba que les dieran los mejores caballos, pues corrían el riesgo de encontrarse con un automóvil. Cuando esto ocurría, Tomás quitaba rápidamente las mantas con las que recubrían los asientos de heno, saltaba del carro y tapaba las cabezas de los caballos con una manta, para que no enloquecieran.

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