Con su barbita y su mirada inquieta, juntaba suavemente las manos cuidadas, de señor, y apoyaba los codos en la mesa. Herr Doktor, el «alemancillo»: así es cómo lo veía Baltazar. «¡Fuera!», murmuraba y trataba de santiguarse, pero, en vez de ello, sólo se rascaba el pecho, mientras las palabras del otro, en tono persuasivo, caían una tras otra como un murmullo de hojas secas.
– Pero amigo Baltazar -decía-. Sólo pretendo ayudarte, te atormentas continuamente en vano. Te preocupas por la hacienda, porque la tierra no es tuya, porque la tienes y, al mismo tiempo, no la tienes. Te vino fácilmente y fácilmente se irá, ¿no es así? Hoy, lo debes todo al señor, mañana ¿algún otro ocupará Ginie y te echará?
Baltazar gemía.
– ¿Es realmente la tierra lo que tanto te preocupa? Di la verdad. No, tú, en el fondo de tu corazón, guardas algo más. Ahora, aquí, sientes el deseo de levantarte, correr y huir para siempre. El mundo es muy grande, Baltazar. Hay ciudades que, de noche, se llenan de música y risas, te quedarías allí dormido junto al río, solo, libre, nada detrás de ti, una vida acabada, la otra empezada. No te avergonzarías de tu pecado, se abriría ante ti lo que para siempre quedará oculto. Para siempre. Porque tú tienes miedo. Tienes miedo de perder la tierra, los animales. ¿Es que volveré a no tener nada?, te preguntas. Está bien, dentro de ti hay un Baltazar, otro Baltazar y otro, pero tú escoges al más tonto. ¿Prefieres no saber nunca cómo es el otro Baltazar? ¿Lo prefieres?
– ¡Dios mío!
– Nada puede ayudarte. Otoño, invierno, primavera, verano, otra vez otoño, y así siempre igual, te meterán en un hoyo. Bebe un poco más, es todo cuanto puedes hacer. ¿De noche? Bien que lo sabes. Pero no fui yo quien te aconsejó casarte cuando no sentías deseo alguno de hacerlo, ni de escoger a la mujer más fea sólo porque su padre era un ricachón. Es terrible, Baltazar. De aquí viene todo. Has querido asegurarte el futuro. Pero, ¿cuándo estabas mejor? ¿Cuando tenías veinte años o ahora? ¿Recuerdas aquellas noches? Tenías la mano fuerte para el hacha, los pies ágiles para el baile, la garganta limpia para el canto. ¿Recuerdas cómo echabais leña a la lumbre? ¿Y aquellos amigos tuyos? Hoy, estás solo. Un hacendado. Aunque, no lo niegues, pueden quitarte esta casa.
Baltazar se sentía como paralizado. En su interior, era como un saco de serrín. El otro lo notaba inmediatamente.
– Sales por la mañana; frente a tu casa, hay rocío, los pájaros cantan, ¿algo de esto es para ti? No, tú solamente cuentas. Para ti es tan sólo un día más, y otro y otro. Con tal de ir tirando. Como un caballo castrado. ¿Cómo era antes? No te entretenías en contar. Cantabas. Y ahora, ¿qué? Miras los robles, pero te parecen estopa. A lo mejor, ni existen. En los libros describen muy bien esto. Pero tú nunca sabrás cómo lo han descrito. Si alguien lleva dentro de sí un fardo como el tuyo, más vale que se cuelgue de una vez, porque llega un momento en que va por el mundo sin saber si no estará soñando. Esto está en los libros. ¿Te colgarás? No.
– ¿Por qué otros son felices y yo no?
– Pues porque a cada uno le ha sido dado un hilo, que será su destino. O bien se coge de su cabo, y uno entonces se alegra de que todo le vaya como es debido, o bien no se logra cogerlo. Tú no has sabido. Tú no has buscado tu propio hilo, sino que has estado observando a unos y otros para tratar de ser como ellos. Pero lo que para ellos significa felicidad, para ti ha sido desgracia.
– ¿Qué debo hacer, pues? Dime.
– Nada, ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, Baltazar. Pasan los días y las noches, y cada vez tienes menos valor. No te queda valor ni para colgarte, ni para huir. Te quedarás aquí, pudriéndote.
La cerveza salía de la jarra con su turbio chorro, bebía, pero, en su interior, todo estaba ardiendo. El otro sonreía.
– En cuanto a tu secreto, no es menester que te atormentes. Nadie lo descubrirá. Quedará sólo entre tú y yo. ¿No estamos todos condenados a morir? ¿No es lo mismo un poco antes que un poco después? Aquel hombre era joven, es cierto. Pero había estado mucho tiempo en la guerra, y en su pueblo ya se habían olvidado un poco de él. La mujer seguirá un tiempo aún llorándole, pero acabará consolándose. Su hijo pequeño, tan gordito, le echaba los bracitos al cuello, pero era demasiado pequeño, no se acuerda del padre. Lo que ahora debes evitar, cuando estés bebido, es contar a la gente que tienes no sé qué crímenes sobre la conciencia.
– El cura…
– Sí, sí, te confesaste. Pero no eres tan tonto como para no comprender que, allí, en el confesionario, no eras capaz de soltar nada. Mentiste. Claro, es penoso no recibir la absolución. Así que mentiste, dijiste que él te había atacado con un hacha y entonces le mataste. Sí, saltó sobre ti, pero ¿qué paso luego? ¿Qué, Baltazar? Le disparaste mientras estaba comiendo pan entre los arbustos. Echaste los bizcochos manchados de sangre en el hoyo, junto a él, y lo enterraste todo, ¿verdad?
Entonces, Baltazar daba alaridos y lanzaba el vaso contra la pared. La aparición del «alemancillo» era también la causa de las escenas en las tabernas, donde volcaba mesas, bancos y rompía las lámparas.