Unos días antes de la Asunción, trajeron el féretro de Magdalena. Iba colocado sobre un gran carro cubierto de heno, tapado con una manta estampada. Los caballos, que descansaban a la sombra de unos tilos, bajaban la cabeza hundida en los sacos de avena, ahuyentando suavemente las moscas con la cola; acababan de hacer un largo viaje. La noticia se extendió tan rápidamente que la persona que acompañaba al cuerpo aún no había atado las bridas a un palo cuando ya la gente empezaba a acudir, en grupitos, a la espera de lo que iba a ocurrir. En lo alto, sobre las piedras planas del camino, apareció el padre Peikswa. Quedó inmóvil, como preguntándose si debía bajar, o tomando fuerzas. Por fin, empezó a bajar lentamente, se detuvo, sacó un pañuelo, lo arrugó y lo retorció entre los dedos.
El escándalo en torno a Magdalena duró aproximadamente medio año y había empezado por su culpa. Bien pudo no ocurrir nada. Peikswa la encontró ya como ama de llaves en la casa parroquial y a nadie debería importarle lo que había ocurrido entre ellos: un cura es también un hombre. Pero ella empezó a comportarse incorrectamente. Caminaba adelantando la barbilla, balanceándose, casi bailando. Era evidente que le encantaba acercarse a él de ese modo cuando tenía algo que decirle, para dar a entender claramente a las demás mujeres: vosotras besáis sus manos y su sotana, pero yo lo tengo entero para mí. Lo cual les permitía luego imaginarlo a él, al mismo que lo veían ante el altar, desnudo con ella en la cama y adivinar lo que se decían y lo que hacían. Es sabido que, en esta clase de asuntos, se pueden perdonar muchas cosas, mientras no intervengan imágenes enojosas que difícilmente pueden apartarse de la mente.
Al considerar el comportamiento de Magdalena en su conjunto (había servido al viejo párroco durante dos años), los habitantes de Ginie, en largas e interminables conversaciones, decidieron que ya con anterioridad no todo marchaba como era debido. Si el matrimonio no se celebró y el chico se casó en seguida con otra, no fue sólo por su edad -ya tenía veinticinco años como mínimo-, ni del todo por ser pobre, hija de jornaleros sin tierras, venidos de lejos. De nada sirvieron los consejos, el chico estaba dispuesto a actuar en contra de la voluntad de sus padres; en esto, nadie podía negar que la chica era hábil. Pero, al último momento, él cambió de parecer. Se asustó: encontró que era demasiado ardiente y desenfrenada. Este y muchos otros detalles aparecían ahora bajo una luz nueva, y se complementaban unos a otros. Y para aquel que hubiera podido ponerlo en duda, allí estaba ahora ese féretro.
Como Antonina, al pronunciar el nombre de Magdalena, escupía al suelo, Tomás tampoco le tenía simpatía, sin saber exactamente por qué. Ella le llamaba a la cocina y le daba pasteles cada vez que iba a la parroquia, en tiempos del padre «Pues-Pues». En realidad, en aquella época, la admiraba y sentía en su presencia como un nudo en la garganta. Sus faldas revoloteaban, fuertemente ceñidas a la cintura; cuando se inclinaba sobre la lumbre y probaba la comida con una cuchara, un mechón de pelo le resbalaba junto a la oreja y, de lado, debajo de la blusa, se veían bambolear sus pechos. Les unía el hecho de que él sabía cómo era ella y ella ignoraba que lo supiera Tomás. Él confesó su pecado, pero ya había visto. Junto al río, había un árbol muy inclinado por encima del agua, al que se podía subir y esconderse entre las hojas. El corazón late con fuerza: ¿vendrá, no vendrá? El Issa comienza a ponerse rosado por el sol poniente, los peces corretean ágiles. Se distrajo observando el vuelo de unos patos y ella ya estaba allí, tanteando con el pie si el agua estaba fría, mientras se quitaba la blusa por la cabeza. No entraba en el agua como las demás mujeres, quienes se agachan y levantan varias veces, salpicando a su alrededor. Lo hacía despacio, paso a paso. Los pechos se separaban a uno y otro lado, y, debajo del vientre, no era muy negra: sólo un poco. Se sumergió y empezó a nadar «estilo perro», levantando a veces un surtidor con el pie, hasta la zona en que las hojas de los nenúfares cubrían el río. Más tarde, volvió y se lavó con jabón.
Lo que llegaba a oídos de Tomás quedaba poco claro para él, pero, aun así, era espantoso. No le parecía posible que el mismo hombre que tronaba contra el fuego del infierno fuera él mismo un pecador. Y, si el que imparte la absolución, es igual a los demás, entonces ¿qué valor tiene ese perdón? Por lo demás, Tomás no se hacía preguntas concretas y, desde luego, nunca se hubiera atrevido a plantearlas a los mayores. Magdalena adquirió para él el encanto de las cosas prohibidas. En cambio, los mayores se enfadaban con ella. Separaban lo que Tomás no era capaz de hacer: ella era una cosa, y el sacerdote vestido con la casulla, otra. Pese a todo, Magdalena había estropeado la armonía, había enturbiado la paz y había enfriado el entusiasmo por los sermones.
Peikswa empezó a bajar la cuesta y todos se preguntaban qué haría con el féretro. Cuando llegó junto al carro, volvieron la cabeza. El cura estaba llorando. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, una tras otra; le temblaban los labios: los apretó con fuerza y volvió a abrirlos tan sólo para rogar que subieran el cuerpo hasta la iglesia. Preparaba para la suicida un entierro cristiano. Quitaron la manta y apareció la caja, de pino blanco. La cogieron entre cuatro y comenzaron a subir la empinada cuesta, de modo que Magdalena quedaba casi de pie.