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El español Miguel Servet estuvo agonizando más de dos horas: su agonía no concluía porque había demasiado poca leña; entre las llamas profería quejas contra el afán de ahorro de la ciudad de Ginebra: «¡Ay de mí, que no puedo acabar de morir en esta hoguera! ¡Los doscientos ducados y la cadena de oro que me quitaron cuando me hicieron prisionero hubieran bastado para comprar suficiente leña para quemarme hasta el fin, ay de mí!».

Entre tanto, Calvino, sentado en la penumbra de su habitación, leía la Biblia, y sólo su vicario, Guillaume Farel, con los ojos anegados de lágrimas por el humo, le gritaba al hereje que se estaba asando vivo: «¡Cree en el Hijo eterno de Dios, Jesucristo!».

Esta suerte le tocó a Miguel Servet, tras veinte años de clandestinidad en Francia, entre los papistas, por decisión del renovador del cristianismo en quien había confiado, con quien mantenía una correspondencia secreta y a quien acudió buscando protección. Pero su espíritu era fuerte, la lengua, entre los labios medio carbonizados, aún se movía, y la voz débil afirmaba la blasfema verdad: «Creo que Jesucristo es el auténtico hijo de Dios, pero que no es eterno».

Después de su muerte, un murmullo de voces recorrió distintos países, las plumas de oca chirriaron en Basilea, Tubinga, Wittenberg, Estrasburgo y Cracovia, copiando las tesis contra la Santísima Trinidad, prestadas a escondidas por los amigos. El Príncipe masculló: «¡Scbwermerei!» cuando encontraron en Tubinga, entre los estudiantes polacos, los escritos prohibidos; la Uni versidad temblaba, y trataban por todos los medios de acallar la cuestión. Estaba prohibido pronunciar el nombre de Servet, e incluso Petrus Gonesius, quien, a su vuelta de Padua, difundió el nuevo descubrimiento entre las comunidades de Polonia y Lituania, procuraba no mencionar en público el nombre de su maestro. Pero Melanchton se percató del hecho: «He leído el libro del lituano que trata de sacar a Servet de los infiernos» -escribía. Jacobo Paleólogo, en Transilvania y en Moravia, escribía la gran obra de su vida, ya abiertamente en defensa del español, Contra Calvinum pro Serveto, pero la Santa Inquisición puso las manos sobre el cofre que contenía sus manuscritos cuando fue arrestado y conducido a Roma para morir martirizado.

Al narrar un hecho, se acostumbra a reconstruir a los personajes y los sucesos a partir de los pequeños detalles que han llegado a nuestro conocimiento: no sería del todo honesto afirmar que Jerónimo Surkont era alto o bajo, moreno o rubio, sin tener de estos rasgos la menor información; tampoco se ha podido saber las fechas de su nacimiento y de su muerte. Una cosa sí es cierta, y es que consideraba a Roma la sede del Anticristo y que, mientras iba a caballo por el camino junto al Issa, con su pelliza de alce, miraba con melancolía a aquella gente incapaz de abrazar la doctrina verdadera. Ahí está, a la vista, pensaba, su cristianismo, hecho a la medida de las supersticiones papistas: después de sus piadosos gorjeos en la iglesia, las mujeres van corriendo a depositar su ofrenda a las serpientes, pues, de no hacerlo, sus hombres perderían la fuerza y no serían capaces de cumplir con sus obligaciones conyugales. No cuentan aquí las Sagradas Escrituras, sino extrañas historias sobre el dios del viento y el dios del agua, que sacuden el mundo de un lado a otro, como si se pasaran un plato. ¡Y qué decir de aquellos ritos paganos, cuando los cazadores, armados con venablos, se reúnen antes de ir de caza mayor, y de las asambleas secretas bajo los robles! Todo seguía igual.

Le gustaba seguramente indagar, investigar hasta el fondo cualquier tema, y buscaba la compañía de personas que fueran como él: las encontró en Kiejdany. Allí, debió estudiar mucho para estar a la altura de las discusiones que tenían lugar a la luz de las velas y que partían de citas de las Escrituras: «Pues no, hermanos míos, vuestra dialéctica me parece demasiado tortuosa, más bien se la podría llamar sofística», «Este punto en hebreo tiene otro sentido», «¿Qué pretendéis, querido hermano? ¿Acaso en griego y en latín no se dice suficientemente claro cómo hay que explicarlo?» En aquellos tiempos, los trinitarios, que seguían fielmente a Calvino, los deístas e incluso los que, siguiendo a Simón Budny, se negaban a adorar a Jesús, no luchaban entre sí, pues sus odios se veían frenados por la influencia del príncipe Radziwül, quien, aun tomando por modelo la iglesia de Ginebra, no prohibía las discusiones teológicas e incluso apreciaba las novedades. En su corte, se refugiaron varios arrianos de Polonia y no les ocurrió nada, aunque lo cierto es que su actitud fue más bien prudente.

¿Fue sumergido Jerónimo Surkont? Es decir, ¿fue bautizado ya adulto, tal como prescribían los Hermanos, quienes negaban validez al bautismo de los niños? No se sabe, pero dejó de ser trinitario y siempre conservó en su memoria el martirio de Servet, desde el cual habían transcurrido casi cien años. Admitía como verdad revelada que aquel Cerbero de tres cabezas, colocado por consejo del diablo en el lugar del Dios único, es un monstruo que rebaja el entendimiento. Captaba la grandeza de la tesis que trastocaba el orden establecido hasta entonces: hay un solo Dios y una sola Escritura, clara, que no necesita de otros para explicar sus misterios; el que la lee puede enterarse por sí mismo de cómo debe vivir, y regresa al tiempo de los Apóstoles a través de los siglos en los que mediante la escolástica trataron de oscurecer las palabras sencillas de los profetas y de Cristo. Calvino se detuvo a medio camino y mató a Servet por miedo a la verdad. Quien no destruya al Cerbero nunca se liberará de los marmoteos, de las indulgencias, de las misas por las almas de los muertos, de las plegarias por la intercesión de los santos y de otras brujerías por el estilo.

De los pocos datos que poseemos, puede deducirse que, en el debate que, desde hacía muchas décadas, dividía a los Hermanos, él había optado por la herencia dejada por Petrus Gonesius. Esto significaría que, si bien había puesto en Jesucristo las esperanzas de salvación de su alma («Soy como un perro sarnoso ante la faz del Señor, mi Dios», se pudo descifrar en uno de sus libros), sostenía no obstante que Cristo no era consubstancial con la divinidad del Padre, que el Logos, la palabra invisible, inmortal, se hizo carne en el seno de una virgen y que del Logos tomó Cristo su principio. Así pues, la naturaleza humana de Cristo lo impregnaba de temor, de agradecimiento y de dulzura, pero no como los que rehusaban adorarle, que no veían diferencia alguna entre Jeremías, Isaías y Jesús, y que se apoyaban más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo.

Pero ¿qué ocurrió con el escrito de Gonesius, De primatu Ecclesiae Chrtstianae, al que seguramente estudió, y con los escritos de sus sucesores? Jerónimo Surkont no podía despreciar sus argumentos en otro ámbito, en el práctico, aquellos argumentos que tanto revuelo armaron en los sínodos lituanos, pues todo lo que pedían estaba fuertemente apoyado en los Evangelios. ¿Acaso no ha sido dicho: «Si alguien te abofetea en la mejilla, ofrece la otra; y al que quiera quitarte la túnica, déjale también el manto»? ¿No ha sido dicho: «Dejad los muertos sepultar a sus muertos, y tú sígueme y explica el reino de Dios»? ¿No ha sido dicho: «El que me escucha y no pone mis palabras por obra es semejante al hombre que edificó su casa sobre la arena: bajaron las aguas, se estrellaron contra la casa y ésta cayó con gran estruendo»? Los judíos, los griegos, los esclavos y los señores deben ser todos iguales y todos hermanos. El cristiano no mancha sus manos de sangre y se quita la espada del cinto. Otorga la libertad a sus súbditos, vende sus posesiones y reparte el dinero entre los necesitados. Sólo así se hace digno de la salvación y sólo en esto se distingue de los infames, cuyos actos contradicen sus palabras.

La época de la que hablamos fue posterior al período en que los sínodos lituanos desecharon tan desconsideradas exigencias, hecho que provocó amargos debates con los Hermanos polacos. Es de suponer, pues, que Surkont basaba sus argumentos en el Antiguo Testamento y en ejemplos suministrados por la experiencia. ¿Liberar a los esclavos? (Vivían realmente en una opresión y miseria enormes.) Pero ¿y si se aprovechara esa libertad tan sólo para volver al paganismo, a la barbarie y a los desmanes? En los tiempos en que Rekuc fue jefe del distrito de Samogitie, se hizo una tentativa de este tipo, pero se desperdigaron todos por los bosques, de donde salían tan sólo para robar y matar. Y, ya más cerca de nosotros, aquella rebelión de campesinos, resucitando a antiguos dioses, que también se dejó sentir tan cruelmente entre los señores del valle del Issa. ¿Deponer la espada? Los seguidores de Gonesius no escogieron para pregonarlo un momento demasiado oportuno: en aquel tiempo, en el Este, más allá del Dniéper, había una guerra casi ininterrumpida contra Iván el Terrible. Fueron vencidos por minoría de votos en los sínodos y, desde entonces, no han vuelto a levantar cabeza.

Pero, Carlos Gustavo alzó la espada y fundó el imperio de todos los protestantes. Nadie sabrá cuáles fueron las dudas de Jerónimo Surkont, cómo fueron los momentos en los que tomó su decisión. Su príncipe les abría una perspectiva de grandezas. Los lituanos, decía, al igual que ahora dependen del rey polaco, podrían depender del rey sueco y, con su ayuda, podrían arrancar las tierras y las almas a los papistas. Podrían llevar la luz hacia Oriente y hacia el Sur, hasta la misma Ucrania, a todas aquellas tierras en las que oscuros popes cuentan aún historias sobre el santo Bizancio, pero ya no saben el griego y engañan al pueblo. Además, no quedaba otra salida: la invasión de los jesuítas, sus ingeniosos métodos para atraerse las mentes de la gente, sus teatros, sus escuelas, cada año hacían disminuir el número de fieles, la chusma estudiantil en Vilna profanaba los santuarios y atacaba los cortejos fúnebres. Un poco más y no quedaría en Lituania ni rastro de la Reforma. El príncipe jugaba la última carta al servicio de la fe y, al mismo tiempo, de su vocación de protector de la fe. Y, como meta lejana, sí: la corona. Y, quién sabe, quizás también los ejércitos sueco, lituano y polaco a las puertas de Moscú.

Hay también motivos para creer que le impulsaba no sólo la lealtad para con el príncipe, sino también el desprecio por la alborotada masa de señores de la nobleza, a quienes los curas incitaban a una guerra santa contra los herejes. Los consideraba puros elementos, llevados por la ceguera del instinto, incapaces de razonar fríamente y de leer las Sagradas Escrituras.

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