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Fiel hasta el final, vivió experiencias terribles: las dudas de los que parecían más seguros después de los primeros fracasos, la lucha fratricida, el país devastado por los ejércitos y la despreocupación del aliado que se entregó al pillaje. El príncipe murió cuando los papistas se apoderaban de la fortaleza, la última. Era obligado proceder al recuento de la propia derrota: es el momento en que cada hombre repite las palabras de Cristo: «Señor, ¿por qué me has abandonado?», y la voluntad y el orgullo se desvanecen en la nada.

Esperemos que las Escrituras le sirvieran de consuelo. Y quizás también el recuerdo de su propio mártir antitrinitario, cuya cabeza se vio envuelta por una corona de paja impregnada en azufre, su cuerpo amarrado a un poste con una cadena y su libro, atado a un pie, en espera de las primeras llamas. La descripción exacta de la muerte de Servet ha llegado hasta nuestros días gracias a los hermanos en la fe de Jerónimo Surkont, de las comunidades polacas y lituanas. Ellos copiaron el manuscrito, que más tarde desapareció, Historia de Servelo et eius morte, cuyo autor fue Petrus Hyperphragmus Gandavus.

No, el destierro no puede compararse a la tortura del cuerpo.

Pero Surkont conoció las torturas del alma, el estigma de la traición, y sopesaba sus actos sin jamás alcanzar la certeza de haber obrado como era debido. De un lado, su deber hacia el rey, hacia la res publicae y hacia el príncipe, quien admitía sus diferencias teológicas. Del otro, su repulsión hacia los papistas y su aversión hacia los invasores, a los que, no obstante, tenía que desear éxitos y no derrotas. Considerado hereje por los católicos, fue también un renegado apenas tolerado por los protestantes. Realmente, no le quedaba sino repetir: «Soy como un perro sarnoso ante la faz del Señor, mi Dios».

Se ha sabido, por casualidad, que el último descendiente de Jerónimo, el lugarteniente Johann von Surkont, estudiante de teología, cayó en el año 1915, en los Vosgos. Si yace en la ladera oriental, allí donde las apretadas hileras de cruces, que, de lejos, parecen viñedos, descienden hacia el valle del Rhin, hoy todavía los vientos secos que soplan desde su Lituania familiar deben peinar la hierba sobre su tumba.

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