Se acercaba el gran día. En Borkuny, decidieron que no valía la pena ir hasta las lagunas del Issa, junto al pueblo de Janiszki; en primer lugar, porque están demasiado pobladas de ácoros que impiden avanzar libremente las barcas y, en segundo lugar, porque, al levantarse la veda, se llena de campesinos de la región, que disparan a tontas y a locas. La elección recayó sobre el lago Alunta; aunque quedara un poco lejos, «Verás Tomás, cuántos patos hay allí, ¡nubes enteras!». Decidieron también que Tomás llevaría la escopeta de Víctor, y éste dispararía con la escopeta a pistón; para utilizarla había que llevar una bolsa de accesorios: en un compartimiento iba la pólvora, en otro la munición, en un tercero los pistones y finalmente la estopa. La pólvora se dosificaba con una medida de metal y se vertía directamente en el cañón; luego, se introducía una porción de estopa, que se apretaba bien con la ayuda de una larga varilla de madera: sobre esto, se colocaba la munición y otro tapón de estopa, más pequeño. Al levantar el gatillo, quedaba al descubierto una varita de metal en la que se colocaba el pistón. Tomás sabía bajar suavemente el gatillo de una escopeta (se aprieta el disparador con un dedo y, con el otro, se sostiene el gatillo para que baje lentamente), pero, en un fusil a pistón, es distinto: se ve el fondo de la menuda cazuelita y no puede evitarse el temor de que el gatillo se escape al último momento y se produzca la descarga.
Tras discutir largamente sobre qué perros llevarían, decidieron que Karo se quedaría en casa, pues la caza del pato no hace sino estropear a los pointers, que luego hacen mal la muestra. Para levantar los patos, bastaba con Zagraj, sistemático y serio. Dunaj podría dejarse llevar por la fantasía de escapar hacia el bosque. En cuanto a Lumia, era una actividad indigna de ella, demasiado fácil, y, además, estaba a punto de parir.
Aparejaron, pues, el carro de adrales, le echaron unas brazadas de heno y subieron en él Juchniewicz, Tomás, Dionisio, Víctor, y Zagraj. Se oyó restallar el látigo; tras las ruedas se levantaban nubes de polvo. Tomás yacía en el fondo y veía cómo huían hacia atrás las piedras, los árboles, las cercas de las casas. Romualdo silbaba, y Tomás le acompañaba; iban de viaje, estaban alegres. Antes de una hora, sacarían las provisiones de las bolsas y cada uno recibiría un pedazo de salchichón, comerían y seguirían dando saltos en los baches del camino. Deberían llegar antes del anochecer, dormirían allí y, al amanecer, rápido al agua. ¿Encontrarían allí alguna barca?, se inquietaba Tomás. Claro que sí, en aquella aldea todos tenían por lo menos una.
Las aguas se divisaban a lo lejos, azules y rojas a la luz de poniente. La ribera por la que avanzaban era escarpada y, allá abajo, en el fondo, se veía el perfil del lago. Era ovalado, puntiagudo en un extremo. De este lado, los campos cubrían las colinas; al otro lado, en el centro del óvalo, una masa negruzca de la que emergía de vez en cuando, sobre el fondo del cielo, la pluma de un pino. Había por allá grandes marismas, y hacia ellas se dirigían. Allí, junto al camino, encima de un montículo que parecía construido artificialmente, se levantaban las ruinas de un castillo y, más allá, empezaba ya la bajada que conducía a la aldea de Alunta.
En la cabaña, tomaron leche cuajada servida en una enorme escudilla, y, luego, ya casi de noche, Tomás trepó por la inclinada pendiente que llevaba al castillo. La luna llena empezaba a ascender en el silencio de los prados, aún tibios del día, y cantaban los grillos. Y allí mismo, casi a sus pies, brillaban las escamas de menudas olas. Tocó los grandes bloques de piedra que debieron conformar los muros o los fundamentos del castillo: ella había salido corriendo de allí para saltar al agua y morir ahogada. Romualdo le repitió lo que, desde tiempos remotos, se contaba acerca del castillo: cuando lo atacaron los Caballeros teutónicos, una sacerdotisa pagana prefirió suicidarse antes que rendirse. Nadie sabía nada más. Tomás imaginaba que habría ido corriendo con los brazos en alto, gritando, y que su blanca capa ondeaba tras ella en el aire. Pero también habría podido ocurrir de otra manera. Habría podido bajar despacio, ceñida con un cinturón de paño, una corona verde en la cabeza, entonando cánticos a su dios e inclinándose lentamente en la orilla del lago. ¿Dónde estaría ahora su alma? ¿Condenada por los siglos de los siglos, por no haber querido aceptar el bautismo? Los Caballeros teutónicos eran enemigos. Incendiaban, mataban, pero creían en Cristo, y el bautismo que impartían protegía de las penas del infierno. Quizás vagara su alma por allí y no estuviera ni en el cielo ni en el infierno. Tomás se sobresaltó, porque algo se movió a sus espaldas. Seguramente sería una rata y, a pesar de que había ido a las ruinas un poco en busca de aquel escalofrío, bajó corriendo para llegar cuanto antes al poblado y a las familiares voces de las personas, las vacas y las gallinas.
En el henil, junto a ellos, Zagraj suspiraba en sueños. Víctor había hecho un hueco en el heno en el que Tomás, más liviano, resbalaba todo el tiempo. En la oscuridad, alguien desconocido empezó a subir por una escalera de mano y pasó sobre ellos, pisándoles. «¿Quién es?», preguntó Romualdo, «¡Amigo!», contestaron, hasta que por fin se hizo el silencio; mirando una estrella por una rendija, Tomás se adormeció.
Cuando uno se despierta en el heno, tiene siempre la sensación de encontrarse en un sitio que no es el que uno creía. Tomás estaba en el mismo borde, y poco había faltado para que se cayera. Víctor no estaba junto a su cabeza, sino junto a sus pies: roncaba y silbaba por la nariz. En el gris amanecer, entrevió los pliegues arrugados de una manta en la que ahora no había nadie; Romualdo y Dionisio estaban profundamente dormidos y, sobre ellos, Zagraj. Tomás bostezó algo excitado, preguntándose si ya sería hora de despertarles, pero en aquel momento la puerta chirrió y se abrió, entró la luz y el frío, y alguien, desde abajo, gritó: «¡Señor Bukowski! ¡Es hora de levantarse!».
En el banco junto a la casa, hicieron los preparativos; Romualdo y Dionisio se colocaron las cartucheras al cinto, Tomás se llenó los bolsillos de cartuchos y bebieron sólo un poco de leche para no despertar a las mujeres, pues era domingo. El campesino y su hijo, que les acompañaban al lago, se arremangaron los pantalones hasta media pantorrilla y, de unos ganchos situados bajo el alero de la casa, descolgaron pértigas y largos remos.
El lago estaba velado por una niebla que se extendía en franjas por la superficie. Desde un sendero inclinado, vieron barcas medio recostadas sobre la grava: junto a ellas, la niebla ascendía en forma de vapor y dejaba entrever la lisa superficie del lago, sin una sola arruga; los listados interiores de las canoas, incrustadas en aquella densidad, parecían inmóviles para siempre. Cuando las alcanzaron, podían ya vislumbrar, aquí y allá, pequeños espacios del lago que iban adquiriendo la tonalidad del cielo.