Como una estatua oscura, como una vertical móvil en el lomo del caballo, así es cómo apareció a los ojos de Tomás el señor Romualdo, con su pequeña gorra con visera azul marino y la fusta colgando junto a la silla de montar, cuando, saliendo de la alameda, llegó cabalgando frente a la terraza. En poco tiempo, se hicieron grandes amigos. En el comedor, sentados alrededor de la mesa, tía Helena le acercaba las mermeladas y el abuelo le preguntaba sobre las cosechas. Pese a todo, Tomás se daba cuenta, por detalles casi imperceptibles en el comportamiento de las abuelas, de que se mantenían las distancias. El señor Romualdo podía venir de visita, pero no pertenecía al mismo mundo. Lo cual no tenía la menor importancia, pues de su persona emanaba un encanto muy particular. Su visita y la conversación acerca de animales presagiaban nuevas maravillas.
Ante todo, Tomás nunca había ido a Borkuny a pesar de que viviera a tan sólo tres verstas y media. Un día acompañó a su tía, quien tenía que ir a ver al brujo con el fin de obtener unos medicamentos para las ovejas y, aprovechando aquella circunstancia, se le ocurrió a ella ir a visitar también al señor Bukowski. Pasada la kumietynia, junto a la cruz, se torcía, no hacia la derecha en dirección a Pogiry, ni por otro camino también a la derecha, y luego, recto, en dirección de la casa de Baltazar, sino a la izquierda, hasta alcanzar la linde del bosque donde, en seguida después de los primeros árboles, se abría un mundo totalmente nuevo; de la colina se bajaba a un pequeño valle, sembrado de bosquecillos, marismas y caminitos de una sola vía que serpenteaban entre la vegetación. La casa y el patio del señor Romualdo aparecían de pronto en el valle, detrás del bosque de abetos. Era un edificio pequeño con columnitas de madera que sostenían la terraza, rodeado de saúcos. Oculto detrás de la casa, estaban el huerto de árboles frutales, los alisos y el pinar de jóvenes pinos, que ascendía en franjas escalonadas hasta los pinos de tronco largo. En el interior, olía a cuero, y, por los rincones, había montones de correas, sillas de montar y arneses; entre esos montones y en las paredes, se hallaba cantidad de objetos poco corrientes -cuernos de caza, pitos, escarcelas y cartucheras. Tomás preguntó para qué servían cada uno de aquellos objetos, y Romualdo le permitió coger una escopeta, tras doblarla para cerciorarse si estaba cargada, pero, al oír el ruido del gatillo, se sobresaltó y le dijo que esto no se hacía: cuando se aprieta el gatillo con el fusil descargado, puede estropearse el percutor. Aquella escopeta era del siglo dieciséis, de calibre mediano; la del doce, con un orificio de cañón muy ancho, a veces va mejor, sobre todo para animales de gran tamaño, y la del veinte, la más pequeña, se usa tan sólo para pájaros menudos. El señor Romualdo la había heredado de su padre, y, aunque vieja, disparaba bien. Adornaba el cañón un dibujito sinuoso, labrado en plata: se trataba de una escopeta llamada damascena.
Una chica joven, de aspecto y ademanes modosos, servía la mesa, cubierta con un mantel. Tomás la miraba embobado, o, como suele decirse, no podía apartar los ojos de ella, seguramente por el color de su piel, de una blancura que, suave y gradualmente, iba transformándose en arrebol a la altura de las mejillas; llevaba una trenza recogida de un tono dorado oscuro, y, cuando una vez lo miró por un instante, fue como un misterioso brillo de intenso azul oscuro. Le pareció notar en aquella mirada un destello de simpatía, pero cuando, más tarde, a la hora de irse, oyó que ella le murmuraba por lo bajo al señor Romualdo: «Szutas» -se refería a él-, pasó mucha vergüenza, pues, en lituano, aquella expresión equivalía a decir que alguien estaba un poco chiflado. Aquel detalle enturbió toda la alegría de la visita, pero, al mismo tiempo, a partir de entonces, deseó aún más volver a Borkuny, por desafío, o para tratar de arreglar algo.
El señor Romualdo subió con ellos al carruaje. Insistió en que estaba muy cerca y en que su madre se alegraría… Borkuny es un conjunto de tres propiedades, que no tienen nombres separados: las tierras se distribuían de manera que, entre la hacienda del señor Romualdo y la de la vieja Bukowski, quedaban metidas como una cuña las tierras de Masiulis. La casa de la madre estaba situada en la colina y, desde la terraza se abría la vista sobre un pequeño lago, al fondo de una hondonada pantanosa. La señora Catalina Bukowski realmente se mostró muy amable y hospitalaria. ¡Pero qué cara! Cubierta de verrugas, de las que sobresalían matitas de pelos, y las cejas descoloridas y arremolinadas, el búho de Tomás la ganaba en belleza. Su voz era honda y baja, masculina. Además, su aspecto armonizaba con su manera de dar órdenes, como pronto Tomás tuvo ocasión de observar. El que llevaba la hacienda era su hijo Dionisio, soltero y ya no muy joven. Nunca la contradecía y se encogía mansamente cada vez que ella pegaba un grito. A Tomás no le llamó la atención por ningún detalle particular, a no ser por sus botas de caña suave que se ajustaba con tiras de cuero por debajo de la rodilla y se ensanchaba sobre los muslos en forma de cáliz. El tercer hijo, Víctor, un adolescente casi adulto, tenía los ojos saltones y los rasgos mal dibujados, y tartamudeaba; si conseguía farfullar algo, se comía la mitad de las palabras, pronunciando en realidad sólo las vocales, mezcladas a unos sonidos guturales que podían indicar cualquier letra. Por ejemplo: «Ya hemos recogido el heno», sonaba así: «Gaguego guegogigo gue guego».
Y, otra vez, hubo que sentarse a la mesa y volver a comer, ante la botella de krupnik: «Usted ya puede beber, ya no es un niño», decían, y añadían: «Bebamos a vuestra preciada salud». Levantaban las copas y el cristal tintineaba. Tomás tomó un sorbo, y los ojos se le llenaron de lágrimas, pues la bebida quemaba como si fuera fuego. En cambio, la señora Bukowski lo vació todo de un trago (hablando de tragos: más tarde, Tomás observó que la señora Bukowski se servía más de uno: simulaba buscar algo en el armario, y clúc, volvía a cerrarlo en seguida con el rostro acalorado). Dionisio llenaba una ronda tras otra, y tía Helena tampoco se quedaba atrás: la verdad es que no bebía como los demás, entornaba los párpados y sorbía el contenido de la copa como si fuera agua. Empezaron a hablar más alto y a contar chistes que él no entendía. En fin, tonterías de mayores: se aburría. Alguien empezó a canturrear. La señora Bukowska se levantó de un salto, corrió hacia la pared y volvió con una guitarra que estaba colgada sobre un tapete con un gatito bordado. Colocada en el centro de la habitación, marcando el ritmo con el pie, atronó a la concurrencia con su voz de bajo:
Dulce Anita, Anita mía,
¿dime por qué te han pegado?
¿Por el azúcar, por el café?
¿o por la honra que te han robado?
No es por azúcar, ni por café
Ni por la honra que me han robado.
Mi madre quiere que en casa esté
Y a mí un mozo me ha enamorado.
Animada por el éxito, se sentó y, pasando los dedos por las cuerdas, cantó la canción de Wurcel, acompañándose con unas lánguidas caídas de ojos. Tomás conocía esta canción, se la había oído a Antonina, y siempre le había producido cierta extrañeza. ¿Cómo alguien puede ser joven como una fresa si ha estado amando durante cuarenta años? De hecho, las palabras de la canción eran como sigue:
Wurcel, Wurcel eres un tirano,
frío e insensible a mi corazón.
Más de cuarenta años hace que te amo
de lo que es testigo y me dará razón
de dulces cartas lleno el cajón.
Wurcel, Wurcel, el demonio os casará,
y a mí, joven como una fresa,
un hermoso príncipe me amará.
A decir verdad, todo esto resultaba muy ridículo en boca de la señora Bukowski, con su aire romántico, y aún más ridículo cuando pasó a cantar «Enganchad los cuatro caballos, pues voy a visitarla», con su estribillo «me voy-me voy- me voy-me voy». De todas maneras, Tomás prefería que se entretuvieran así en vez de ir llenando platos y copas. Se resignó a soportarlo, porque comprendió que había que armarse de paciencia: los mayores nunca pueden centrar su atención en una sola cosa. Él, en cambio, se interesó en seguida por un tema apasionante. Dionisio hablaba de una camada de lobos, no lejos de allí; al atardecer, había visto al más viejo rondar junto a los barrizales, de modo que seguramente por allí debían estar escondidos los cachorros; pero, cuando empezó a hacer más preguntas todo se diluyó en risas, palabras y ruido de platos. De todos modos, en Borkuny quedaba mucho por conocer e investigar, y, además, allí se sentía menos incómodo que cuando iban de visita a casa de los terratenientes. A la hora de sentarse a la mesa, no había que estar tan pendiente de los modales; le inspiraban confianza sus uñas enlutadas y sus manos callosas por trabajar en la tierra, así como la deferencia que mostraban hacia su tía y hacia él.
De las dos casas de los Borkuny, la del señor Romualdo era la más interesante: en la de su madre, hablaban sobre todo de cómo habían ido las cosechas, de qué se iba a sembrar, a qué precio se vendía el lino; en cambio, en la de él, se hablaba de caballos, perros y escopetas. Deseaba volver a ir allí cuanto antes, pero, al mismo tiempo, le turbaba aquel recuerdo: sólo con la mirada había expresado lo mucho que ella le gustaba -¿pero acaso siempre que alguien te gusta debes simular que no?. Volvieron cuando ya anochecía; tía Helena arreaba los caballos con las riendas y estaba alegre, aunque nada hacía suponer que había bebido demasiado. El crepúsculo, allí, entre aquella variedad de cosas que iban apareciendo a ambos lados de la carretera, era distinto al de Ginie: se llenaba de toda clase de voces, que provenían de los matorrales y los prados pantanosos; reclamos y gárrulos, ranas o patos salvajes, y muchos otros pájaros más. Los chotacabras pasaban ante ellos en su vuelo oblicuo. Tomás se sentía embargado por una piadosa emoción hacia todo aquel hervidero nocturno, hacia todos aquellos seres cuyas costumbres y cuyos asuntos, al estar ocultos, incitaban a la observación y a la investigación. Es tonto el que la gente se haya empeñado en hacer campos de cultivo por todas partes. En cuanto se llega a los campos, se acaba la belleza. Si de él dependiera, prohibiría arar la tierra, para que por todas partes sólo hubiera bosques, llenos de animales salvajes. Pensándolo bien, decidió que, cuando fuera mayor, crearía un país que no fuera más que bosque; no dejaría entrar en él a los hombres, o quizá sólo a algunos. ¿A cuáles, por ejemplo? A hombres como el señor Romualdo.