La ventana de la habitación de la abuela Dilbin estaba abierta, y los ruiseñores cantaban entre las malezas junto al estanque, aunque todavía había algo de luz. Ella se despertó de un sueño pesado lleno de visiones. Le parecía que alguien estaba junto a su cama. «¡Arturo!», gritó. Pero no había nadie, y se dio cuenta por fin de que se encontraba allí, que habían pasado los años y que las letras doradas sobre la losa de la tumba debían de haberse borrado con las lluvias.
Bronia Ritter, con sus rubias trenzas, cazaba una mariposa en el cristal de la ventana, a la que luego soltaba, y contemplaba las sombras de la noche en el techo, y dos mechones de pelo blanco descansaban sobre la almohada. Las paredes de su casa en Riga la protegían del mal, y el tiempo no penetraba por ellas. Tras una infancia demasiado feliz, suele caerse en un precipicio, sin poder creer aún que sólo eso es lo verdadero y que ya no resonará la risa alegre que transformará lo irrevocable en una broma. ¿Qué significaba todo aquello? La cucharilla que extiende la mermelada en el pan, la falda de seda tornasolada de la madre, la hermana que le pone un lazo en el pelo, suena el timbre de la puerta, y el padre deja sobre la consola su bolsa a cuadros, que siempre lleva cuando vuelve de visitar a sus pacientes. ¿Por qué, a partir de allí, se le asignaba aquel camino y no otro? Imposible aceptar que éste fuera precisamente su destino. Pero hay que reconocer los hechos, aunque no puedan comprenderse. Tan sólo una triste novela que en seguida se dejará a un lado. No, no puede dejarla a un lado. Pero, ¿por qué precisamente yo?
Luego, esa larga caída. Todo ocurrió aquel día, al volver de la iglesia con Arturo, mientras la nieve se fundía sobre sus pestañas. La vacilante luz de las velas oscilaba en los candelabros y los tablones de madera crujían en la casa, que desde entonces pasaría a ser su casa. «¡No, no!» Era como descubrir que la muerte existe. Las guirnaldas de papel con las que se adorna el árbol de Navidad, el villancico cantado a coro, y las flores y los aros de los niños en el jardín, se rompen, se diluyen y, por debajo, aparece la crueldad, que es lo único auténtico. «¡No! ¡No!». Así sería por los siglos de los siglos. Arturo era bueno. Pero ella estaba supeditada a la fuerza, a la terrible organización del mundo al que él se había acostumbrado. El olor a tabaco y a cuero la introducían en un mundo en el que cada uno no es sino un objeto, en el que la práctica de agradables tradiciones resulta una falsedad que oculta torpemente la crudeza de la ley. Y, entonces, surge la pregunta, llena de asombro: ¿de modo que es así? Nadie se rebela contra ello, todo ha sido sacralizado y reconocido de ese modo, a pesar de que ninguna palabra crea la unión o lo cambie todo.
A decir verdad, no sabía quién era Arturo, ni siquiera cuando, en su rostro, que parecía de cera, los bigotes proyectaban su sombra, mientras ella colocaba los cirios junto a su féretro, pensando a pesar suyo: «Es una cosa». Un resorte cargado de energía que actuaba según sus propios principios. Solía mitigar su violencia chupando la caña de su pipa. No le gustaba hablar de sí mismo. En la espalda, llevaba la cicatriz de unos latigazos. «Fue después de una revuelta en el presidio» comentaba farfullando. Esa era toda la explicación que sabía dar. Había viajado, en trineo tirado por renos, allí donde siempre es de noche o siempre de día, en las tundras de Siberia. Durante la Revolución, había vivido en los bosques, erguido y delgado como siempre, vestido con su amplio casacón y su cinturón de ancha hebilla. Recordaba con satisfacción a un oficial ruso de los dragones cayendo del caballo, muerto por él; le había disparado con su fusil de caza una sola vez, como si se tratara de un jabalí. La puntería había sido siempre para él motivo de orgullo. Dejó notas y cuentas que indicaban: «Para Matilde Zidonis, 50 rublos». «ParaT. K., 20 rublos.» Ella sospechaba que la había estado engañando, pero nunca se lo demostró. En el testamento, encontraron unos legados sin una clara motivación para algunos campesinos de las aldeas circundantes: sus hijos.
Las fechas se mezclaban en su memoria, inviernos, primaveras, pequeños acontecimientos, una enfermedad, invitados, Teodoro había nacido en el año 1884… Sí, ella aún no tenía diecinueve años. ¿Acaso había llorado el día en que supo que había muerto ahogado Konstanty, con quien habría sido feliz? Seguramente no. Quedó inmóvil, ensimismada, contemplando el interior de algo, al igual que se contemplan los torbellinos de un torrente, o las llamas de un hogar. En su cofre, guardaba el cuaderno de la clase de dibujo; en él había un solo dibujo de Konstanty. Hasta hoy lo guardaba allí, en el cofre.
Un ruiseñor cantaba a todo pulmón y otro le respondía. Por la ventana entraba humedad. Todo lo que ha sido pierde fuerza, se tambalea y se desvanece, y entonces el hombre reza pidiendo ayuda, porque duda de haber vivido. Si la estrella que se enciende en el cielo verdoso está realmente a millones de millas de distancia, si tras ella gravitan otras estrellas y otros soles, y si todo cuanto nace pasa sin dejar rastro, entonces sólo Dios puede salvar del absurdo el pasado. Aunque sólo fuera un pasado de dolor. Con tal de que se lo pudiera distinguir de un sueño.
– Tomás, cierra la ventana, entra frío.
Su voz chirriaba, como las bisagras de una puerta que se abre despacio. Tomás captó aquel tono nuevo. Hacía ya mucho tiempo que la observaba: los dedos cruzados y, junto a la barbilla, las mejillas caídas, separadas de aquélla por un surco; el cuello era delgado, con dos pliegues de piel. Ella volvió su rostro hacia él, los ojos, como de costumbre, no del todo ocupados por lo que había ante ella.
Era su nieto. ¿Buena, o mala sangre? ¿La virilidad y la turbulencia de Arturo, o su temor a la dureza de todo aquello que nos hiere aquí en la tierra? ¿Acaso poseerá la sangre de esos salvajes? Ella tenía la culpa de que Teodoro no fuera como su padre, sino blando y en realidad débil. También se sentía culpable con respecto a Konstanty. Y aquel chico podría acabar siendo como Konstanty, si salía a ella.
– Szatybelko ha traído una carta. Está aquí, mira.
En una esquina de la mesilla de noche, cubierta de medicamentos, había unas cuartillas y, debajo, un sobre. La letra inclinada, irregular, de la que Tomás no sabía descifrar ni una sola frase, era de su padre. El escrito, en el que algunas letras habían sido repasadas con tinta para hacerlas más legibles, era de su madre.
– Mamá dice que ahora vendrá seguro, dentro de dos meses a lo sumo.
– ¿Por dónde entrará? -preguntó Tomás.
– Ya lo tiene todo previsto. Sabes que la frontera está cerrada, de modo que legalmente no puede entrar. Pero dice que conoce una aldea por donde podrá hacerlo.
– ¿Y nosotros nos iremos con ella, por allí, o por Riga?
La abuela buscó el rosario que yacía en algún lugar junto a ella. Tomás se inclinó y se lo dio. Se había caído al suelo.
– Irás tú solo. Yo ya no necesito nada.
– ¿Por qué dice eso, abuela?
Sintió una gran indiferencia y, precisamente por eso, rabia contra sí mismo.
La abuela no contestó. Gimió y trató de incorporarse. Tomás se inclinó sobre ella y trató de ayudarla. Su espalda encorvada en la camisola de fustán y las hondas arrugas del cuello por detrás de las orejas…
– Estas almohadas. Se hunden. ¿Podrías levantarlas un poco?
A la piedad que sentía Tomás le faltaba plenitud. Habría querido que fuera más auténtica, pero para ello habría tenido que esforzarse, y le irritaba el hecho de sentirla como algo tan artificial. Ahora la abuela le parecía menos irritante que de costumbre. No se detuvo a pensar por qué, era como menos transparente, sin todas aquellas astucias suyas, demasiado fáciles.
– Hay muchos ruiseñores este año -observó la abuela.
– Sí, abuela, muchos.
Ella empezó a pasar las cuentas del rosario, y Tomás no sabía si irse o quedarse.
– ¡Cuántos gatos! -dijo ella por fin-. ¡Cómo es que estos pájaros no tienen miedo de cantar!