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En cuanto a los demonios, habían especialmente elegido a Baltazar para martirizarle. Nadie lo hubiera dicho, porque parecía una persona creada para la alegría. El cutis de un gitano, dientes blancos, casi dos metros de altura, una cara redonda cubierta de pelos: plumón sobre ciruela. Cuando llegaba a la casa, con su blusón recogido por un cinto, su gorra azul marino ladeada, de la que sobresalían unos mechones tiesos, Tomas corría a su encuentro gritando de alegría: siempre traía una cesta con setas -hongos y setas de cepa que tenían por arriba el color de un tronco de aliso cortado, y cuyos flancos eran blancuzcos y moteados-, o bien caza: becadas o urogallos, con su lista roja sobre el ojo. Baltazar era guarda forestal, pero no del todo. Nadie le pagaba, ni él pagaba a nadie; vivía en el bosque, había recibido maderaje gratis para construir su vivienda, tenía sus patatas y su trigo desparramados por los calveros y cada año roturaba un poco más de terreno para su uso particular. Siempre que venía, aumentaban los portazos y los chirridos de las llaves en los armarios, lo cual producía jaqueca a la abuela Surkont. Tomás la oía refunfuñar y decirle al abuelo: «¡Este favorito tuyo! ¡Me harás el favor de no apartar nada para él!».

Muchos envidiaban a Baltazar, y con razón. Al entrar como guarda no tenía nada: ahora, tenía una hacienda, vacas, caballos y una verdadera casa, no una choza, con el entarimado de tablas, una terraza y cuatro habitaciones. Se casó con la hija de un rico propietario de Ginie y tenía dos hijos. Surkont no sabía negarse a nada de lo que le pedía «Baltazarito» y esto incluso daba pie a algún que otro comentario. No tenía enemigos, porque sabía comportarse: vigilaba que nadie cortara árboles en el viejo robledal, pero no se oponía a que alguien de la aldea de Pogiry se llevara un abeto o un arce, a condición de que tapara luego el tronco con musgos para que no quedaran huellas.

Felicidad. A Baltazar le gustaba quedarse echado en su pequeño porche con una jarra de cerveza braceada junto a él, en el suelo. Bebía a pequeños tragos, se relamía, bostezaba y se rascaba. Gato saciado, era precisamente entonces cuando algo enloquecía en su interior. De vez en cuando, el abuelo sentaba a Tomás en el birlocho junto a sí, e iban a la casa del guarda, que quedaba bastante lejos, más allá de los campos que ya no eran de su propiedad. Ese vehículo se usaba muy a menudo, así como la linijka, que constaba de un madero largo sobre cuatro ruedas al que se subía como si se montara a caballo. En la cochera había otros carruajes, por ejemplo una carroza, cubierta de polvo y telarañas, montada sobre unas barras de trineo, unos trineos descubiertos y la «araña»: de color amarillo chillón, larga, con las dos ruedas delanteras enormes, las de atrás pequeñas y, sobre ellas, un asiento alto para el cochero o el lacayo. Entre una y otra parte de la «araña» (recordaba más bien a una avispa), sólo unos travesaños elásticos que hacían rebotar si se saltaba sobre ellos. En el birlocho, el abuelo sujetaba a Tomás por la cintura cuando el vehículo se inclinaba: después de los campos, empezaban los pastos y los colmenares; en las rodadas recubiertas de hierba, el agua negra ocultaba los baches en los que las ruedas se hundían hasta los ejes. El humo sobre el fondo del bosquecillo de arces indicaba que pronto se oirían ladridos de perros y que aparecería el tejado y el brocal del pozo. A Tomás le hubiera gustado vivir así, en un lugar apartado, con animales emergiendo de entre la espesura de los bosques y observando los movimientos a su alrededor. La casa olía a resina, la madera no había tenido tiempo de ennegrecer y brillaba como si fuera cobre. Baltazar enseñaba todos los dientes con una ancha sonrisa, y su mujer colocaba sobre la mesa la merienda y los obligaba a comer embutidos repitiendo sin cesar: «Tomen, tomen algo». Delgada, con la mandíbula saliente, no abría la boca para nada más.

Tomás dejaba a los mayores y corría a espiar los arrendajos y las palomas silvestres; había por allí gran cantidad de pájaros. Cierto día, entre un montón de piedras de un prado, encontró un nido de abubillas: introdujo la mano y cogió un polluelo que aún no sabía volar, sólo erguía la cresta para imponer respeto. Se lo llevó a casa, pero el polluelo no quería comer, huía a lo largo de las paredes, y Tomás tuvo que soltarlo.

Con toda seguridad, Baltazar no le hubiera confiado a Tomás lo que le estaba atormentando. A decir verdad, ni él mismo lo entendía, sólo sabía que día a día estaba peor. Mientras estuvo construyendo la casa, aún fue tirando. Pero, luego, se paraba junto a su arado, liaba un cigarro y, de pronto, perdía la noción de dónde se encontraba, despertando con los dedos crispados, entre los cuales se había escurrido el tabaco. El único remedio era matarse a trabajar, pero por pereza acababa pronto con cualquier labor y, entonces, cuando se dejaba caer en el banco con su jarra de cerveza, le invadía una repugnante flojera que daba vueltas en su interior, despacio, embotándole los sentidos, dejándole como semidormido, y gritaba con los labios apretados: ojalá hubiera podido gritar, pero no. Sentía que necesitaba algo: enderezarse, pegar un puñetazo en la mesa, salir corriendo hacia algún lugar. ¿Pero hacia dónde? Sentía como un cuchicheo que le llamaba y formaba un todo con aquella flojera. Baltazar tiraba a veces el vaso contra el que le atormentaba de aquel modo, a veces entrando en su interior, a veces burlándose de él a cierta distancia, y entonces su mujer le quitaba las botas y lo metía en la cama. Baltazar se dejaba llevar por la mujer, pero, como le ocurría con todo, lo hacía con hastío y con el convencimiento de que no era lo que tendría que ser. Le repelía su fealdad; aún de noche era soportable, pero ¿y de día? El sueño le traía un poco de alivio, pero por poco tiempo; de noche, se despertaba y le parecía que estaba yaciendo en el fondo de un pozo profundo de paredes muy altas, del que nunca podría volver a salir.

Algunas veces, ocurría que empezaba a dar puñetazos en la mesa y a correr. A continuación, se ponía a beber, y no paraba en menos de tres o cuatro días. Bebía tanto que, cierto día, el vodka se inflamó en su interior y la judía de la aldea tuvo que agacharse sobre él y orinarle en la boca (es un remedio conocido, pero acarrea el deshonor). Corrió la voz de que Baltazar volvía a estar poseso, unos decían que era por sus riquezas y su cordura, pero otros se lamentaban de su desgracia y de sus relaciones con el diablo, lo cual no era solamente invento suyo, pues Baltazar, cuando estaba borracho, contaba, llorando, toda clase de cosas.

Muchos años después de dejar Ginie, Tomás se puso a meditar en lo ocurrido con Baltazar, basándose tanto en los cuentos que había oído sobre él, como en lo que no eran cuentos. Recordó su brazo musculoso que, al tensarse, se ponía duro como una piedra (Baltazar era muy forzudo) y los ojos de largas pestañas, como de cierva. Ni las cualidades ni los aciertos protegen contra la enfermedad del alma. Al pensar en él, Tomás se inquietaba por su propio destino, por todo lo que había aún delante de sí.

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