La reseda parece insignificante y no es especialmente bonita, pero Tomás la colocaba entre sus preferencias, porque, al igual que la orquídea silvestre, despierta el deseo de adentrarse en su olor y es lástima que sea tan pequeña: una reseda del tamaño de una col sería una maravilla aromática.
Como la abuela Misia consideraba que la enfermedad forma parte de aquellos males que no pueden sucederle a una persona normal, nadie aprovechaba las cualidades curativas del mundo vegetal. Aunque a la antigua despensa se la seguía llamando «la botica», nadie guardaba medicinas en sus cajoncitos, excepto unas flores de árnica, para aliviar los golpes, y frambuesas secas, que el abuelo tomaba en infusión para sudar cuando estaba resfriado. Tomás, quien a menudo comparecía lleno de golpes y rasguños, sabía que el mejor remedio eran las hojas de la abuela; aplicaba una de ellas sobre la herida y lo cubría todo con un trozo de tela. Si no se curaba, Antonina ensalivaba un trocito de pan y lo amasaba con telarañas: esto siempre daba buen resultado. La abuela Dilbin introdujo el uso del yodo, pero a Tomás no le gustaba porque escocía.
Las aficiones botánicas de Tomás no duraron más allá de una temporada. El herbario, concebido para convertirse en una obra monumental sobre la flora, adquiría siempre menos ejemplares nuevos, y las cartulinas suplementarias resultaron inútiles. Su atención había empezado a desviarse hacia los pájaros y los animales, hasta que se olvidó de todo lo demás. El cambio se produjo gracias a tía Helena, aunque es difícil precisar si su papel habría de reducirse al cumplimiento de los destinos del sobrino. Además, quien importa ahora no es tía Helana, sino el señor Romualdo.