Los arbustos se movieron. Lumia saltó aullando y volvió los ojos hacia él; detrás de ella, los otros dos perros parecían no entenderlo. Y, por si fuera poco, ahora el desengaño de los perros: el hombre había disparado y había rebajado el prestigio del hombre. Tomás permaneció sentado en un tronco, inmóvil, con las manos apoyadas en las mejillas. Una rama crujió bajo un zapato; los jueces se acercaban.
Romualdo se detuvo junto a él:
– ¿Dónde está el gamo, Tomás?
No se movió, ni le miró.
– He fallado.
– ¡Pero si iba directo hacia ti! Habría podido dispararle a tiempo, pero pensé: déjaselo a Tomás.
Y, dirigiéndose a Víctor, que se acercaba, le dijo con irritación:
– Tomás ha dejado escapar el gamo.
Cada palabra se hundía en Tomás como una fría hoja de acero. No tenía salvación. No se atrevía a mirarles a la cara. Hundido en sí mismo, en su cárcel, en el cuerpo que le había traicionado y del que no podía renegar, apretaba los dientes.
Volvieron en silencio. Los mismos cruces, las mismas curvas del sendero, hasta hace unos minutos tan llenas de encanto, le parecían ahora esqueletos sin color. ¿Por qué había merecido aquello? Más doloroso aún que la vergüenza era el rencor que sentía contra sí mismo, o contra Dios, porque el presentimiento de la felicidad no significa nada.
En los prados, allí donde hubieran tenido que torcer en dirección a Borkuny, se excusó diciendo que le esperaban en casa y se despidió.
– ¡Tomás, la escopeta! -le gritaron.
La había dejado junto a ellos, apoyada en un aliso. No volvió la cabeza, metió las manos en los bolsillos y trató de silbar.