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Medrano se preguntó por dónde iba a venir el médico, por dónde venía el oficial de pelo gris. A su espalda el estrépito de las señoras sobrepasaba su paciencia. Se abrió camino hasta Claudia, que tenía entre las suyas la mano de Jorge.

– Ah, parece que vamos mejor -dijo, arrodillándose a su lado.

Jorge le sonrió. Tenía un aire avergonzado y miraba las caras flotando sobre él como si fueran nubes. Sólo miraba de veras a Claudia y a Persio, quizá también a Medrano que, sin ceremonias, le pasó los brazos por el cuello y las piernas y lo levantó. Las señoras abrieron paso y el Pelusa hizo ademán de ayudar, pero Medrano salía ya llevándose a Jorge. Claudia lo siguió; la careta de Jorge le colgaba de la mano. Los demás se consultaban con la mirada, indecisos. No era grave, claro, un vahído provocado por el calor de la sala, pero de todos modos ya no les quedaba mucho ánimo para seguir la fiesta.

– Pues deberíamos seguirla -afirmaba don Galo, moviéndose de un lado a otro con bruscos timonazos de la silla-. Nada se gana con deprimirse por un incidente sin importancia.

– Ya verán ustedes que el niño se repone en diez minutos -decía el doctor Restelli-. No hay que dejarse impresionar por los signos exteriores de un simple desvanecimiento.

– Ma qué, ma qué -se condolía lúgubremente el Pelusa-. Primero se pianta el pibe justo cuando tenemos que hacer las pruebas, y ahora se me descompone el otro purrete. Este barco es propiamente la escomúnica.

– Por lo menos sentémonos y bebamos alguna cosa -propuso el señor Trejo-. No se debe pensar todo el tiempo en enfermedades, máxime cuando a bordo… Quiero decir que nada se gana sumándose a ios rumores alarmistas. También mi hijo estaba hoy con dolor de cabeza, y ya ven que ni mi esposa ni yo nos preocupamos. Bien claro nos han dicho que se han tomado a bordo todas las precauciones necesarias.

Aleccionada por la Beba, la señora de Trejo señaló en ese instante que Felipe no estaba en la cabina. El Pelusa se golpeó la cabeza y dijo que eso ya lo sabía él, y que dónde podía andar metido el pibe.

– En la cubierta, seguro -dijo el señor Trejo-. Un capricho de muchacho.

– Ma qué capricho -dijo el Pelusa-. ¿No ve que ya estábamos fenómeno para las pruebas?

Paula suspiró, observando de reojo a López que había asistido al desmayó de Jorge con una expresión donde la rabia empezaba a ganar terreno.

– Bien podría ser -dijo López- que encuentres cerrada la puerta de tu cabina.

– No sabría si alegrarme o voltearla a patadas -dijo Paula-. Al fin y al cabo es mi cabina.

– ¿Y si está cerrada, qué vas a hacer?

– No sé -dijo Paula-. Me pasaré la noche en la cubierta. Qué importa.

– Vení, vamos -dijo López.

– No, todavía me voy a quedar un rato.

– Por favor.

– No. Probablemente la puerta está abierta y Raúl duerme como una vaca. No sabés lo que le revientan los actos culturales y de sano esparcimiento.

– Raúl, Raúl -dijo López-. Te estás muriendo por ir a desnudarte a dos metros de él.

– Hay más de tres metros, Jamaica John.

– Vení -dijo él una vez más, pero Paula lo miró de lleno, negándose, pensando que Raúl merecía que ella se negara ahora y que esperara hasta saber si también él sacaba del mazo la carta de triunfo. Era perfectamente inútil, era cruel para Jamaica John y para ella: era lo que menos deseaba en el mundo y a esa hora. Lo hacía por eso, para pagar una deuda vaga y oscura que no constaba en ningún asiento; como una remisión, una esperanza de volver atrás y encontrarse en los orígenes, cuando no era todavía esa mujer que ahora se negaba envuelta en una ola de deseo y de ternura. Lo hacía por Raúl pero también por Jamaica John, para poder darle un día algo que no fuera una derrota anticipada. Pensó que con gestos tan increíblemente estúpidos se abrían quizá las puertas que toda la malignidad de la inteligencia no era capaz de franquear. Y lo peor era que iba a tener que pedirle de nuevo el pañuelo y que él se lo iba a negar, furioso y resentido, antes de irse a dormir solo, amargo de tabaco sin ganas.

– Menos mal que te reconocí. Un poco más y te parto la cabeza. Ahora me acuerdo que te había prevenido, eh.

Felipe se revolvió incómodo en el banquillo donde había terminado por sentarse.

– Ya le dije que vine a buscarlo a usted. No estaba en la otra pieza, vi la puerta abierta y quise saber si…

– Oh, no tiene nada de malo, chico. Here's to you.

– Prosit -dijo Felipe, tragando el ron como un hombre-. Está bastante bien su camarote. Yo creía que los marineros dormían todos juntos.

– A veces viene Orf, cuando se cansa de los dos chinos que tiene en su camarote. Oye, no está mal tu tabaco, eh. Un poco flojo, todavía, pero mucho mejor que esa porquería que fumabas ayer. Vamos a cargar otra pipa, qué te parece.

– Vamos -dijo Felipe, sin mayores ganas. Miraba la cabina de paredes sucias, con fotografías de hombres y mujeres sujetas con alfileres, un almanaque donde tres pajaritos llevaban por el aire una hebra dorada, los dos colchones tirados en el suelo en un rincón, uno sobre otro, la mesa de hierro, con manos sucesivas de pintura que había terminado por aglutinarse en algunas partes de las patas, dando la impresión de que todavía estaba fresca y chorreante. Un armario abierto de par en par dejaba ver un reloj colgado de un clavo, camisetas deshilachadas, un látigo corto, botellas llenas y vacías, vasos sucios, un alfiletero violeta. Cargó otra vez la pipa con mano insegura; el ron era endiabladamente fuerte, y ya Bob le había llenado otra vez el vaso. Trataba de no mirar las manos de Bob, que le hacían pensar en arañas peludas; en cambio le gustaba la serpiente azul del antebrazo. Le preguntó si los tatuajes eran dolorosos. No, en absoluto, pero había que tener paciencia. También dependía de la parte del cuerpo que se tatuara. Conocía a un marinero de Bremen que había tenido la valentía de… Felipe escuchaba, asombrado, preguntándose al mismo tiempo si en la cabina habría alguna ventilación, porque el humo y el olor del ron cargaban cada vez más el aire, ya empezaba a ver a Bob como si hubiera una cortina de gasa entre ambos. Bob le explicaba, mirándolo afectuosamente, que el mejor sistema de tatuaje era el de los japoneses. La mujer que tenía en el hombro derecho se la había tatuado Kiro, un amigo suyo que también se ocupaba de traficar opio. Despojándose de la camiseta con un gesto lento y casi elegante, dejó que Felipe viera la mujer sobre el hombro derecho, las dos flechas y la guitarra, el águila que abría unas alas enormes y le cubría casi por completo el tórax. Para el águila había tenido que dejarse emborrachar, porque la piel era muy delicada en algunas partes del pecho, y le dolían los pinchazos. ¿Felipe tenía la piel sensible? Sí, en fin, un poco, como todo el mundo. No, no como todo el mundo, porque eso variaba según las razas y los oficios. Realmente ese tabaco inglés estaba muy bueno, era cosa de seguir fumando y bebiendo. No importaba que no tuviera muchas ganas, siempre ocurría lo mismo a mitad de una sesión, bastaba insistir un poco para encontrar nuevamente el gusto. Y el ron era suave, un ron blanco muy suave y perfumado. Otro vasito y le iba a mostrar un álbum con fotos de viaje. A bordo el que sacaba casi siempre las fotos era Orf, pero también tenía muchas que le habían regalado las mujeres de los puertos de escala, a las mujeres les gustaba regalar fotos, algunas bastante… Pero primero iban a brindar por su amistad. Sa. Un buen ron, muy suave y perfumado, que iba perfectamente con el tabaco inglés. Hacía calor, claro, estaban muy cerca del cuarto de máquinas. No tenía más que imitarlo y quitarse la camisa, la cuestión era ponerse cómodo y seguir charlando como viejos amigos. No, para qué hablaba de abrir la puerta, de todos modos el humo no saldría de la cabina, y en cambio si alguien lo encontraba en esa parte del barco… Se estaba muy bien así, sin nada que hacer, charlando y bebiendo. Por qué tenía que preocuparse, todavía era muy temprano, a menos que su mamá lo anduviera buscando… Pero na tenía que enojarse, era una broma, ya sabía muy bien que hacía lo que le daba la gana a bordo, como tenía que ser. ¿El humo? Sí, quizá había un poco de humo, pero cuando se estaba fumando un tabaco tan extraordinario valía la pena respirarlo más y más. Y otro vasito de ron para mezclar los sabores que iban tan bien juntos. Pero sí, hacía un poco de calor, ya le había dicho antes que se quitara la camisa. Así, chico, sin enojarse. Sin correr a la puerta, así, bien quieto, porque sin querer uno podía lastimarse, verdad, y con una piel realmente tan suave, quién hubiera dicho que un chico tan bueno no comprendiera que era mejor quedarse quieto y no luchar por zafarse, por correr hacia la puerta cuando se podía estar tan bien en la cabina, ahí en ese rincón donde se estaba tan mullido, sobre todo si uno no hacía fuerza para soltarse, para evitar que las manos encontraran los botones y los fueran soltando uno a uno, interminablemente.

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