Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué queiés decir? -preguntó Felipe, enderezándose. Otra vez había sentido como si le apretaran el estómago. Oyó el golpe de la puerta, y se sentó al borde de la cama. Cuando entrara en el comedor tendría que pasar obligadamente por delante de la mesa.número dos, saludar a Paula, a López y a Raúl. Empezó a vestirse despacio, poniéndose una camisa azul y unos pantalones grises. Al encender la luz central, vio la pipa en el suelo y la recogió. Estaba intacta. Pensó que lo mejor sería dársela a Paula, junto con la lata de tabaco, para que ella… Y al entrar en el comedor tendría que pasar por delante de la mesa, saludando. ¿Y si llevaba la pipa y la dejaba sobre la mesa, sin decir nada? Era idiota, estaba demasiado nervioso. Llevarla en el bolsillo y aprovechar después, en la cubierta, si lo veía salir a tomar fresco, acercarse y decirle secamente: «Esto es suyo», o algo por el estilo. Entonces Raúl lo miraría como miraba él, y empezaría a sonreír muy despacio. No, a lo mejor no se sonreiría, a lo mejor trataría de tomarlo del brazo, y entonces… Se peinó lentamente, mirándose desde todos los ángulos. No iría a cenar, lo dejaría con las ganas de verlo llegar y que se pusiera colorado al pasar delante de su mesa. «Si no me pusiera colorado», pensó, rabioso, pero contra eso no se podía luchar. Mejor quedarse en la cubierta, o en el bar, tomando una cerveza. Pensó en la escalerilla del pasadizo, en Bob.

Doña Rosita y doña Pepa fueron atentamente instaladas en la primera fila de butacas, y la señora de Trejo se les incorporó con un aire arrebolado que explicaba la inminente actuación artística de su hija. Detrás empezaron a tomar asiento los que llegaban del comedor. Jorge, muy solemne, se instaló entre su madre y Persio, pero Raúl no parecía dispuesto a sentarse y se apoyó en el mostrador esperando que el resto se ubicara a gusto. La silla de don Galo fue colocada en posición presidencial, y el chófer se apresuró a disimularse en la última fila donde también se había iustalado Medrano, que fumaba un cigarrillo tras otro con aire no demasiado contento. El Pelusa volvió a preguntar por su compañero de pruebas gimnásticas, y después de confiar la careta a doña Rosita, anunció que iría a ver cómo andaba Felipe. Detrás de una máscara vagamente polinesia, Paula imitaba para López la voz de la señora de Trejo.

El maître dio una orden al mozo y las luces se apagaron, encendiéndose al mismo tiempo un reflector en el fondo y otro en el suelo, cerca del piano laboriosamente metido entre el mostrador y una de las paredes. Solemne, el maître levantó la cola del piano. Sonaron algunos aplausos y el doctor Restelli, parpadeando violentamente, se encaminó a la zona iluminada. Por supuesto no era él la persona más indicada para abrir el sencillo y espontáneo acto de esparcimiento, por cuanto la idea original pertenecía en un todo al distinguido caballero y amigo don Galo Porrino, ahí presente.

– Siga usted, hombre, siga usted -dijo don Galo, alzando su voz sobre los amables aplausos-. Ya se imaginan ustedes que no estoy para hacer de maestro de ceremonias, de modo que adelante y viva la pepa.

En el silencio un tanto incómodo que siguió, el regreso de Atilio resultó más visible y sonoro de lo que él hubiera querido. Deslizándose en su silla, luego de dibujar una gigantesca sombra en la pared y el techo, informó en voz baja a la Nelly que su compañero de número no aparecía por ninguna parte. Doña Rosita le devolvió su careta, reclamando silencio entre implorante y enojada, pero el Pelusa estaba desconcertado y siguió quejándose y haciendo crujir la silla. Aunque no le. llegaban las palabras, Raúl sospechó lo que pasaba. Cediendo a un viejo automatismo, miró en dirección de Paula que se había quitado ta máscara y observaba estadísticamente la concurrencia. Cuando ella miró en su dirección, alzando las cejas con aire interrogativo, Raúl le contestó con un encogimiento de hombros. Paula sonrió antes de volver a ponerse la máscara y reanudar la charla con López, y a Raúl esa sonrisa le pareció algo así como un pasaporte, un sello estampándose sobre un papel, el tiro al aire que desata la carrera. Pero lo mismo hubiera salido del bar aunque Paula no lo hubiese mirado.

– Cómo hablan, Dios mío, cómo hablan -dijo Paula-. ¿Vos realmente crees que en el comienzo era el verbo, Jamaica John?

– Te quiero -dijo Jamaica John para quien decir eso era una réplica concluyente-. Es maravilloso todo lo que te quiero, y que te lo esté diciendo aquí sin que nadie oiga, de careta a careta, de pirata a vahiné.

– Yo seré una vahiné -dijo Paula, mirando su careta y volviendo a ponérsela-, pero vos tenes un aire entre Rocambole y diputado sanjuanino que te queda muy mal. Tendrías que haber elegido la careta de Presutti, aunque lo mejor es que no te pongas ninguna y sigas siendo Jamaica John.

Ahora el doctor Restelli elogiaba las notables cualidades musicales de la señorita Trejo, quien seguidamente iba a deleitarlos con su versión de un trozo de Clementi y otro de Czerny, compositores célebres. López miró a Paula, que tuvo que morderse un dedo. «Compositores célebres -pensó-. Esta velada va a ser un monumento.» Había visto salir a Raúl, y López también lo había visto y la había mirado con un aire entre zumbón e interrogativo que ella había fingido ignorar. «Buena suerte, Raulito -pensó-. Ojalá te aplaste la nariz, Raulito. Ah, seré la misma hasta el fin, no me podré arrancar el Lavalle cosido en la sangre, en el fondo no le perdonaré jamás que sea mi mejor amigo. El intachable amigo de una Lavalle. Eso, el intachable amigo. Y ahí va, deslizándose por un pasillo vacío, temblando, uno más en la legión de los que tiemblan deliciosamente, derrotados de antemano… No se lo perdonaré jamás y él lo sabe, y el día en que encuentre alguno que lo siga (pero no lo va a encontrar, Paulita vela para que no lo encuentre, y en este caso no vale la pena molestarse), ese día mismo me plantará para siempre, adiós los conciertos, los sandwiches de paté a las cuatro de la mañana, las vagancias por San Telmo o la costanera, adiós Raúl, adiós pobrecito Raúl, que tengas suerte, que por lo menos esta vez te vaya bien.»

Del piano salían sonidos diversos. López puso un pañuelo blanco en la mano de Paula. Pensó que lloraba de risa, pero no estaba seguro. La vio acercar rápidamente el pañuelo a la cara, y le acarició el hombro, apenas, un roce más que una caricia. Paula le sonrió, sin devolverle el pañuelo, y cuando estallaron los aplausos lo abrió en todo su tamaño y se sonó enérgicamente.

– Cochina -dijo López-. No te lo presté para eso.

– No importa -dijo Paula-. Es tan ordinario que me va a paspar la nariz.

– Yo toco mejor que ésa -dijo Jorge-. Que lo diga Persio.

– No entiendo nada de música -dijo Persio-. Salvo los pasodobles todo me es igual.

– Decí vos, mamá, si no toco mejor que esa chica. Y con todos los dedos, no dejando la mitad en el aire.

Claudia suspiró, reponiéndose de la masacre. Pasó la mano por la frente de Jorge.

– ¿De veras te sentís bien?

– Y claro -dijo Jorge, que esperaba el momento de su número-. Persio, mira la que se viene.

A una señal entre amable e imperiosa de don Galo, la Nelly avanzó hasta quedar arrinconada entre la cola del piano y la pared del fondo. Como no había contado con el reflector en plena cara («Está emocionada, pobrecita», decía doña Pepa para que todos oyeran), parpadeaba violentamente y terminó por levantar un brazo y taparse los ojos. El maître corrió obsequioso y alejó el reflector un par de metros. Todos aplaudían para alentar a la artista.

– Voy a declamar «Reír llorando», de Juan de Dios Peza -anunció la Nelly, poniendo las manos como si estuviera por hacer sonar unas castañuelas-. Viendo a Garrick, ator de la Inglaterra, la gente al aplaudirlo le decía…

– Yo también lo sé ese verso -dijo Jorge-. ¿Te acordás que lo recité en el café la otra noche? Ahora viene la parte del médico.

71
{"b":"125397","o":1}