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Cuando le fue imposible seguir resistiendo el sol, Raúl volvió a su cabina donde Paula dormía boca arriba. Tratando de no hacer ruido se sirvió un poco de whisky y se tiró en un sillón. Paula abrió los ojos y le sonrió.

– Estaba soñando con vos, pero eras más alto y tenías un traje azul que te sentaba mal.

Se enderezó, doblando la almohada para apoyarse. Raúl pensó en los sarcófagos etruscos, quizá porque Paula lo miraba con una leve sonrisa que todavía parecía participar del sueño.

– En cambio tenías mejor cara -dijo Paula-. Realmente se diría que estás al borde de un soneto o de un poema en octavas reales. Lo sé, porque he conocido vates que tomaban ese aire antes del alumbramiento.

Raúl suspiró entre fastidiado y divertido.

– Qué viaje insensato -dijo-. Tengo la impresión de que todos andamos a los tropezones, incluso el barco. Pero vos no, en realidad. Me parece que a vos te va muy bien con tu pirata de tostada piel.

– Depende -dijo Paula, estirándose-. Si me olvido un poco más de mí misma puede ser que me vaya bien, pero siempre estarás vos cerca, que sos el testigo.

– Oh, yo no soy nada molesto. Me haces la señal convenida, por ejemplo cruzando los dedos o golpeando con el talón izquierdo, y yo desaparezco. Incluso de la cabina, si te hace falta, pero supongo que no. Aquí las cabinas abundan.

– Lo que es tener mala reputación -dijo Paula-. Para vos, yo no necesito más de cuarenta y ocho horas para acostarme con un tipo.

– Es un buen plazo. Da tiempo a los exámenes de conciencia, a cepillarse los dientes…

– Resentido, eso es lo que sos. Ni arte ni parte, pero resentido lo mismo.

– De ninguna manera. No confundas celos con envidia, y en mi caso es pura envidia.

– Contame -dijo Paula, echándose para atrás-. Contame por qué me tenes envidia.

Raúl le contó Le costaba hablar, aunque mojaba cada palabra en un cuidadoso baño de ironía, evitando toda piedad de sí mismo.

– Es muy chico -dijo Paula-. Comprendes, es una criatura.

– Cuando no es por eso es porque ya son demasiado grandes. Pero no le busques explicaciones. La verdad, me porté como un estúpido, perdí la serenidad como si fuera la primera vez. Siempre me pasará lo mismo, imaginaré lo que puede suceder antes de que suceda. Las consecuencias están a la vista.

– Sí, es mal sisterúa. No imagines y acertarás, etcétera.

– Pero ponete en mi lugar -dijo Raúl, sin pensar que podía hacer reír a Paula-. Aquí estoy desarmado, no tengo ninguna de las posibilidades que se me darían en Buenos Aires. Y al mismo tiempo estoy más cerca, más horriblemente cerca que allá, porque lo encuentro en todas partes y sé que un barco pqede ser el mejor lugar del mundo… después. Es la historia de Tántalo entre pasillos y duchas y pruebas de acrobacia.

– No sos gran cosa como corruptor -dijo Paula-. Siempre lo sospeché y me alegro de comprobarlo.

– Andate al diablo.

– Pero es verdad que me alegro. Creo que ahora lo mereces un poco más que antes, y que a lo mejor tenes suerte.

– Hubiera preferido merecerlo menos y…

– ¿Y qué? No me voy a poner a pensar en pormenores, pero supongo que no es tan fácil. Si fuera fácil habría menos tipos en la cárcel y menos chicos muertos en los maizales.

– Oh, eso -dijo Raúl-. Es increíble cómo una mujer puede imaginarse ciertas cosas.

– No es imaginación, Raulito. Y como no creo que seas un sádico, por lo menos en la medida en que se convierte en un peligro público, no te veo haciéndolo objeto de malos tratos, como diría virtuosamente La Prensa si se enterara. En cambio no me cuesta nada imaginarte en tareas más pausadas de seducción, si me permitís la palabra, y llegando a los malos tratos por el camino de los buenos. Pero esta vez parece que el aire de mar te ha dado demasiado ímpetu, pobrecito.

– No tengo ni ganas de mandarte al demonio por segunda vez.

– De todos modos -dijo Paula, poniéndose un dedo en la boca-, de todos modos hay algo en tu favor, y supongo que no estarás tan deprimido como para no advertirlo. Primero, el viaje se anuncia largo y no tenes rivales a bordo. Quiero decir que no hay mujeres que puedan envalentonarlo. A su edad, si tiene suerte en el flirteo más inocente, un chico se hace una idea muy especial de sí mismo, y tiene mucha razón. A lo mejor yo tengo un poco la culpa, ahora que lo pienso. Lo dejé que. se hiciera ilusiones, que me hablara como un hombre.

– Bah, qué importa eso -dijo Raúl.

– Puede que no importe, de todos modos te repito que todavía tenes muchas chances. ¿Necesito explicarme?

– Si no te es muy molesto.

– Pero es que tendrías que haberte dado cuenta, injerto de zanahoria. Es tan simple, tan simple. Míralo bien y verás lo que él mismo no puede ver, porque no lo sabe.

– Es demasiado hermoso como para verlo realmente -dijo Raúl-. Yo no sé lo que veo cuando lo miro. Un horror, un vacío, algo lleno de miel, etcétera.

– Sí, en esas condiciones… Lo que tendrías que haber visto es que el pequeño Trejo está lleno de dudas, que tiembla y titubea y que en el fondo, muy en el fondo… ¿No te das cuenta de que tiene comq un aura? Lo que lo hace precioso (porque yo también lo encuentro precioso, pero con la diferencia de que me siento como si fuera su abuela) es que está a punto de caer, no puede seguir siendo lo que es en este minuto de su vida. Te has portado como un idiota, pero quizá, todavía… En fin, no está bien que yo, verdad.

– ¿Realmente crees, Paula?

– Es Dionisos adolescente, estúpido. No tiene la menor firmeza, ataca porque está muerto de miedo, y a la vez está ansioso, siente el amor como algo que vuela sobre él, es un hombre y una mujer y los dos juntos, y mucho más que eso. No hay la menor fijación en él, sabe que ha llegado la hora pero no sabe de qué, y entonces se pone esas camisas horribles y viene a decirme que soy tan bonita y me mira las piernas, y me tiene un miedo pánico… Y vos no ves nada de eso y andas como un sonámbulo que llevara una bandeja de merengues… Dame un cigarrillo, creo que después me voy a bañar.

Raúl la miró fumar, cambiando de vez en cuando una sonrisa. Nada de lo que le había dicho lo tomaba de sorpresa, pero ahora lo sentía objetivamente, propuesto desde un segundo observador. El triángulo se cerraba, la medición se establecía sobre bases seguras. «Pobre intelectual, necesitado de pruebas», pensó sin amargura. El whisky empezaba a perder el gusto amargo del comienzo.

– Y vos -dijo Raúl-. Quiero saber de vos, ahora. Terminemos de emputecemos fraternalmente, la ducha está ahí al lado. Habla, confesa, el padre Costa es todo oídos.

– Estamos encantados de la buena idea que han tenido el señor doctor y el señor enfermo -dijo el maître-. Sírvase un gorro, a menos que prefiera una careta.

La señora de Trejo se decidió por un gorro violeta, y el maître alabó su elección. La Beba encontró que lo menos cache era una diadema de cartón plateado, con una que otra lentejuela roja. El maître iba de mesa en mesa distribuyendo las fantasías, comentando el progresivo (y tan natural) descenso de la temperatura, y tomando nota de las variaciones en materia de cafés e infusiones. En la mesa número cinco, asistidos por Nora y Lucio que tenían cara de sueño, don Galo y el doctor Restelli daban los últimos toques al orden del programa. De acuerdo con el maître se había decidido celebrar la velada en el bar; aunque más pequeño que el comedor se prestaba para ese género de fiestas (seguían ejemplos de viajes anteriores, y hasta un álbum con frases y firmas de pasajeros de nombres nórdicos). A la hora del café, el señor Trejo abandonó su mesa y completó solemnemente el triunvirato de los organizadores. Puro en mano, don Galo repasó la lista de participantes y la sometió a sus compañeros.

– Ah, aquí veo que el amigo López nos va a deslumbrar con sus habilidades de ilusionista -dijo el señor Trejo-. Muy bien, muy bien.

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