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– Sujétame fuerte la muñeca -mandó el Pelusa-. No ves que si te refalas ahora los rompemo el alma.

Sentado en la escalerilla, Raúl seguía minuciosamente las distintas fases del entrenamiento. «Se han hecho buenos amigos», pensó, admirando la forma en que el Pelusa levantaba a Felipe haciéndolo describir un semicírculo. Admiró la fuerza y la agilidad de Atilio, un tanto menoscabadas en su plástica por el absurdo traje de baño. Deliberadamente estacionó la mirada en su cintura, sus antebrazos cubiertos de pecas y vello rojizo, negándose a mirar de lleno a Felipe que, contraídos los labios (debía tener un poco de miedo) se mantenía cabeza abajo mientras el Pelusa lo aguantaba sólidamente plantado y con las piernas abiertas para contrarrestar el balanceo del barco. «¡Hop!», gritó el Pelusa, como había oído a los equilibristas del circo Boedo, y Felipe se encontró de pie, respirando agitadamente y admirado de la fuerza de su compañero.

– Lo que sí nunca te pongas duro -aconsejó el Pelusa, respirando a fondo-. Cuanto más blando el cuerpo mejor te sale la prueba. Ahora hacemos la pirámide, atenti a cuando yo digo hop. ¡Hop! Pero no, pibe, no ves que así te podes sacar la muñeca. Qué cosa, ya te lo dije como sofocientas veces. Si estaría aquí el Rusito, verías lo que son las pruebas, verías.

– Que querés, uno no puede aprender todo de golpe -ndijo Felipe, resentido.

– Está bien, está bien, no digo nada, pero vos te emperrás en ponerte duro. Soy yo que hago la fuerza, vos tenes de dar el salto. Ojo cuando me pisas el cogote, mira que tengo la piel paspada.

Hicieron la pirámide, fracasaron en la doble tijera australiana, se desquitaron con una serie de saltos de carpa combinados que Raúl, bastante aburrido, aplaudió con énfasis. El Pelusa sonrió modestamente, y Felipe estimó que ya estaban bastante entrenados para la noche.

– Tenes razón, pibe -dijo el Pelusa-. Si fe estrenas demasiado después te duele todo el cuerpo. ¿Querés que los tomemo una cerveza?

– No, en todo caso más tarde. Ahora me voy a pegar una ducha, estoy todo transpirado.

– Eso es bueno -dijo el Pelusa-. La transpiración mata el microbio. Yo me voy a tomar una Quilmes Cristal.

«Curioso, para ellos una cerveza es casi siempre una Quilmes Cristal», se dijo Raúl, pero lo pensaba para desechar la esperanza de que quizá Felipe había rechazado deliberadamente la invitación. «Quién sabe, a lo mejor todavía sigue enojado.» El Pelusa pasó a su lado con un sonoro «Disculpe, joven», y un halo casi visible de olor a cebolla. Raúl se quedó sentado hasta que Felipe subió a su vez, echada sobre los hombros la toalla a franjas rojas y verdes.

– Todo un atleta -dijo Raúl-. Se van a lucir esta noche.

– Bah, no es nada. Yo todavía no me siento muy bien, de a ratos me da vuelta la cabeza, pero las cosas más difíciles las va a hacer Atilio. ¡Qué calor!

– Con una ducha quedarás como nuevo.

– Seguro, es lo mejor. ¿Y usted qué va a hacer esta noche?

– Mirá, todavía no sé. Tengo que hablar con Paula y combinar alguna cosa más o menos divertida. Tenemos la costumbre de improvisar algo a último momento. Sale siempre mal, pero la gente no se da demasiado cuenta. Estás empapado.

– También, con todo el ejercicio… ¿De veras que no saben lo que van a hacer?

Raúl se había levantado, y anduvieron juntos por el pasillo de estribor. Felipe hubiera debido subir por la otra escalerilla para ir directamente a su cabina. Claro que era lo mismo, bastaba atravesar el pasadizo intermedio; pero lo más lógico hubiera sido que subiera por la escalerilla de babor. Es decir que si había subido por la de estribor, podía suponerse que había buscado hablar con Raúl. No era seguro pero sí probable. Y no estaba enojado, aunque evitaba mirarlo en los ojos. Siguiéndolo por el pasillo sombrío, veía las vivas franjas de la toalla cubriéndole parte de la espalda; pensó en un gran viento que la hiciera flotar como la capa de un auriga. Los pies desnudos iban dejando una ligera marca húmeda en el linóleo. Al llegar al pasadizo Felipe se volvió, apoyando una mano en el tabique. Ya otra vez había tomado la misma actitud, igualmente inseguro sobre lo que iba a decir y cómo tenía que decirlo.

– Bueno, me voy a pegar una ducha. ¿Usted qué hace?

– Qh, me iré a tirar un rato a la cama, siempre que Paula no ronque mucho.

– No me va a decir que ronca, una chica tan joven.

Enrojeció de golpe, dándose cuenta que el recuerdo de Paula lo turbaba frente a Raúl, que Raúl le estaba tomando el pelo, que al fin y al cabo las mujeres debían roncar como tanta gente, y que sorprenderse delante de Raúl era admi tir que no tenía la menor idea de una mujer dormida, de una mujer en una cama. Pero Raúl lo miraba sin asomo de burla.

– Claro que ronca -dijo-. No siempre, pero a veces cuando hace la siesta. No se puede leer con alguien qué ronca cerca.

– Seguro -dijo Felipe-. Bueno, si quiere venir un rato a charlar al camarote, total yo me pego una ducha en un momento. No hay nadie, el viejo se la pasa leyendo en el bar.

– Ya está -dijo Raúl, que había aprendido la expresión en Chile y le recordaba algunos días de montaña y de felicidad-. Me vas a dejar cargar la pipa con tu tabaco, me dejé la lata en mi cabina.

La puerta de su cabina estaba a cuatro metros del pasadizo, pero Felipe pareció aceptar el pedido como algo casi necesaria, el gesto que redondea una situación, algo tras de lo cual se puede seguir adelante con toda tranquilidad.

– El camarero es un as -dijo Felipe-. ¿Usted lo vio entrar o salir de su camarote? Yo nunca, pero apenas uno vuelve encuentra todo acomodado, la cama hecha… Espere que le doy el tabaco.

Tiró la toalla a un rincón y puso en marcha el ventilador. Mientras buscaba el tabaco explicó que le encantaban los aparatos eléctricos que ha bía en la cabina, que el cuarto de baño era una maravilla y lo mismo las luces, todo estaba tan bien pensado. De espaldas a Raúl se inclinaba sobre el cajón inferior de la cómoda, buscando el tabaco. Lo encontró y se lo alcanzó, pero Raúl no hacía caso de su gesto.

– ¿Qué pasa? -dijo Felipe, con el brazo tendido.

– Nada -dijo Raúl sin tomar el tabaco-. Te estaba mirando.

– ¿A mí? Vamos…

– Con un cuerpo así ya habrás conquistado muchas chicas.

– Oh, vamos -repitió Felipe, sin saber qué hacer con la lata en la mano. Raúl la tomó y al mismo tiempo lé sujetó la mano, atrayéndolo. Felipe se soltó bruscamente pero sin retroceder. Parecía más desconcertado que temeroso, y cuando Raúl dio un paso adelante se quedó inmóvil, con los ojos bajos. Raúl le apoyó la mano en el hombro y la dejó correr lentamente por el brazo.

– Estás empapado -dijo-. Vení, báñate de una vez.

– Sí, mejor -dijo Felipe-. En seguida salgo.

– Deja la puerta abierta, entre tanto podemos charlar.

– Pero… Por mí me da igual, pero si entra el viejo…

– ¿Qué crees que va a pensar?

– Y, no sé.

– Si no sabés, entonces te da lo mismo.

– No es eso, pero…

– ¿Tenes vergüenza?

– ¿Yo? ¿De qué voy a tener vergüenza?

– Ya me parecía. Si tenes miedo de lo que piense tu papá, podemos cerrar la puerta de entrada.

Felipe no encontraba qué decir. Vacilante, fue hasta la puerta de la cabina y la cerró con llave. Raúl esperaba, cargando lentamente la pipa. Lo vio mirar el armario, la cama, como si buscara alguna cosa, un pretexto para ganar tiempo a decidirse. Sacó de la cómoda un par de medias blancas, unos calzonsillos, y los puso sobre la cama, pero después los tomó otra vez y los llevó al cuarto de baño para dejarlos al lado de la ducha, sobre un taburete niquelado. Raúl había encendido la pipa y lo miraba. Felipe abrió la ducha, probó la temperatura del agua. Después, con un movimiento rápido, de frente a Raúl, se bajó el slip y en un instante estuvo bajo la ducha, como si buscara la protección del agua. Empezó a jabonarse enérgicamente, sin mirar hacia la puerta, y silbó. Un silbido entrecortado por el agua que se le metía en la boca y su respiración agitada.

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