– Sí, el ambiente no es de lo mejor -dijo Nora.
– Ya lo creo, te sobran razones para decirlo.
– Me refiero a lo que pasa con la popa, y todo eso.
– Yo me refiero a mucho más que eso -dijo Lucio.
– Mejor no volvamos a tocar ese punto.
– Por supuesto. Completamente de acuerdo. Es tan estúpido que no merece que se lo mencione.
– No sé si es tan estúpido, pero mejor lo dejamos de lado.
– Lo dejamos de lado, pero es perfectamente estúpido.
– Como quieras -dijo Nora.
– Si hay una cosa que me revienta es la falta de confianza entre marido y mujer -dijo virtuosamente Lucio.
– Ya sabés muy bien que no somos marido y mujer.
– Y vos sabés muy bien que mi intención es que lo seamos. Lo digo para tu tranquilidad de pequeña burguesa, porque para mí ya lo somos. Y eso no me lo vas a negar.
– No seas grosero -dijo Nora-. Vos te crees que yo no tengo sentimientos.
Con mínimas excepciones los viajeros aceptaron colaborar con don Galo y el doctor Restelli para que la velada borrara toda sombra de inquietud que, como dijo el doctor Restelli, no hacía más que nublar el magnífico sol que justificaba el prestigio secular de las costas patagónicas. Profundamente resentido por el episodio de la mañana, el doctor Restelli había ido en busca de López tan pronto se enteró de lo ocurrido por conducto de las señoras y don Galo. Como López charlaba con Paula en el bar, se limitó a beber un indian tonic con limón en el mostrador, esperando la oportunidad de terciar en un diálogo que más de una vez lo obligó a volver la cara y hacerse el desentendido. Más de una vez también el señor Trejo, cuyo número de Omnibook parecería eternizarse entre los dedos, le echó unas miradas de inteligencia, pero el doctor Restelli apreciaba demasiado a su colega para darse por aludido. Cuando Raúl Costa apareció con aire de recién bañado, una camisa a la que Steinberg había aportado numerosos dibujos, y la más perfecta soltura para sentarse junto a Paula y López y entrar en la conversación como si aquello le pareciera de lo más natural, el doctor Restelli se consideró autorizado a toser y arrimarse a su turno. Afligido y amoscado a la vez, procuró que López le prometiera no tirar la tuerca contra los cristales del puente de mando, pero López, que parecía muy alegre y nada belicoso, se puso serio de golpe y dijo que su ultimátum era formal y que no estaba dispuesto a que siguieran tomándole el pelo a todo el mundo. Como Raúl y Paula guardaban un silencio marcado por bocanadas ie Chesterfield, el doctor Restelli: invocó razones de orden estético, y López condescendió casi en seguida a considerar la velada como una especie de tregua sagrada que expiraría a las diez de la mañana del día siguiente. El doctor Restelli declaró que López, aunque lamentablemente excitado por una cuestión que no justificaba semejante actitud, procedía en esa circunstancia como el caballero que era, y luego de aceptar otro indian tonic salió en busca de don Galo que reclutaba participantes en la cubierta.
Riéndose ds buena gana, López sacudió la cabeza como un perro mojado.
– Pobre Gato Negro, es un tipo excelente. Lo vieran los veinticinco de mayo cuando sube a decir su discurso. La voz le sale de los zapatos, pone los ojos en blanco, y mientras los chicos se tuercen de risa o se duermen con los ojos abiertos, las glorias de la lucha libertadora y los proceres de blanca corbata pasan como perfectos maniquíes de cera, a una distancia sideral de la pobre Argentina de mil novecientos cincuenta. ¿Saben lo que me dijo un día uno de mis alumnos? «Señor, si hace un siglo todos eran tan nobles y tan valientes, ¿qué carajo pasa hoy?» Hago notar que a algunos alumnos les doy bastante confianza, y que la pregunta me fue formulada en un Paulista a las doce del día.
– Yo también me acuerdo de los discursos patrioteros de la escuela -dijo Raúl-. Aprendí muy pronto a tenerles un asco minucioso. El lábaro, la patria inmarcesible, los laureles eternos, la guardia muere pero no se rinde… No, ya me hice un lío, pero es lo mismo. ¿Será cierto que ese vocabulario sirve de riendas, de anteojeras? El hecho es que pasado cierto nivel mental, el ridículo del contraste entre esas palabras y quienes lo emplean acaba con cualquier ilusión.
– Sí, pero uno necesita la fe cuando es joven -dijo Paula-. Me acuerdo de uno que otro profesor decente y respetado; cuando decían esas cosas en las clases o los discursos, yo me prometía una carrera brillante, un martirio, la entrega total a la patria. Es una cosa dulce, la patria, Raulito. No existe, pero es dulce.
– No existe, la existimos -dijo Raúl-. No se queden en la mera fenomenología, atrasados.
Paula entendía que eso no era absolutamente exacto, y el diálogo adquirió un brillo técnico que exigía el discreto silencio admirativo de López. Oyéndolos se asomaba una vez más a esa carencia que apenas podía nombrar si la llamaba incomunicación o simplemente individualidad. Separados como estaban por sus diferencias y sus vidas, Paula y Raúl se entrecruzaban como una malla, se reconocían continuamente en las alusiones, los recuerdos de episodios vividos en común, mientras él estaba afuera, asistiendo tristemente -y a la vez se podía ser feliz, tan feliz mirando la nariz de Paula, oyendo la risa de Paula- a esa alianza sellada por un tiempo y un espacio que eran como cortarse un dedo y mezclar la sangre y ser uno solo para siempre jamás… Ahora él iba a ingresar en el tiempo y en el espacio de Paula, asimilando asiduamente durante vaya a saber cuanto las im ponderables cosas que Raúl conocía ya como si fueran parte de él, los gustos y las repulsiones de Paula, el sentido exacto de un gesto o de un vestido o de una cólera, su sistema de ideas o simplemente el desorden general de sus valores y sus sentimientos, sus nostalgias y sus esperanzas. «Pero va a ser mía y eso cambia todo -pensó, apretando los labios-. Va a nacer de nuevo, lo que él sabe de ella es lo que puede compartir todo el mundo que la conozca un poco. Yo…» Pero lo mismo llegaba tarde, lo mismo Raúl y ella cruzarían una mirada en cualquier momento, y esa mirada sería un concierto en la Wagneriana, un atardecer en Mar del Plata, un capítulo de William Faulkner, una visita a la tía Matilde, una huelga universitaria, cualquier cosa sin Carlos López, cualquier cosa ocurrida cuando Carlos López dictaba una clase en cuarto B, o paseaba por Florida, o hacía el amor con Rosalía, algo selladamente ajeno, como los motores de los autos de carrera, como los sobres que guardan testamentos, algo fuera de su aire y su alcance pero también Paula, igualmente y tan Paula como la que dormiría en sus brazos y lo haría feliz. Entonces los celos del pasado, que en los personajes de Pirandello o de Proust le habían parecido una mezcla de convención y de impotencia para realizar de verdad el presente, podían empezar a morder en la manzana. Sus manos conocerían cada momento del cuerpo de Paula, y la vida lo engañaría con la mínima ilusión del presente, de las pocas horas o días o meses que irían pasando, hasta que entrara Raúl o cualquier otro, hasta que aparecieran una madre o un hermano o una ex condiscípula, o simplemente una hoja en un libro, un apunte en una libreta, y peor todavía, hasta que Paula hiciera un gesto antiguo, cargado de un sentido inapresable, o aludiera a cualquier cosa de otro tiempo al pasar por delante de cualquier casa o viendo una cara o un cuadro. Si un día se enamoraba verdaderamente de Paula, porque ahora no estaba enamorado («ahora no estoy enamorado -pensó-, ahora sencillamente me quiero acostar con ella y vivir con ella y estar con ella») entonces el tiempo le mostrfería su verdadera cara ciega, proclamaría el espacio infranqueable del pasado donde no entran las manos y las palabras, donde es inútil tirar una tuerca contra un puente de mando porque no llega y no lastima, donde todo paso se ve detenido por un muro de aire y todo beso encuentra por respuesta la insoportable burla del espejo. Sentados en torno de la misma mesa, Paula y Raúl estaban a la vez del otro lado del espejo; cuando su voz se mezclaba aquí y allá a las de ellos, era como si un elemento excéntrico penetrara en la cumplida esfera de sus voces que bailaban, livianamente enlazadas, tomándose y soltándose alternativamente en el aire. Poder cambiarse por Raúl, ser Raúl sin dejar de ser él mismo, correr tan ciegamente y tan desesperadamente que el muro invisible se hiciera trizas y lo dejara entrar, recoger todo el pasado de Paula en un solo abrazo que lo pusiera por siempre a su lado, poseerla virgen, adolescente, jugar con ella los primeros juegos de la vida, acercarse así a la juventud, al presente, al aire sin espejos que los rodeaba, entrar con ella en el bar, sentarse con ella a la mesa, saludar a Raúl como a un amigo, hablar lo que estaban hablando, mirar lo que miraban, sentir a la espalda el otro espacio, el futuro inconcebible, pero que todo el resto fuera de ellos, que ese aire de tiempo que los envolvía ahora no fuese la burbuja irrisoria rodeada de nada, de un ayer donde Paula era de otro mundo, de un mañana donde la vida en común no tendría fuerzas para atraerla por entero contra él, hacerla de verdad y para siempre suya.