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– ¡Un glúcido, un glúcido! ¿Qué les dije que había uno?

Medrano y Raúl, que charlaban cerca del entoldado, se acercaron a la carrera. López saltó al suelo y miró. A pesar de que el sol lo cegaba reconoció en el puente de mando la silueta del oficial enjuto, de pelo canoso cortado a cepillo, que les había hablado el día antes. López juntó las manos contra la boca y gritó con tal fuerza que el oficial no pudo menos que mirar. Le hizo una seña conminatoria para que bajara a la cubierta. El oficial seguía mirándolo, y López repitió la seña con tal violencia que dio la impresión de que estuviera transmitiendo un mensaje con banderas. El oficial desapareció.

– ¿Qué le ha dado, Jamaica John? -dijo Paula, bajándose a su vez-. ¿Para qué lo llamó?

– Lo llamé -dijo López secamente- porque me dio la reverenda gana.

Fue hacia Medrano y Raúl, que parecían aprobar su actitud, y señaló hacia arriba. Estaba tan excitado que Raúl lo miró con divertida sorpresa.

– ¿Usted cree que va a bajar?

– No sé -dijo López-. Puede ser que no baje, pero hay algo que quiero prevenirles, y es que si no aparece antes de diez minutos voy a tirar esta tuerca contra los vidrios.

– Perfecto -dijo Medrano-. Es lo menos que se puede hacer.

Pero el oficial apareció poco después, con su aire atildado y ligeramente para adentro, como si trajera ya estudiados el papel, y el repertorio de las respuestas posibles. Bajó por la escalerilla de esiribor, disculpándose al pasar junto a Paula que le hizo un saludo burlón. Sólo entonces se dio cuenta López de que estaba casi desnudo para hablar con el oficial; sin que supiera bien por qué, el detalle lo enfureció todavía más.

– Muy buenos días, señores -dijo el oficial, con sendas inclinaciones de cabeza a Medrano, Raúl y López.

Más allá, Claudia y Persio asistían a la escena sin querer intervenir. Lucio y Nora habían desaparecido, y las señoras seguían charlando con Atilio y don Galo, entre risas y cacareos.

– Buenos días -dijo López-. Ayer, si no me equivoco, usted dijo que el médico de a bordo vendría a vernos. No ha venido.

– Oh, lo siento mucho -el oficial parecía querer quitarse una pelusa de la chaqueta de hilo blanco, miraba atentamente la tela de las mangas-. Espero que la salud de ustedes sea excelente.

– Dejemos la salud de lado. ¿Por qué no vino el médico?

– Supongo que habrá estado atareado con nuestros enfermos. ¿Han notado ustedes algún… algún detalle que puede alarmarlos?

– Sí -dijo blandamente Raúl-. Hay una atmósfera general de peste que parece de una novela existencialista. Entre otras cosas usted no debería prometer sin cumplir.

– El médico vendrá, pueden estar seguros. No me gusta decirlo, pero por razones de seguridad que no dejarán de comprender es conveniente que entre ustedes y… nosotros, digamos, haya el menor contacto posible… por lo menos en estos primeros días.

– Ah, el tifus -dijo Medrano-. Pero si alguno de nosotros estuviera dispuesto a arriesgarse, yo, por ejemplo, ¿por qué no habría de pasar con usted a la popa y ver al médico?

– Pero es que después usted tendría que volver, y en ese caso…

– Ya empezamos de nuevo -dijo López, maldiciendo a Medrano y a Raúl porque no lo dejaban darse el gusto-. Oiga, ya estoy harto, me entiende, lo que se dice harto. No me gusta este viaje, no me gusta usted, sí, usted, y todo el resto de los glúcidos empezando por su capitán Smith. Ahora escuche: puede ser que tengan algún lío allá atrás, no sé qué, la tifus o las ratas, pero quiero prevenirle que si las puertas siguen cerradas estoy dispuesto a cualquier cosa para abrirme paso. Y cuando digo cualquier cosa me gustaría que me lo tomara al pie de la letra.

Le temblaban los labios de rabia, y Raúl le tuvo un poco de lástima, pero Medrano parecía de acuerdo y el oficial se dio cuenta de que López no hablaba solamente por él. Retrocedió un paso, inclinándose con fría amabilidad.

– No quiero abrir opinión sobre sus amenazas, señor -dijo-, pero informaré a mi superior. Por mi parte lamento profundamente que…

– No, no, déjese de lamentaciones -dijo Medrano, cruzándose entre él y López cuando vio que éste apretaba los puños-. Mándese mudar, mejor, y como tan bien lo dijo, informe a su superior. Y lo antes posible.

El oficial clavó los ojos en Medrano, y Raúl tuvo la impresión de que había palidecido. Era un poco difícil saberlo bajo esa luz casi cenital y la piel tostada del hombre. Saludó rígidamente y dio media vuelta. Paula lo dejó pasar sin cederle más que un trocito de peldaño donde apenas cabía el zapato, y luego se acercó a los hombres que se miraban entre ellos un poco desconcertados.

– Motín a bordo -dijo Paula-. Muy bien, López. Estamos cien por cien con usted, la locura es más contagiosa que el tifus 224.

López la miró como si se despertara de un mal sueño. Claudia se había acercado a Medrano; le tocó apenas el brazo.

– Ustedes son la alegría de mi hijo. Vea la cara maravillada que tiene.

– Me voy a cambiar -dijo bruscamente Raúl, para quien la situación parecía haber perdido todo interés. Pero Paula seguía sonriendo.

– Soy muy obediente, Jamaica John. Nos encontramos en el bar.

Subieron casi juntos las escalerillas, pasando ai lado de la Beba Trejo que fingía leer una revista. A López le pareció que la penumbra del pasillo era como una noche de verdad, sin sueños donde alguien que no lo merecía tomaba posesión de una jefatura. Se sintió exaltado y cansadísimo a la vez. «Hubiera hecho mejor en romperle ahí nomás la cara», pensó, pero casi le daba igual.

Cuando subió al bar, Paula había pedido ya dos cervezas y estaba a la mitad de un cigarrillo.

– Extraordinario -dijo López-. Primera vez que una mujer se viste más rápido que yo.

– Usted debe tener una idea romana de la ducha, a juzgar por lo que ha tardado.

– Tal vez, no me acuerdo bien. Creo que me quedé un rato largo; el agua fría estaba tan buena. Me siento mejor ahora.

El señor Trejo interrumpió la lectura de un Omnibook para saludarlos con una cortesía ligeramente glacial, cosa que, según Paula, venía muy bien en vista del calor. Sentados en la banqueta del rincón más alejado de la puerta, veían solamente al señor Trejo y al barman, ocupado en trasvasar el contenido de unas botellas de ginebra y vermouth. Cuando López encendió su cigarrillo con el de Paula, acercando la cara, algo que debía ser la felicidad se mezcló con el humo y el rolido del barco. Exactamente en medio de esa felicidad sintió caer una gota amarga, y se apartó, desconcertado.

Ella seguía esperando, tranquila y liviana. La espera duró mucho.

– ¿Todavía sigue con ganas de matar al pobre glúcido?

– Bah, qué me importa ese tipo.

– Claro que no le importa. El glúcido hubiera pagado por mí. Es a mí a quien tiene ganas de matar. Es un sentido metafórico, por supuesto.

López miró su cerveza.

– Es decir que usted entra en su cabina en traje de baño, se desnuda como si tal cosa, se baña, y él entra y sale, se desnuda también, y así vamos, ¿no?

– Jamaica John -dijo Paula, con un tono de cómico reproche-. Manners, my dear.

– No entiendo -dijo López-. No entiendo realmente nada. Ni el barco, ni a usted, ni a mí, todo esto es una ridiculez completa.

– Querido, en Buenos Aires uno no está tan enterado de lo que pasa dentro de las casas. Cuántas chicas que usted admiraba illo tempore se desvestirían en compañía de personas sorprendentes… ¿No le parece que de a ratos le nace una mentalidad de. vieja solterona?

– No diga pavadas.

– Pero es así, Jamaica John, usted está pensando exactamente lo mismo que pensarían esas pobres gordas metidas debajo de las lonas si supieran que Raúl y yo no estamos casados ni tenemos nada que ver.

– Me repugna la idea porque no creo que sea cierto -dijo López, otra vez furioso-. No puedo creer que Costa… ¿Pero entonces qué pasa?

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