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– Qué resaca tengo, la puta madre -murmuró Felipe, enderezándose en la cama.

Suspiró aliviado al ver que su padre ya había salido a cubierta. Girando cautelosamente la cabeza comprobó que la cosa no era para tanto. En cuanto se pegara una ducha (y después de un buen remojón en la piscina) se sentiría perfectamente. Sacándose el piyama se miró los hombros enrojecidos, pero ya casi no le picaban, de cuando en cua/ido un alfilerazo le corría por la piel y lo obligaba a rascarse con cuidado. Un sol espléndido entraba por el ojo de buey. «Hoy me paso el día en la pileta», pensó Felipe, desperezándose. La lengua le molestaba como un pedazo de trapo. «Qué bruto este Bob, qué ron que tiene», con una satisfacción masculina de haber hecho algo gordo, transgredido un principio cualquiera. Bruscamente se acordó de Raúl, buscó la pipa y la lata de tabaco. ¿Quiénes lo habían traído a la cabina, lo habían acostado? Se acordó de la cabina de Raúl, de la descompostura en el baño y Raúl ahí afuera, escuchando todo. Cerró los ojos, avergonzado. A lo mejor Raúl lo había traído a la cabina, pero qué habrían dicho los viejos y la Beba al verlo tan mal. Ahora se acordaba de una mano untándole algo calmante en los brazos, y unas palabras lejanas, el viejo que le tiraba la bronca. La pomada de Raúl, Raúl había hablado de una pomada o se la había dado, pero qué importaba, de golpe sentía hambre, seguro que todos habían tomado ya café con leche, debía ser muy tarde. No, las nueve y media. ¿Pero dónde estaba la pipa?

Dio unos patvos, probándose. Se sentía perfectamente. Encontró la pipa en un cajón de la cómoda, entre los pañuelos, y la caja de tabaco perdida entre los pares de medias. Linda pipa, qué forma tan inglesa. Se la puso en la boca y se fue a mirar al espejo, pero quedaba raro con el torso desnudo y esa pipa tan bacana. No tenía ganas de fumar, todavía le duraba el gusto del ron y del tabaco de Bob. Qué formidable había estado esa charla con Bob, qué tipo increíble.

Se metió en la ducha, pasando del agua casi hirviendo a la fría. El Malcolm bailaba un poco y era muy agradable mantenerse en equilibrio sin usar los soportes cromados. Se jabonó despacio, mirándose en el gran espejo que ocupaba casi completamente uno de los tabiques del baño. La tipa del clandestino le había dicho: «Tenes lindo cuerpo, pibe», y eso le había dado coraje aquella vez. Claro que ienía un cuerpo formidable, espalda en triángulo como los puntos del cine y del boxeo, piernas finas pero que marcaban un gol de media cancha. Cerró la ducha y se miró de nuevo, reluciente de agua, el pelo colgándole sobre la frente; se le echó atrás, puso una cara indiferente, se miró de tres cuartos, de perfil. Tenía bien marcadas las placas musculares del estómago; Ordóñez decía que esa era una de las cosas que muestran al atleta. Contrajo los músculos tratando de llenarse lo más posible de nudosidades y saliencias, alzó los brazos como Charles Atlas y pensó que sería lindo tener una foto así. Pero quién le iba a sacar una foto así, aunque él había visto fotos que parecía increíble que alguien hubiera podido estar allí sacándolas, por ejemplo esas fotos que un tipo se había sacado él mismo mientras estaba con una mina en distintas posturas, en las fotos se veía la perilla de goma que el tipo sujetaba entre los dedos del pie para poder sacar la foto cuando fuera el mejor momento, y se veía todo, completamente todo. En realidad una mujer con las piernas abiertas era bastante asqueroso más que un hombre, sobre todo en una foto porque la vez del clandestino, como ella se movía todo el tiempo y además uno estaba interesado de otra manera, pero así, mirando las fotos en frío… Se puso las manos sobre el vientre, qué cosa bárbara, no podía ni pensar en eso. Se envolvió en la toalla de baño y empezó a peinarse, silbando. Como se había jabonado la cabeza tenía el pelo muy mojado y blando, no conseguía armar el jopo. Se quedó un rato hasta conseguir resultados satisfactorios. Después se desnudó de nuevo y empezó a hacer flexiones, mirándose de cuando en cuando en el espejo para ver si no se le caía el jopo. Estaba de espaldas a la puerta, que había dejado abierta, cuando oyó el chillido de la Beba. Vio su cara en el espejo.

– Indecente -dijo la Beba, alejándose del campo visual-. ¿Te parece bien andar desnudo con la puerta abierta?

– Bah, no te vas a caer muerta por verme un poco el culo -dijo Felipe-. Para eso somos hermanos.

– Se lo voy a contar a papá. ¿Te crees que tenes ocho años?

Felipe se puso la salida de baño y entró en la cabina. Empezó a cargar la pipa, mirando a la Beba que se había sentado al borde de la cama.

– Parece que ya estás mejor -dijo la Beba, displicente.

– Pero si no era nada. Tomé demasiado sol.

– El sol no huele.

– Basta, no me jorobes. Te podes mandar mudar.

Tosió, ahogándose con la primera bocanada. La Beba lo miraba, divertida.

– Se cree que puede fumar como un hombre grande -dijo- ¿Quién te regaló la pipa?

– Lo sabés de sobra, estúpida.

– El marido de la pelirroja, ¿no? Tenes suerte, vos. Primero afilas con la señora y después el marido te regala una pipa.

– Metete las opiniones en el traste.

La Beba seguía mirándolo y al parecer apreciaba el progresivo dominio de Felipe sobre la pipa, que empezaba a tirar bien.

– Es muy gracioso -dijo-. Mamá anoche estaba furiosa contra Paula. Sí, no me mires así; furiosa. ¿Sabés lo que dijo? Júrame que no te vas a enojar.

– No juro nada.

– Entonces no te lo digo. Dijo… «Esa mujer es la que se mete con el nene.» Yo te defendí, créame, pero no me hicieron caso como siempre. Vas a ver que se va a armar un lío.

Felipe se puso rojo de rabia, volvió a ahogarse y acabó dejando la pipa. Su hermana acariciaba modestamente el borde de la colcha.

– La vieja es el colmo -dijo por fin Felipe-. ¿Pero qué se cree que soy yo? Ya me tiene podrido con lo del nene, uno de estos días los voy a mandar a todos a… (La Beba se había puesto los dedos en las orejas.) Y a vos la primera, mosquita muerta, seguro que fuiste vos la que le fue a alcahuetear que yo… ¿Pero ahora no se puede hablar con las mujeres, entonces? ¿Y quién íos trajo a ustedes acá, decime? ¿Quién les pagó el viaje? mirá, mAndate mudar, me dan unas ganas de pegarte un par de bifes.

– Yo que vos -dijo la Beba – tendría más cuidado al flirtear con Paula. Mamá dijo…

Ya en la puerta se volvió a medias. Felipe seguía en el mismo sitio, con las manos en los bolsillos de la robe de chambre y el aire de un preliminarista que disimula el miedo.

– Imaginate que Paula se enterara de que te llamamos el nene -dijo la Beba, cerrando la puerta.

– Cortarse el pelo es una operación metafísica -opinó Medrano-. ¿Habrá ya un psicoanálisis y una sociología del peluquero y sus clientes? El ritual, ante todo, que acatamos y favorecemos a lo largo de toda la vida.

– De chico la peluquería me impresionaba tanto como la iglesia -dijo López-. Había algo misterioso en que el peluquero trajera una silla especial, y después esa sensación de la mano apretándome la cabeza como un coco y haciéndola girar de un lado a otro… Sí, un ritual, usted tiene razón.

Se acodaron en la borda buscando cualquier cosa a lo lejos.

– Todo se junta para que la peluquería tenga algo de templo -dijo Medrano-. Primero, el hecho de que los sexos están separados le da una importancia especial. La peluquería es como los billares y los mingitorios, el androceo que nos devuelve una cierta e inexplicable libertad. Entramos en un territorio muy diferente del de la calle, las casas y los tranvías. Ya hemos perdido las sobremesas de hombres solos, y los cafés con salón de familias, pero todavía salvamos algunos reductos.

– Y el olor, que uno reconoce en cualquier lugar de la tierra.

– Aparte de que los androceos se han hecho quizá para que el hombre, en pleno alarde de virilidad, pueda ceder a un erotismo que él mismo considera femenino, quizá sin razón pero de hecho, y al que se negaría indignado en otra circunstancia. Las fricciones, los fomentos, los perfumes, los recortes minuciosamente ordenados, los espejos, el talco… Si usted enumera estas cosas fuera del contexto, ¿no son la mujer?

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