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Jorge los recibió sentado en la cama y con un cuaderno de dibujos que Medrano tuvo que examinar y criticar uno por uno. Tenía los ojos brillantes, pero el calor de su piel se debía en gran parte al sol de la cubierta. Quiso saber si Medrano estaba casado y si tenía hijos, dónde vivía, si también era profesor como López o arquitecto como Raúl. Dijo que se había dormido un momento pero que había tenido una pesadilla con los glúcidos. Sí. tenía un poco de sueño, y sed. Claudia le dio de beber y armó una pantalla de papel sobre la luz de la cabecera.

– Nos quedaremos ahí en los sillones, hasta que estés bien dormido. No te vamos a dejar solo.

– Oh, no tengo miedo -dijo Jorge-. Pero cuando me duermo, claro, no tengo defensa.

– Pegales una paliza a los glúcidos -propuso Medrano, inclinándose y besándolo en la frente-. Mañana vamos a hablar de un montón de cosas, ahora dormí.

Tres minutos después Jorge se estiró, suspirando, y se volvió del lado de la pared. Claudia apagó la luz de la cabecera y sólo quedó encendida la lámpara próxima a la puerta.

– Dormirá toda la noche como un lirón. Dentro de un rato se pondrá a hablar, dirá toda clase de cosas raras. A Persio le encanta oírlo hablar en sueños, inmediatamente extrae las consecuencias más extraordinarias.

– La pitonisa, claro -dijo Medrano-. ¿No le impresiona cómo cambia la voz de los que hablan en sueños? De ahí a imaginarse que no son ellos quienes hablan…

– Son ellos y no son.

– Probablemente. Hace años yo dormía en la misma pieza que mi hermano mayor, uno de los seres más aburridos que pueda imaginarse. Apenas clavaba el pico empezaba a hablar; a veces, no siempre, decía tales cosas que yo las anotaba para mostrárselas por la mañana. Nunca me creyó, el pobre, era demasiado para él.

– ¿Por qué asustarlo con ese espejo inesperado?

– Sí, es cierto. Haría falta ser simple como un rabdomante, o estar resueltamente en el polo opuesto. Tenemos tanto miedo a las irrupciones, a que se nos pierda el precioso yo de cada día…

Claudia escuchaba la respiración cada vez más tranquila de Jorge. La voz de Medrano la devolvía a la calma. Se sintió un poco débil, entrecerró los ojos con alivio y cansancio. No había querido admitir que la fiebre de Jorge la asustaba, y que había disimulado por una larga costumbre, quizá también por orgullo. No, lo de Jorge no era nada, no tenía nada que ver con lo que ocurría en la popa. Parecía absurdo imaginar una relación; todo estaba tan bien, el olor del tabaco que fumaba Medrano era como una forma del orden, de la normalidad, y su voz, su manera tranquila y un poco triste de decir las cosas.

– Seamos caritativos al hablar del yo -dijo Claudia, respirando profundamente como para ahuyentar los últimos fantasmas-. Es demasiado precario, si se lo piensa objetivamente, demasiado frágil como para no envolverlo en algodones. ¿A usted no lo maravilla que su corazón siga latiendo a cada minuto que pasa? A mí me ocurre todos los días, y siempre me asombra. Ya sé que el corazón no es el yo, pero si se detuviera… En fin, será mejor que no toquemos el tema de la trascendencia; nunca he sostenido una conversación provechosa sobre esas cuestiones. Vale más quedarse del lado de la simple vida, demasiado asombrosa en sí misma.

– Sí, seamos metódicos -dijo Medrano sonriendo-. Por lo demás no podríamos plantearnos cuestiones últimas sin saber un poco más de nosotros mismos. Honestamente, Claudia, por el momento mi único interés es la biografía, primera etapa de una buena amistad. Conste que no le pido detalles sobre su vida, pero me gustaría oír la hablar de sus gustos, de Jorge, de Buenos Aires, qué sé yo.

– No, esta noche no -dijo Claudia-. Ya lo fatigué esta tarde con precisiones sentimentales que quizá no venían al caso. Soy yo la que no sabe nada de usted, aparte de que es dentista y que tengo la intención de pedirle que uno de estos días le mire a Jorge una muela que a veces le duele. Me gusta que se ría, otro se hubiera indignado, por lo menos secretamente, de este paréntesis profano. ¿Es verdad que se llama Gabriel?

– Sí.

– ¿Siempre le gustó su nombre? De chico, quiero decir.

– No me acuerdo, probablemente di por sentado que Gabriel era algo tan fatal como el remolino que tenía en la coronilla. ¿Dónde pasó su infancia, usted?

– En Buenos Aires, en una casa de Palermo donde de noche cantaban las ranas y mi tío encendía maravillosos fuegos artificiales para Navidad.

– Y yo en Lomas de Zamora, en un chalet perdido en un gran jardín. Debo ser un imbécil, pero todavía la infancia me parece la parte más profunda de mi vida. Fui demasiado feliz de chico, me temo; es un mal comienzo para la vida, uno se hace en seguida un siete en los pantalones largos. ¿Quiere mi curriculum vitae? Pasaremos por alto la adolescencia, todas se parecen demasiado como para resultar entretenidas. Me recibí de dentista sin saber por qué, me temo que en nuestro país sea un caso demasiado frecuente. Jorge está diciendo algo. No, suspira solamente. Quizá le moleste que yo hable, debe extrañar mi voz.

– Su voz le gusta -dijo Claudia-. Jorge no tarda en hacerme esa clase de confidencias. No Je gusta la voz de Raúl Costa y se burla de la de Persio, que en realidad tiene algo de cotorra. Pero le gusta la voz de López y la suya, y dice que Paula tiene hermosas manos. También se fija mucho en eso, su descripción de las manos de Presutti era para llorar de risa. Entonces usted se recibió de dentista, pobre.

– Sí, y además hacía rato que había perdido la casa de la infancia, que todavía existe pero que no quise volver a ver jamás. Tengo esa clase de sentimentalismos, daría un rodeo de diez cuadras para no pasar bajo los balcones de un departamento donde fui feliz. No huyo del recuerdo, pero tampoco lo cultivo; por lo demás mis desgracias, como mis dichas, tienen siempre puesta la sordina.

– Sí, usted mira a veces de una manera… No tengo doble vista, pero a veces acierto en mis sospechas.

– ¿Y qué sospecha?

– Nada demasiado importante, Gabriel. Un poco que anda dando vueltas como buscando algo que no aparece. Espero que no sea solamente un botón de camisa.

– Tampoco es el Tao, querida Claudia. Algo muy modesto, en todo caso, y muy egoísta; una felicidad que dañe lo menos posible a los demás, lo que ya es difícil, en la que no me sienta vendido ni comprado y pueda conservar mi libertad. Ya ve, no es demasiado fácil.

– Sí, gentes como nosotros se plantean casi siempre la dicha en esos términos. El matrimonio sin esclavitud, por ejemplo, o el amor libre sin envilecimiento, o un empleo que no impida leer a Chestov, o un hijo que no nos convierta en domésticos. Probablemente el planteo es mezquino y falso desde un comienzo. Basta leer cualquiera de las Palabras… Pero quedamos en que no saldríamos de nuestro ámbito. Fair play ante todo.

– Quizá -dijo Medrano- el error esté en no querer salir de nuestro ámbito. Quizá sea ésa la manera más segura de fracasar, incluso en la dimensión cotidiana y social. En fin, en mi caso opté por vivir solo desde muy joven, no fui a las provincias donde no lo pasé demasiado bien pero me salvé de esa dispersión que suele invalidar a los porteños, y un buen día volví a Buenos Aires, y ya no me moví, aparte del consabido viaje a Europa y las vacaciones en Viña del Mar cuando el peso chileno era todavía accesible. Mi padre me dejó una herencia mayor de la que mi hermano y yo sospechábamos; pude reducir al mínimo el ejercicio del torno y las pinzas, y me convertí en un aficionado. No me pregunte de qué, porque me costaría contestarle. Al fútbol, por ejemplo, a la literatura italiana, a los calidoscopios, a las mujeres de vida libre.

– Las pone al final de la lista, pero quizá seguía un orden alfabético. Explíqueme lo de vida libre aprovechando que Jorge duerme.

– Quiero decir que jamás tuve lo que se llama una novia -dijo Medrano-. Creo que no serviría como marido, y tengo la relativa decencia de no querer hacer la prueba. Tampoco soy lo que las señoras llaman un seductor. Me gustan las mujeres que no plantean otro problema que el de ellas en sí, que ya es bastante.

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