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– Hola -digo, nervioso-. ¿Hay alguien ahí?

– Lo sabía -responde Trey-. ¿Qué tal estás?

– ¿Dónde está el interno? -le pregunto.

– Lo mandé a la sala 152, supuse que querrías hablar a solas.

Asiento con la cabeza a esa respuesta. La sala 152 no existe. Se pasará por lo menos media hora buscándola.

– ¿Entonces quieres contarme cómo andas? -pregunta Trey-. ¿Dónde dormiste esta noche? ¿En el aeropuerto?

Como siempre, lo sabe todo.

– Probablemente sea mejor que no lo diga… por si acaso preguntan.

– Basta con que me digas si estás bien.

– Estoy perfectamente. ¿Cómo van las cosas por ahí?

No me contesta, lo que significa que están peor de lo que pensaba.

– Trey, ¿no puedes…?

– ¿Es verdad que te bloquearon las cuentas bancarias? Porque esta mañana fui al cajero automático y saqué todo lo que pude. No es mucho, pero puedo dejarte trescientos en…

– Hablé con Simon -le suelto.

– ¿Sí? ¿Cuándo?

– Esta mañana temprano. Lo cogí por sorpresa cuando se metía en su coche.

– ¿Y qué te dijo?

Me lleva diez minutos trasladarle los cinco minutos de nuestra conversación.

– Un momento -acaba diciendo Trey-. ¿Él pensaba que tú eras el asesino?

– Lo tenía todo calculado en su cabeza, hasta el hecho de que Caroline y yo hacíamos chantaje a la gente juntos.

– ¿Entonces por qué no te delató?

– Difícil de saber. Mi teoría es que tenía miedo de que se conocieran sus actividades sexuales.

– ¿Y tú lo crees?

– ¿Sabes de alguna razón para no creerlo?

– Se me ocurre una. Empieza con N y termina con A; su papi es Presidente.

– Ya lo entiendo, Trey.

– ¿Estás seguro de eso? Si se acuesta con Nora, dirá cualquier cosa para que tú…

– No se acuesta con ella.

– Oh, vamos, Michael… estamos otra vez donde empezamos.

– En esto puedes fiarte de mí. No lo estamos.

Ha notado el cambio en mí voz. Se produce una breve pausa.

– Tú sabes quién lo hizo, ¿verdad? -Pero eso sin pruebas no quiere decir nada. Esta vez, Trey no hace ninguna pausa. -Dime qué necesitas que haga.

– ¿Seguro que estás dispuesto? -le pregunto-. Porque será una buena putada.

CAPÍTULO 37

Cuando voy por el cuarto tramo de escaleras de cemento bajados a toda velocidad, empiezo a marearme. No me gusta estar tan abajo bajo tierra. Me late la cabeza; tengo el equilibrio descompensado. Al principio deduje que era la repetición del esquema del descenso, pero cuanto más me acerco al último sótano, más empiezo a pensar en lo que me espera al final. Paso la puerta B-5 preguntándome sí funcionará. Todo depende de ella. La escalera termina en una puerta metálica con un B-6 pintado en naranja fuerte. La abro y entro en el nivel más bajo del parking subterráneo. Rodeado de docenas de coches aparcados, miro a ver si ella ya está aquí. A juzgar por el silencio, debo de ser yo el primero.

La respiración agitada me llena los pulmones de aire polvoriento, pero como lugar de cita, el garaje cumple su papel. Cerca, pero alejado de las miradas.

Un chirrido de neumáticos corta el silencio. Viene de unos pisos más arriba, pero su eco llega hasta aquí abajo. Según el coche va tomando los giros de la rampa, el eco se hace más fuerte. Sea quien sea, viene hacia mí y conduce como un loco. Busco un sitio para ocultarme y me precipito otra vez en el hueco de la escalera y atisbo por la mirilla. Un Saab verde bosque se mete de un salto en un aparcamiento vacío y para con un frenazo brusco. Cuando se abre la puerta, sale un empleado del garaje. Por fin puedo soltar el aire y me seco la cara con la manga de la chaqueta.

En el momento en que se va, vuelvo a oír el gemido de neumáticos, bajando en espiral desde el nivel de la calle y aumentando el volumen cada vez. Estos tíos son unos sicópatas. Pero entonces un Buick negro surge de la rampa y no se dirige a ningún aparcamiento libre. En vez de eso, se para en seco justo delante de la escalera. Igual que antes, la puerta del coche se abre de par en par. Ah.

– He oído que quieres venir a casa -dice Nora con una sonrisa. Se está divirtiendo de lo lindo.

– ¿Dónde está el Servicio Secreto?

– No te preocupes, tenemos quince minutos hasta que se den cuenta de que me he largado.

– ¿De dónde has sacado el coche?

– La mujer que le arregla el pelo a mi madre. Y ahora, ¿quieres seguir friéndome a preguntas o quieres ser un buen chico?

– Perdona -digo, conciliador-. Es que ha sido un mal…

– No hace falta que lo digas. Yo también lo siento. Aunque tú quisieras, no tendría que haberte dejado marchar de aquel modo. -Da un paso hacia mí y abre los brazos.

Levanto una mano y la aparto.

– ¿Pero qué…?

– Dejemos esto para después, Nora. Ahora mismo, hay cosas más importantes que tratar.

– ¿Sigues enfadado por lo de Simon? Te juro que…

– Ya sé que no te acostaste con él. Y también sé que nunca me harías daño. -La miro directamente a los ojos y añado-: Te creo, Nora.

Ella me mira, sopesando cada palabra. No estoy muy seguro de lo que piensa, pero tiene que saber que ya no me quedan opciones. O esto, o ponerme a bailar con la policía. Por lo menos aquí, mantiene el control.

Entorna los ojos y toma su decisión. Aunque, naturalmente, yo no tengo ni idea de cuál es.

– Métete en el coche -acaba diciendo.

Sin decir palabra, doy la vuelta y abro la puerta del lado del pasajero.

– ¿Qué haces?

– Has dicho que subiera.

– No, no, no -dice, riñendo-. Ni hablar, tu cara está en todas las primeras páginas. -Aprieta un botón en el llavero y abre el maletero del coche-. Esta vez, irás detrás.

Hecho una rosca dentro del maletero del Buick de la Primera Esteticién, trato de olvidarme del olor a moqueta húmeda.

Por suerte para mí, hay muchos entretenimientos. Además de los cables que aprieto, nervioso, en ambas manos, hay un juego completo de ajedrez, que acabo de darme cuenta de que no estaba correctamente cerrado. Mientras Nora asciende por la rampa circular para salir del garaje, peones, caballos, alfiles y torres me bombardean desde todas las direcciones. Un caballo me golpea en un ojo y me cae en la mano justo cuando un giro seco a la derecha me indica que hemos vuelto a la calle Diecisiete.

En medio de la oscuridad, intento seguir mentalmente la ruta del coche, que va haciendo eses y curvas camino de la Puerta Suroeste. Sin duda, podría ir a entregarme directamente a las autoridades, pero creo que lo último que quisiera es que la pillaran junto al chico de moda del momento. Por lo menos, con eso cuento.

Incluyendo los accesos para sillas de ruedas, hay doce modos distintos de entrar en la Casa Blanca y el EAOE. Los que se hacen a pie exigen un documento de identidad en vigor y pasar andando por delante de dos guardias de uniforme como mínimo. Los que se hacen en coche exigen ser un pez gordo y un pase de aparcamiento a la altura. Yo tengo a Nora. Más que suficiente. Cuando el ruido del tráfico desaparece, sé que estamos cerca. El coche reduce la marcha al acercarnos al primer control. Espero que nos paren, pero por algún motivo, no lo hacen. Ahora llega la puerta propiamente dicha. Ésta es la que cuenta.

Ruedo hacia adelante al pararnos en seco, y aplasto unas cuantas piezas de ajedrez sobre la moqueta. Se oye un zumbido eléctrico cuando Nora abre la ventanilla. Me esfuerzo por oír la voz en sordina del centinela. La noche que subimos al tejado, no miraron en el maletero. Nora pasó sin más que un saludo con la mano y una sonrisa. Pero en las últimas veinticuatro horas, las cosas han cambiado. Apenas respiro.

– Lo lamento, señorita Hartson, pero son las órdenes. El FBI nos dijo que comprobásemos todos los coches.

– Sólo voy a recoger una cosa de mi madre. Será entrar y salir…

– ¿De quién es este coche, por cierto? -pregunta el guardia desconfiado.

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