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– ¿Qué hay, Phil? -digo, reduciendo instintivamente la marcha. Ésta es la prueba de la verdad: si se sabe algo, no podré entrar.

Phil echa una mirada a la tarjeta azul y sonríe.-¿Por qué tanta prisa?

– Reuniones importantes, reuniones importantes -le respondo, tranquilo. Si supiera algo, no estaría sonriendo.

– Alguien tiene que salvar el mundo -dice, asintiendo con la cabeza-. Que vaya todo bien.

En este punto, su trabajo ha terminado. Una vez que hemos pasado por él, ha de dejarnos seguir. En cambio, nos hace el mayor de los cumplidos. Cuando nos dirigimos hacia el ascensor aprieta un botón que tiene bajo la mesa y abre la puerta del ascensor que está a mi izquierda. Cuando entramos, aprieta alguna otra cosa y se enciende el botón del segundo piso. No es algo que haga por cualquiera, sólo por la gente que le cae bien. Lo que significa que por fin sabe quién soy.

– ¡Gracias! -le grito mientras se cierran las puertas. Me derrumbo contra la pared trasera del ascensor y tengo que sonreír. Si Simon vio algo, está claro que no ha abierto la boca. O aún mejor, tal vez nunca supiera que estuvimos allí.

Pam observa la alegría de mi cara y dice:

– Te encanta que Phil haga esto, ¿verdad?

– ¿Y a quién no? -le sigo el juego.

– No sé… a la gente con las prioridades bien definidas…

– Lo que pasa es que estás celosa porque a ti no te lo abre.

– ¿Celosa? -Pam se ríe-. Es un portero con pistola, ¿crees que tiene algún enlace con tu puesto en la cadena alimentaria?

– Si lo tiene, ya sé hacia dónde voy: hacia adelante y hacia arriba, cariño -suelto ese «cariño» sólo para picar a Pam. Es demasiado lista para caer.

– Hablando de esfuerzos infructuosos hacia lo alto, ¿qué tal tu cita de anoche?

Ésta es la auténtica belleza de Pam. Guerrilla sincera. Echo una ojeada a la minúscula cámara de vídeo del rincón y le replico:

– Ya te lo contaré después.

Levanta la vista y se queda callada. Un segundo después se abren las puertas del ascensor.

La segunda planta del Ala Oeste alberga a varios de los despachos de mayor poder, incluido el despacho personal de la Primera Dama y el que tengo inmediatamente a mi derecha, el último sitio en el que quisiera estar en estos momentos: nuestro destino, el despacho de Edgar Simon, asesor legal del Presidente.

CAPÍTULO 4

Pasamos corriendo por la puerta doble ya abierta y la zona de espera donde está la secretaria de Simon, y doblamos una esquina a la derecha hacia su despacho. Con la esperanza de colarnos sin llamar la atención, compruebo si… Maldición, ya están todos esperando. Apretados en torno a una mesa de juntas de nogal que más parece de un comedor antiguo, seis abogados están ya sentados con plumas y cuadernos preparados. En una de las cabeceras de la mesa, en su silla reclinable favorita, está Lawrence Lamb, el adjunto de Simon. En el otro extremo, un asiento vacío. Nadie lo ocupa. Es el de Simon. Como consejero, Simon asesora al Presidente en todas las cuestiones legales que surgen en la Casa Blanca. ¿Podemos exigir análisis de sangre para pillar a los que niegan la paternidad? ¿Es correcto limitar el derecho de las compañías tabaqueras de anunciar cigarrillos en las revistas juveniles? ¿El Presidente tiene que pagar su plaza en el avión presidencial si lo utiliza para ir a un acto de recogida de fondos electorales? Desde inspeccionar la nueva legislación hasta investigar los nuevos nombramientos judiciales, el consejero y los diecisiete miembros asociados que trabajan con él, incluidos Pam y yo, somos el bufete de la Presidencia. Por supuesto, la mayor parte de nuestro trabajo es por reacción: el Gabinete de la Presidencia decide en el Ala Oeste qué ideas debe acometer el Presidente, y entonces nos convocan a nosotros para poner los cómos y los síes. Pero como bien sabe cualquier abogado, hay mucho poder escondido en los cómos y en los síes. En el rincón de la sala revestida de madera oscura, recostado en el todopoderoso canapé, el consejero del vicepresidente habla en voz baja con el consejero de la Oficina de Administración, y el asesor legal del Consejo de Seguridad Nacional con el consejero legal adjunto de la Oficina de Gestión y Presupuesto. Peces gordos hablando con peces gordos. En la Casa Blanca hay cosas que nunca cambian. Pam y yo nos abrimos paso hacia el fondo de la sala y nos quedamos de pie con el resto del personal sin asiento y esperamos a que llegue Simon. Al cabo de unos minutos entra y ocupa su asiento en la cabecera de la mesa.

Mis ojos se clavan en el suelo tan rápido como pueden.

– ¿Qué pasa? -me pregunta Pam.

– Nada.

Sigo con la cabeza baja, pero lanzo una rápida ojeada furtiva a Simon. Lo único que quiero saber es si anoche nos vio. Doy por hecho que se le notará en la cara. Para mi sorpresa, no se le nota. Si oculta algo, no se sabe. Su pelo sal y pimienta está tan perfectamente peinado como lo estaba en el camino del parque de Rock Creek. No parece cansado y sus hombros están firmes. Y que yo pueda decir, ni siquiera me ha mirado.

– ¿Seguro que no pasa nada? -insiste Pam.

– Seguro -respondo. Levanto la cabeza lentamente. Entonces hace la cosa más increíble de todas. Me mira directamente y sonríe.

– ¿Todo bien, Michael? -me pregunta.

La sala entera se vuelve y espera mi respuesta.

– S-sí -tartamudeo-. Esperando para empezar.

– Bien, entonces vamos a ello.

Hace unos pocos anuncios generales mientras yo intento borrar mi asombro de mi rostro lo mejor que puedo. Si no lo hubiera mirado directamente a los ojos, no lo hubiera creído. Ni siquiera echó una segunda mirada a la herida de mi frente. Pasase lo que pasase anoche, Simon no sabe que yo estuve allí.

– Hay una última cosa que quiero comentarles y después pasaremos a un asunto nuevo -expone Simon-. En el Herald de esta mañana, un artículo hacía referencia a la fiesta de cumpleaños que hicimos para nuestro adjunto del Presidente favorito. -Todos los ojos se dirigen a Lawrence Lamb, que se niega a darse por enterado con un mínimo gesto de atención-. El artículo seguía hablando de que en la lista de invitados era notoria la ausencia del vicepresidente y que todo era un bullir de rumores de por qué no estaba. Así que, para el caso de que ya se hayan olvidado, además del Presidente y la Primera Familia, la única otra gente que había en aquella sala eran unos pocos miembros del Gabinete y aproximadamente catorce representantes de esta oficina.

Apoya las manos de plano sobre la mesa y deja que el silencio haga su efecto. No hay duda de que nos ha pillado. Puede que nunca vuelva a mirarlo del mismo modo, pero cuando se pone a ello, Edgar Simon es un abogado increíble. Como maestro de decir sin decir, va haciendo un rápido examen de cuantos estamos aquí.

– Quienquiera que fuese… esto debe terminar. Esas preguntas no las hacen para dar una buena imagen de nosotros, y estando tan cerca de la reelección, tendrían ustedes que ser un poco más espabilados. ¿Me explico con suficiente claridad?

Lentamente, un murmullo de asentimiento crece por la sala. A nadie le gusta que le atribuyan filtraciones. Miro a Simon, sabiendo que éste es un problema que le preocupa poco.

– Estupendo, entonces dejemos esto y continuemos. Es hora de algunos asuntos nuevos. Alrededor de la sala; empezamos por Zane.

Julian Zane levanta los ojos de su cuaderno con una amplia sonrisa. Es la tercera reunión consecutiva en la que lo llaman el primero. Lamentable. Como si ninguno de los demás contase.

– Sigo regateando con los de la Comisión de Cambio y Bolsa para la reforma -dice Julian, dándose una importancia que es como una bofetada en la cara de todos nosotros-. Hoy tengo que reunirme con el asesor del portavoz para fijar unas cuantas cuestiones… Le interesa tanto que se salta el receso. Después de eso, creo que ya podré presentar el informe de decisión.

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