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Voy sorteando pilas por estas catacumbas de cartón hacia el fondo de la sala. Las cajas siguen y siguen. Cada una tiene en un costado el nombre de un funcionario. Anderson, Arden, Augustino… Sigo el alfabeto hacia la derecha. Debe de estar más bien hacia atrás. A mis espaldas oigo que la puerta se cierra de golpe. Las luces fluorescentes se estremecen con el impacto. Ya no estoy solo.

– ¿Quién está ahí? -ladra una voz masculina que se acerca por el laberinto de cartón.

Me tiro al suelo, las palmas de las manos apoyadas en el terrazo.

– ¿Qué demonios anda haciendo usted aquí? -pregunta cuando me giro.

– Yo… -abro la boca pero el sonido no sale.

– Tiene usted tres segundos como máximo para explicarme por qué no debo coger el teléfono y llamar a Seguridad, y no me dé ninguna excusa tonta como que se ha perdido o algo igualmente insultante.

En cuanto veo el bigote recto, reconozco a Al Rudall. Un verdadero caballero del sur que se niega a tratar con personajes de nivel inferior, bien conocido por su afición a las mujeres y su manía a los abogados. Cuando nos llegaba algún exhorto y necesitábamos reunir papeles antiguos, solíamos asegurarnos de que las peticiones de documentos llevaran siempre al pie la firma de alguna mujer importante. Teniendo en cuenta que no nos habíamos conocido y combinándolo con el cromosoma Y que aparece en mis genes, comprendí que no iba a autorizarme a permanecer en aquella sala. Por suerte para mí, sin embargo, sé cuál es su criptonita.

– No pasa nada -dice Pam, saliendo de detrás de Al-. Viene conmigo.

CAPÍTULO 38

En menos de diez minutos, Pam y yo estamos sentados al fondo de la sala con catorce cajas de documentos de Caroline esparcidos por el suelo ante nosotros. Hizo falta un rimero de garantías para convencer a Al de que nos dejara echarles un vistazo, pero como Pam es la nueva celadora de esos archivos, no había mucho margen para discutir. Es parte de su trabajo.

– Gracias otra vez, Pam -le digo, levantando la vista de los papeles.

– No tiene importancia -responde con frialdad y negándose a encontrar mi mirada.

Tiene absoluto derecho a estar enfadada. Está poniendo en peligro su puesto de trabajo al hacer esto.

– Lo digo de verdad, Pam. No podía…

– Mira, Michael, la única razón por la que hago esto es porque creo que te han dado una puñalada. Todo lo demás son imaginaciones tuyas.

Me aparto otra vez y me quedo callado.

Voy pasando los documentos rodeado de los despojos de tres años de trabajo de Caroline. En cada carpeta, lo mismo: una hoja tras otra de notas de vete-con-cuidado y avisos archivados. Ninguno que cambiara el mundo, sólo papel malgastado. Por de prisa que los vaya pasando, siguen y siguen. Documento tras documento tras documento tras documento. Me enjugo el sudor de la frente y pongo la caja a un lado.

– Esto no servirá de nada -digo, ya nervioso.

– ¿Qué quieres decir?

– Mirar todas estas hojas nos llevará una eternidad, y Al no nos ha dado más que quince minutos para verlo. No me importa lo que dijera, sabe que pasa algo.

– ¿Tienes alguna idea mejor?

– Alfabético -exclamo-. ¿En qué letra crees que lo archivaría?

– Yo pongo los míos en la E de Ética.

Contemplo las carpetas amarillas de mi caja. La primera está rotulada «Administración». La última es «Boletines».

– Tengo la A y la B -digo.

Al ver que ella tiene de la B a la C, Pam se mueve de rodillas hasta la caja siguiente y le quita la tapa de cartón. Desde «Drogas (análisis)» a «Federal (registro)».

– ¡Aquí! -exclama.

Me levanto de un salto. Me inclino sobre el hombro de Pam y observo cómo va pasando las carpetas: «Empleados»…, «EEO»…, «Federal (diagramas)». No hay «Ética».

– Tal vez la cogiera el FBI -me sugiere Pam.

– Si fuera así, lo sabríamos. Tiene que estar por aquí en algún sitio.

Se siente tentada a discutir, pero sabe que me estoy quedando sin opciones.

– ¿En qué otra letra podría estar?

– No sé -dice Pam-. Documentos… Requerimientos… en cualquiera.

– Tú mira la D y yo miraré la R.

Voy bajando la línea alfabética y quitando la tapa de cada una de las cajas. De la G a la H… de la Y a la K… la L hasta Lu. Cuando llego a la penúltima caja, veo que casi toda está dedicada a «Personal». Tengo problemas. No es posible que la última cuarta parte del alfabeto quepa en la última caja. Es evidente, le quito la tapa y veo que tengo razón. «Prensa»… «Presidencia (comisiones)»… «Publicaciones». Ahí se acaba. «Publicaciones».

– En «Documentos» no hay nada -dice Pam-. Voy a empezar con la…

– ¡Nos falta el final!

– ¿Qué?

– ¡No está aquí, aquí no están todas las cajas!

– Tranquilízate, Michael.

Me niego a escucharla y me precipito hacia la zona reducida donde estaban almacenadas las cosas de Caroline. Me tiemblan las manos al ir moviendo las pilas de todas las cajas de alrededor. Palmer… Pérez… Perlman… Poirot. No hay nada que diga Caroline Penzler. Frenético, voy regateando por los pasillos improvisados en busca de algo que pueda habérsenos pasado por alto.

– ¿En qué otro sitio podrían estar? -pregunto, ya histérico.

– No tengo ni idea, hay depósitos por todo el edificio.

– Necesito un sitio concreto, Pam. «Por todo» es demasiado vago.

– No lo sé. ¿Tal vez en el desván?

– ¿Qué desván?

– En la Quinta Planta, junto al Salón del Tratado Indio. Al me dijo una vez que lo usaban para los sobrantes. -Comprende que nos falta mano de obra y añade-: Tal vez deberíamos llamar a Trey.

– No puedo, está controlando a Nora en su despacho. -Miro las catorce cajas que tenemos extendidas delante-. ¿No podrías…?

– Yo miraré éstas -me dice, leyéndome el pensamiento-. Tú vete arriba. Mándame un busca si necesitas ayuda.

– Gracias, Pam. Eres la mejor.

– Sí, sí -responde-. Yo también te quiero.

Me paro en seco para escrutar sus ojos azules. Sonríe. No sé qué decir.

– Deberías marcharte ya de aquí -añade.

No me muevo.

– Vamos -dice-. ¡Largo de aquí!

Echo a correr hacia la puerta y miro hacia atrás para tener una última imagen de mi amiga. Ya está enfrascada en la caja siguiente.

De vuelta por los pasillos del sótano, me escurro con la cabeza baja entre un grupo de limpiadores que empujan cubos y fregonas. No quiero correr riesgos. En el momento en que me descubran, se acabó. Sigo por el pasillo, doblo otra esquina, me agacho bajo una tubería de ventilación y paso de largo dos entradas de escalera distintas. Ambas están vacías, pero ambas llevan a pasillos llenos de gente.

Cuando llevo un cuarto de pasillo recorrido, meto los frenos y pulso el botón para llamar al ascensor de servicio. Es el único sitio donde sé que no me tropezaré con otros colegas. No hay nadie en la Casa Blanca que se considere a sí mismo de segunda.

Espero, ansioso, vigilando este horno de pasillo. Debemos de estar a treinta grados. Tengo los sobacos de la camisa empapados. Lo peor es que estoy al descubierto. Si viene alguien, no hay donde esconderse. Tal vez pudiera colarme en algún cuarto, por lo menos hasta que llegue el ascensor. Miro a mi alrededor para ver qué… Oh, no. ¿Cómo puedo haber pasado eso por alto? Está justo frente al ascensor, mirándome directamente a la cara: un pequeño rótulo en blanco y negro que dice: «Sala 072 -USSS/UD», las siglas de la División Uniformada del Servicio Secreto de los Estados Unidos. Y aquí estoy yo, plantado precisamente delante.

Miro hacia arriba, buscando una cámara en el techo. Entre los cables, detrás de las tuberías. Es el Servicio Secreto, tienen que tenerla en algún lado. No consigo descubrirla y me vuelvo hacia el ascensor. Puede que no haya nadie vigilando. Si todavía no han aparecido, es que hay bastantes probabilidades.

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