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Aprieto el botón de llamada con el pulgar. El indicador encima de la puerta dice que está en la primera planta. Treinta segundos más, es todo lo que necesito. Detrás de mí suena un chirrido de mal agüero. Me vuelvo rápidamente y veo que el pomo de la puerta está girando. Alguien va a salir. El ascensor llega por fin, haciendo sonar su campana, pero las puertas no se abren. A mi espalda oigo chirriar los goznes. Una rápida ojeada me ofrece a un agente de uniforme que sale de la habitación. Está justo detrás de mí al abrirse el ascensor. Si quisiera, no tendría más que alargar el brazo y cogerme. Avanzo despacio y entro con calma en el ascensor, rezando para que no venga detrás. Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor. Incluso mientras se cierra la puerta, podría meter la mano en el último instante si quisiera. Sin volver la cara, bizqueo con aprensión. Y por fin oigo que las puertas se cierran.

Ya solo en el montacargas oxidado, me doy la vuelta, aprieto el botón del cinco y dejo reposar la cabeza para atrás contra la pared desconchada. Al ir acercándome a cada piso me siento un poco tenso, pero el ascensor va pasando uno tras otro sin pararse. Directos hasta arriba. A veces es rentable ser de segunda categoría.

Cuando se abren las puertas en el último piso del EAOE, asomo la cabeza y observo el pasillo. Hay un par de jóvenes de traje al fondo, pero aparte de eso el camino está libre. Siguiendo las instrucciones de Pam, voy directo a la puerta que está a la izquierda del Salón del Tratado Indio. Al contrario que la mayoría de las puertas del edificio, no tiene rótulo. Y está abierta.

– ¿Hay alguien? -pregunto al abrir la puerta.

No hay respuesta. La habitación está a oscuras. Al entrar veo que ni siquiera es una habitación. No es más que un minúsculo cuartito con una caja de escalera de rejilla metálica que lleva hacia arriba. Eso debe de ser el desván. Vacilo al poner el pie en el primer peldaño. En cualquier edificio con más de quinientas habitaciones siempre ha de haber unas pocas que parezcan intrínsecamente prohibidas de por sí. Ésta es una de ellas.

Agarro el pasamanos de hierro y noto una capa de polvo bajo la palma de la mano. Al ir subiendo los escalones, me encuentro metido en otra sauna, por efecto de la falta de aire acondicionado. Antes creía que sudaba, pero aquí arriba… demostración positiva de que el calor asciende. Aquí cada respiración es como un trago de arena.

Sigo subiendo los escalones y descubro dos globos deshinchados de Winnie the Pooh atados al pasamanos. En los dos está escrito «Feliz cumpleaños». Quienquiera que fuera el último que estuvo aquí arriba, debe de haber montado una tremenda fiesta particular.

Al llegar arriba del todo me giro y al fin veo con claridad el desván largo y rectangular. Con techos altos de vigas de madera vistas, toda la luz procede de unas cuantas claraboyas y una serie de ventanas pequeñísimas. Dicho de otro modo, es un espacio en penumbra, atestado de cosas abandonadas. Mesas de oficina desechadas en un rincón, sillas apiladas en otro, y en el centro, como excavado en el suelo, algo que parece una piscina vacía. Al acercarme más me doy cuenta de que esa parte hundida del suelo es, en realidad, la encajadura de una sección de vidriera emplomada a la que rodea una barandilla a la altura de la cadera.

En cuanto mis ojos la descubren, sé que ya la he visto antes. Entonces me acuerdo de dónde estoy. Directamente encima del salón más ornamentado de todo el edificio: el Salón del Tratado Indio. Al mirar para abajo se puede ver su perfil a través de los grandes paneles de vidrio emplomado. Las placas de mármol de la pared. El suelo de enrevesada marquetería. Estuve en ese salón cuando la recepción del AmeriCorps, cuando vi a Nora por primera vez. Este desván está justo encima de él. Su techo de vidrio emplomado es mi suelo de vidrio emplomado.

Más al fondo del desván, encuentro por fin lo que busco. Al otro lado de la barandilla, en el rincón del fondo a la izquierda, hay por lo menos cincuenta cajas de archivos.

Y justo delante de todo, en una fila horizontal, están las seis que ando buscando. Las que dicen «Penzler». Se me hace un nudo en el estómago.

Cojo la caja de arriba de la pila y arranco la tapa de cartón. De R a Sa. Ésta es. Tiro hacia arriba de cada carpeta según las miro. «Racial (discriminación)»… «Radio (comunicados)»… «Redistribución»… «Requerimientos».

La carpeta tiene por lo menos siete centímetros de grueso; tiro de ella con brusquedad. Al abrirla veo. encima la anotación más reciente. Fecha: 28 de agosto. Una semana antes de que mataran a Caroline. Dirigida a la Oficina de Seguridad de la Casa Blanca, la nota dice que «se requieren expedientes actualizados del FBI de las siguientes personas». En la línea siguiente hay un único nombre: Michael Garrick.

No es que sea gran cosa como noticia: sabía que había solicitado mi expediente desde el día que lo vi sobre su mesa. Aun así, noto algo extraño al verlo escrito. Todo lo que ha pasado, todo lo que he pasado, empezó por aquí.

Al margen de la falta de principios que tuviera Caroline, o de a cuánta gente extorsionase, sin duda sabía que era imposible conseguir un expediente del FBI sin requerirlo por escrito. Pensándolo, probablemente no le parecería una gran cosa el hacerlo, porque como era la encargada de cuestiones éticas de la Casa Blanca, tenía mil modos de justificar cada petición. Y si alguien intentaba utilizar esos requerimientos en su contra, pues bueno, todos nosotros éramos culpables de algo. ¿A quién le preocupa pues un pequeño rastro de papel?

Recuerdo que Caroline tenía en su mesa quince carpetas, así que paso al siguiente documento y busco con atención los otros que había solicitado. Rick Ferguson. Gary Seward. Éstos son los dos candidatos que Nora me dijo en la bolera. Incluyéndome a mí, llevo tres. Me faltan doce. Los ocho siguientes son nombramientos presidenciales. Eso sube la cuenta a once. El de Pam lo pidió un tiempo antes. Doce. El trece y el catorce son ambos candidatos al Supremo, gente de la que nunca he oído hablar. Eso nos deja a falta de un solo nombre más. Paso la hoja y miro, esperando que sea Simon. Ahí está, por supuesto. Pero no es el único. En la última hoja hay un nombre más.

Se me ponen los ojos como platos. No puedo creerlo. Me siento en una caja con el papel temblándome en la mano. Simon tenía razón en una cosa. Yo lo entendí todo al revés. Por eso Simon no sabía de qué le hablaba cuando le pregunté lo de Nora.

Y por eso no pude encontrar fisuras en su coartada. Y por eso… todo este tiempo… pensaba en un hombre equivocado. Vaughn acertaba en lo del dinero. Nora se acostaba con el viejo. Sólo que me equivocaba de viejo.

Caroline había requerido un expediente más, un decimosexto expediente que alguien, el propio asesino, había hecho desaparecer de su mesa para que el FBI no llegara a verlo. Por eso nunca sospecharon de él. Leo y releo su nombre media docena de veces. El más tranquilo de todos. Lawrence Lamb.

Un ataque de náusea me golpea la garganta y el pecho se me hunde. La carpeta se me cae al suelo. Es que no… no me lo creo. No puede ser. Y, sin embargo… por eso yo… y él…

Cierro los ojos y aprieto los dientes. Él sabía que yo me lo tragaría… lo único que tenía que hacer era abrirme el círculo íntimo y hacer el gesto de darme unos pocos extras. Dulces a la entrada del Despacho Oval. Hacer el informe al Presidente. Una oportunidad de ser un pez gordo. Lamb sabía que lamería hasta la última gota. Nora incluida. Ésa era la guinda del pastel.

Y cuanto más me apoyase en él, menos probable sería que investigase las cosas por mí mismo. No necesitaba más. Y es lo que yo tenía. Fe ciega.

Aquí agachado, sigo luchando por asimilar lo que me ronda por la cabeza. Por eso Nora me llevó a verlo. Me dieron la lista de sospechosos y yo la acepté como buena. Sin Vaughn, nunca la hubiera cuestionado. Ése es el único problema de la película: que todo cuadra un poco demasiado fácilmente. Desde que la caja esté aquí arriba a que el expediente esté en su sitio correcto… No puedo acusar a nadie, pero tengo la sensación de que es un poco demasiado forzado. Es como si hubiera alguien que intentase ayudarme. Como si quisieran que los descubriesen.

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