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– Estoy listo -le digo, alargándole a Trey lo que queda de mi pared del ego-. Y por mucho que gruñas y te lamentes, ya sabes que es definitivo.

Trey contempla la foto y su pausa dura un segundo de más. Se acabó la discusión.

Me acerco a recoger el diploma y el dibujo de las prácticas, deslizo los dedos bajo el alambre del marco del cuadro, los levanto con la mano y me voy hacia la puerta. Al caminar me van golpeando en las pantorrillas. Puede que sea la última vez en mi vida que estoy en este sitio, pero cuando salgo del despacho, Trey viene justo detrás de mí.

Le lanzo una mirada rápida y le pregunto:

– ¿Entonces seguirás llamándome temprano todos los días para contarme lo que pasa?

– Mañana a las seis.

– Mañana es domingo.

– Entonces, el lunes.

EPÍLOGO

Semana y media después, mi coche sale de la 1-95 y se dirige de nuevo hacia las tranquilas carreteras rurales de Ashland, Virginia. El cielo está de un color azul transparente, y con el otoño temprano, los árboles se cubren de amarillo, naranja y verde. A primera vista, todo está igual que antes… pero entonces, echo una ojeada al retrovisor. No hay nadie. Y en ese momento es cuando más lo noto.

Cada vez que salgo a las tierras de caballos, percibo el dulce aroma de las flores silvestres. Pero según mi coche va girando, al tomar una curva con un seto ámbar, me doy cuenta de que es la primera vez que las he visto de verdad. Es sorprendente lo que tienes justo delante de los ojos.

Absorbo hasta el último tallo de todos los campos abiertos, avanzo serpenteando entre granjas en dirección a esa valla de madera tan familiar. Una curva a la izquierda y hago el resto del camino. Pero la cosa es que, por alguna razón, el aparcamiento de gravilla, la casa de campo, incluso la verja siempre abierta, me parecen más grandes. Así deben ser, decido.

– Mira quién ha llegado por fin -dice Marlon con su dulzón acento criollo-. Ya estaba preocupado por usted.

– Siempre tardo más tiempo del que pensaba. Son las carreteras secundarias las que me lían.

– Mejor tarde que nunca -me tranquiliza Marlon.

Me paro a pensarlo.

– Sí. Supongo.

Marlon mira hacia el periódico que está en la mesa de la cocina. Igual que en todas las conversaciones de las últimas semanas, una pausa embarazosa pende en el aire.

– Siento lo de Nora -acaba diciendo-. Me gustaba. Parecía una auténtica valiente… siempre llamando a las cosas por su nombre.

Me detengo en ese cumplido, pensando si encaja. Unas veces es mejor el recuerdo. Otras veces, no.

– ¿Y mi padre?

– Está en su cuarto -dice Marlon.

– ¿Se lo ha dicho?

– Usted me dijo que esperase, así que esperé. Eso quería, ¿no es cierto?

– Supongo. -Me encamino hacia la habitación y añado-: ¿Cree que realmente podré…?

– ¿Cuántas veces va a preguntarme lo mismo? -me interrumpe Marlon-. Cada vez que usted se marcha, lo único que quiere saber es cuándo volverá. El chico lo quiere como un plato hasta arriba de costillas. ¿Qué más puede usted querer?

– Nada -digo, conteniendo una sonrisa-. Nada de nada.

– ¡Papá! -llamo con los nudillos en la puerta de su habitación y la abro. Dentro no hay nadie.

– Papá, ¿estás ahí?

– ¡Aquí, Michael! ¡Aquí!

Siguiendo su voz, miro por el pasillo. Al final del todo, en el porche trasero, mi padre está al otro lado de una puerta mosquitera saludándome con la mano. Lleva unos caquis arrugados y, como siempre, su camiseta de ketchup Heinz.

– Aquí estoy -canta, arrastrando los pies en un pasito de baile. Me encanta verlo así.

En el momento en que abro la puerta me da un fuerte abrazo y me levanta del suelo. Salto hacia arriba para facilitárselo.

– ¿Qué tal… esto? -me pregunta girando rápido en redondo y depositándome en el porche. En el momento en que me suelta veo de qué me hablaba. Más allá de las mesas de merienda donde comimos todos juntos aquel día está el pastizal de la granja vecina. Bajo el resplandor cegador del sol de miel, cuatro caballos corren sueltos por la pradera tersa y verde. El decorado (el sol, los caballos, los colores) es conmovedor, tanto como la primera vez que lo vi el día que vine a inspeccionar la residencia-hogar, una semana antes de que mi padre se trasladase.

– ¿No es precioso? -pregunta mi padre con su voz metálica-. El más rápido es Pinky. Es mi favorito.

– ¿Ese de ahí? -le pregunto, señalando el caballo color chocolate que va muy por delante.

– Nooo, ése es Clide -me dice como si me lo hubiera dicho mil veces-. Pinky es el segundo por detrás. Hoy no se esfuerza.

Doy un par de pasos por el porche y entonces mira al interior del edificio para observar el pasillo. Parece que esté buscando a…

– ¿Dónde está Nora? -me espeta.

Ya sabía yo que lo iba a preguntar. Le gustó demasiado para olvidarse de ella. Para suavizar la respuesta, me siento en el balancín de madera del porche y le indico a mi padre que se acerque. Pero ve la expresión de mi cara. Malas noticias.

– ¿Yo no le gusté? -pregunta, dándose golpecitos en el labio inferior con dedos vacilantes.

– No, no es eso -digo-. Al contrario. Le encantaste.

Va a sentarse en el balancín, pero está demasiado concentrado en Nora. Deja caer todo su peso y nos vamos hacia atrás, a chocar contra la pared de la casa. Al notar su conmoción, lo rodeo con el brazo para disipar sus temores. A los pocos segundos, nos columpiamos suavemente atrás y adelante. Atrás y adelante, atrás y adelante, atrás y adelante. La calma vuelve poco a poco.

– Te quería de verdad -le repito.

– Entonces, ¿por qué no ha venido?

Había venido practicando esto todo el camino. No sirve de nada.

– Papá -empiezo-. Es que Nora… Nora ha tenido un… accidente.

– ¿Y cómo está? ¿Está bien?

– No -digo moviendo la cabeza-. No está bien. Ha… ha muerto, papá. Murió hace una semana y media.

Espero el derrumbamiento, pero sólo se mira la camiseta, pellizcando las letras negras. Levanta el labio superior y muestra los dientes. Como si oliese algo, o intentase descubrirlo. Lentamente, empieza a balancearse atrás y adelante, sus ojos solitarios bien abiertos estudian el logotipo de arriba abajo. Sabe lo que es la muerte, hace años pasamos por ella. Finalmente, contempla el techo del porche.

– ¿Puedo ir a decirle adiós?

Quiere ir al cementerio.

– Desde luego -le digo-. La verdad es que creo que a ella le gustaría.

Mueve la cabeza en diagonal, haciendo óvalos con la mandíbula, pero no dice nada más.

– ¿Quieres que hablemos de ello? -le pregunto.

Sigue sin responder.

– Venga, papá, dime qué estás pensando.

Busca unas palabras que nunca le vendrán.

– Fue buena conmigo.

– Ya te he dicho que le gustaste mucho. Ella me lo dijo.

– ¿De verdad? -susurra con la mirada siempre a lo lejos.

– Naturalmente que sí. Dijo que eras listo, y guapo, y que eras un buen padre… -Tengo esperanzas de que me sonría, pero sigue sin mirarme. Estiro el brazo y vuelvo a pasárselo por los hombros-. Es lógico estar triste.

– Ya lo sé. Aunque no estoy tan triste.

– ¿No?

– No mucho. También hay una parte buena en morirse.

– ¿Sí?

– Claro. Ya no sufres más.

Asiento con la cabeza. En momentos así, mi padre es absolutamente brillante.

– ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? -añade.

– No, dime qué es lo mejor.

Levanta los ojos al cielo con una gran sonrisa abierta.

– Que ahora está con tu madre. Philly. Phyllis, Phyllis.

No puedo evitar una sonrisa… una amplia sonrisa. Como la de mi padre.

– Te dije que era lo mejor -dice, riendo.

Se columpia en el balancín y empieza a reír por lo bajo. Ha encontrado un modo de hacer que todo esté bien, su mundo continúa existiendo.

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