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Como era de esperar, la mayor parte de las preguntas son para el Presidente, pero Stulberg no es ninguna idiota. Los Estados Unidos aman la familia, y por eso la sexta pregunta va para Nora. Y la séptima. Y la décima. Y la undécima. Y la duodécima. A cada una de ellas, contengo el aliento. Pero pregunten lo que pregunten, ya sea sobre si está indecisa ante los planes para el posgrado, o qué se siente al volver a vivir en la Casa Blanca, Nora lo encaja. Algunas veces vacila, otras se coloca el pelo detrás de la oreja, pero en todas las respuestas es toda aplomo y sonrisas, nunca discute. Hace incluso una broma con eso de que la llamen «la primera pasota», sutil momento de humildad que hará babear a los santones de las tertulias televisivas del domingo que se desharán en elogios.

A las nueve en punto se ha acabado y yo estoy verdaderamente atónito. De alguna manera, y como siempre, Nora lo superó… lo que significa que en cualquier momento alguien…

– ¿Qué medalla me merezco? -pregunta Trey al abrir la puerta de mi despacho-. ¿El corazón púrpura? ¿La medalla de honor? ¿La cinta roja al valor?

– ¿Cuál es la que te dan cuando te pegan en la barriga?

– El corazón púrpura es para cuando te hieren.

– Entonces, ésa es la tuya.

– Estupendo. Gracias. Tú también te ganas una.

Trey se acerca al sofá y se deja caer en él. Ambos mantenemos un silencio mortal. Ninguno de los dos tiene que decir ni una palabra.

Finalmente, sin embargo, acabo por ceder.

– ¿Te dijo algo la Primera Dama?

– Como si nunca hubiera sucedido -contesta, meneando la cabeza.

– ¿Y Nora?

– Me sopló un «gracias» al salir. -Se sienta muy derecho y añade-: Déjame que te diga una cosa, amiguito: esa chica es la reina de los psicópatas, ¿sabes qué quiero decir?

– No quiero comentarlo.

– ¿Por qué? ¿Tan ocupado estás de repente?

Llaman con fuerza a la puerta. Miro a Trey.

– ¿Quién es? -pregunto.

La puerta se abre y una figura familiar aparece. La boca se me seca. Trey ve mi expresión y vuelve la vista.

– Hola, Pam -dice displicentemente.

– Buen trabajo con la entrevista -responde ella-. Todavía lo están celebrando en la Sala Diplomática. Hasta a Hartson se lo veía relajado.

Trey no puede evitar estar radiante. Mis ojos siguen fijos en Pam. En su sonrisa puedo ver que no tiene ni idea de lo que nosotros hemos visto. Ni de lo que sabemos.

– ¿Qué hay por ahí? -pregunto.

– Nada -responde-. Por cierto, ¿habéis visto la encuesta en directo que hizo la NBC con el Herald? Después de la entrevista, preguntaron a cien alumnos de quinto grado si les gustaría ser Nora Hartson. Diecinueve dijeron que sí porque podrían conseguir todo lo que quisieran. Ochenta y uno, que no, porque no merecía la pena tanto dolor de cabeza. ¿Y dicen que nuestra política educativa no tiene eficacia? Por favor… si ochenta y uno de ellos son Einsteins.

Evito responder para que las cosas sigan tranquilas.

– Trey, ¿no tienes que llevar a la señora Hartson a ese acto de recogida de fondos?

– No.

Tiene la esperanza de quedarse y presenciar el espectáculo. Le lanzo una mirada.

– ¿No tienes un hobby o algo en lo que tuvieras que estar trabajando?

– ¿Hobby? -exclama con una carcajada-. ¡Yo trabajo aquí!

Endurezco la mirada.

– Vale, vale, me quito de en medio -se dirige hacia la puerta y añade-: Me alegro de verte, Pam.

La liebre se ha levantado. Pam sabe que pasa algo.

– ¿De qué se trata? -pregunta.

Espero a que Trey cierre la puerta. Desaparece con un portazo. Allá vamos.

CAPÍTULO 28

– ¿Qué pasa aquí? -pregunta Pam, plantada frente a mi mesa.

No sé muy bien por dónde empezar.

– ¿Tú has… alguna vez has…?

– Suéltalo, Michael…

– ¿Has estado escuchando por mi línea de teléfono?

Suelta su cartera y la deja caer al suelo.

– ¿Perdón?

– Dime la verdad, Pam, ¿has estado escuchando?

Al contrario que Nora, Pam no estalla. Más bien, se queda confusa.

– ¿Cómo iba a poder escuchar?

– He oído tu teléfono… y he visto que funciona.

– ¿De qué…? ¿Qué teléfono?

– ¡El teléfono de la antesala!

– ¿De qué estás hablando?

Salgo de detrás de la mesa y me precipito por la antesala al despacho de Pam. Descuelgo el teléfono y marco mi extensión. Dos teléfonos suenan simultáneamente. El de mi despacho y el del escritorio pequeño de la antesala.

– ¡Son la misma línea! -exclamo-. ¿De verdad pensabas que no iba a darme cuenta de que tenías el timbre en off?

– Michael, te juro por mi vida que si son la misma línea yo no lo sabía. Tú me has visto cuando estaba sentada ahí, sólo para hablar por teléfono.

– Ésa es la cuestión.

– Espera un minuto -dice empezando a molestarse por fin-. ¿Crees que fingía las conversaciones? ¿Que era alguna especie de complot secreto para engañarte?

– Dímelo tú. Tú eras la única que hablaba por ese teléfono.

– ¿Por el…? No puedo creerlo, Michael. Después de todo lo que te he… ¿Quién te contó ese cuento? ¿Nora?

– A ella no la metas en esto.

– No me digas lo que tengo que hacer. Da igual lo que vieras hacer a Simon, el mundo no se ha confabulado contra ti. Sabes perfectamente cómo funciona aquí el sistema, sigue siendo el gobierno federal. Puede que las líneas se cruzaran cuando estuvieron arreglándolo.

– Y puede que haya estado así todo el tiempo.

– ¡Deja de decir eso!

– Entonces dime la verdad.

– ¡Ya te la he dicho, coño!

– ¿Y ya está? ¿Las líneas eran distintas y cuando las arreglaron la última vez cruzaron la tuya con la mía?

– ¡No sé qué más quieres que te diga! ¡Yo no lo sabía!

– ¿Y nunca estuviste escuchando?

– ¡Nunca! ¡Ni una sola vez!

Ver cómo se pone furiosa no me facilita las cosas.

– ¿Entonces puedo aceptar tu palabra?

– Michael, soy yo -dice dando unos pasos hacia mí.

– Contesta la pregunta.

Sigue sin poder creerlo.

– Yo nunca te mentiría -insiste-. Nunca.

– ¿Estás segura?

– Lo juro.

Ella se lo ha buscado. La miro directamente a los ojos y se lo suelto:

– Entonces, ¿por qué no me contaste que Caroline tenía tu expediente?

Pam se queda clavada en el sitio. Es demasiado lista para acercarse más.

– Venga, Pam, ahora eres un pez gordo, ¿qué responde el pez gordo?

Se niega a responder y aprieta la mandíbula en silencio.

– Te he hecho una pregunta.

Más silencio.

– ¿Has oído lo que te he dicho, Pam? Te pregunté…

– ¿Cómo averiguaste que lo tenía? -su voz es apenas algo más que un susurro-. Dime quién te lo dijo.

– No importa quién me lo dijo, pero…

– ¡Quiero saberlo! -exige-. Fue Nora, ¿verdad? Siempre anda revolviendo…

– Nora no ha tenido nada que ver. Y aunque lo hubiera tenido, eso no cambia las cosas. Así que, ¿por qué tenía Caroline tu expediente?

Empieza a pasear por la antesala y se apoya contra la mesita del fax. Se inclina hacia adelante, se pone una mano en un costado como si le doliera el estómago. Es una postura fetal en vertical.

– Sabía que era ella -dice-. Lo sabía.

– ¿Sabías que era quién?

– Caroline. Era la que tenía acceso. Sólo que yo no quería creérmelo.

– No te entiendo. ¿Qué hay en el expediente?

– En el expediente no hay nada. No era así como trabajaba.

– Deja ya de ser tan críptica, Pam, y dime qué coño hacía.

– Doy por hecho que sacaba aparte la letra pequeña. Era lo que mejor hacía. Quiero decir, no es como si en tu expediente dice «hijo movió hilos para padre retrasado». Probablemente ella simplemente se dio cuenta de que las instituciones en que estaba tu padre eran residencias de grupo. Con un poquito más de trabajo de investigación, ya tenía todo lo que necesitaba.

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